Tres factores de vulnerabilidad determinan que las indígenas sigan siendo “desvalorizadas” en México, advierte la abogada Elizabeth Olvera Vásquez, coordinadora de la RAI. Señala que la triple discriminación opera lo mismo en instituciones públicas, que en la sociedad y en las propias comunidades originarias
“Con la llegada de los españoles Dios dejó de ser dualidad
masculina y femenina, y pasó a ser uno, único y macho,
el Padre. Y jamás a partir de entonces una mujer
ocuparía un lugar igual al hombre”
Guiomar Rovira
Ser mujer, indígena y habitar espacios empobrecidos son las tres razones por las cuales las integrantes de los pueblos originarios son “desvalorizadas” por instituciones, la sociedad y los propios compañeros dentro de sus comunidades, considera Elizabeth Olvera Vásquez, coordinadora de la Red Nacional de Abogadas Indígenas (RAI).
En entrevista, advierte que esta triple discriminación es un legado del pensamiento colonial y de una mirada “sistemática racista” persistentes en México.
En ese contexto, indica que la retención de recursos primero y luego el recorte presupuestal a las Casas de la Mujer Indígena y Afroamexicana (Cami) puso sobre la mesa esa discriminación e invisibilidad del Estado hacia tal sector. Ello, al dejarlas sin la labor alterna de las Casas para garantizarles derechos, como el acceso a la justicia, a la salud y a una vida libre de violencia ante la nula garantía del gobierno.
Las Cami resistieron con pocos, o nada de recursos durante 2 meses en el contexto de la pandemia por el SARS-CoV-2. Fue hasta el 8 de junio que aceptaron recibir del 25 al 30 por ciento del presupuesto total etiquetado para 2020, mismo que sólo servirá para la operación en los próximos 3 meses. Pero fue hasta mediados de julio que las Cami lograron sensibilizar a la autoridad federal para que entregara los recursos públicos.
Más que tratarse de un tema “meramente económico”, es importante resaltar que las Casas son “espacios que acercan derechos negados a personas excluidas y vulneradas, quienes tienen poco acceso para ejercer el pleno ejercicio de éstos” (como el acceso a una vida libre de violencia, a la salud, la educación y a la no discriminación), menciona la abogada binnizá (zapoteca) Olvera Vásquez.
Agrega que las comunidades indígenas “han sido invisibilizadas desde los hechos y la práctica”, pues la manera de palparlas ha sido “mediante una forma de folclor, de artesanía; mediante una historia que venda, desde un aspecto económico y no desde un sujeto de derecho”.
No obstante que han habido avances –como el reconocimiento de los pueblos a nivel constitucional en el artículo 2, las leyes “muy avanzadas” o que México haya ratificado tratados internacionales–, el tema es cómo son garantizados esos derechos, señala la abogada.
Al respecto, la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos establece –en su artículo 1– la prohibición de la discriminación “por origen étnico o nacional, el género […] o por alguna otra que atente contra la dignidad humana y tenga por objeto anular o menoscabar los derechos y libertades de las personas”. Pero en los hechos eso no se cumple.
Olvera Vásquez reflexiona que incluso la labor de las Cami está velada por el cruce de la discriminación y el racismo. Y no sólo se trata de la invisibilidad hacia fuera, sino también al interior: quienes laboran en las Casas no son colocadas como “mujeres indígenas” ni mucho menos como “profesionales”: al trabajar en la organización, civil, sus servicios no tienen retribución económica. “Al final del día, el trabajo de las mujeres, inclusive desde el propio activismo, es muy dado a lo gratuito”.
La coordinadora de la RAI recuerda la importancia de las Casas de la Mujer Indígena y Afromexicana: “las Cami, precisamente lo que pretende es dar acompañamiento desde el interior de las comunidades mismas, pero también fuera, porque al final del día las mujeres también al no encontrar justicia de manera interna y bajo su propio sistema, buscan la justicia externa [a sus comunidades]”.
Elizabeth Olvera agrega que frente a la falta de garantía de derechos universales, las mujeres dentro de contextos comunitarios han empezado a colocar como temas prioritarios las violaciones a los derechos humanos de las mujeres indígenas. También desde las comunidades –y de las organizaciones– “se ha tenido que hacer todo un esfuerzo conjunto para visibilizar, porque también solas no podemos”.
Resistir a la discriminación
En un contexto permanentemente adverso, los pueblos indígenas han resistido toda su vida. La abogada zapoteca dice que “han pasado sistemas distintos, se ha resistido a invasiones, a plagas; se ha resistido en muchos sentidos. En realidad, no podemos vivir solamente de resistencia. Se ha quedado tan plasmado que los pueblos tenemos que resistir; [pero] no se trata de eso sino de que se tiene que ir otorgando como tema de derechos humanos”.
No obstante, la realidad sigue dominada por la discriminación racial, que no sólo es institucional sino social. Para Olvera Vásquez, ello ocurre por la carencia de empatía y el pensamiento “colonial” persistente en el país, mismo que permite plasmar y replicar “estereotipos racistas” existentes desde la invasión europea al continente.
Con la Colonia, la “estructura biológica posicionó a unos en situación natural de inferioridad respecto de los otros”, según el texto “Colonialidad del poder, eurocentrismo y América Latina”, del sociólogo peruano Aníbal Quijano. Lo que “quizás se originó como referencias étnicas entre conquistadores y conquistados”: el color de piel fue el distintivo de la categoría raza.
Olvera Vásquez le atribuye al rastro colonial la invisibilidad de los pueblos y “sobre todo de las mujeres indígenas”. Al respecto, el artículo “La revolución feminista se llama: despatriarcalización” –de María Galindo, cofundadora del colectivo Mujeres Creando– dice que “el racismo no es solamente una construcción de jerarquía colonial, sino fundamentalmente patriarcal”.
Violencia estructural
Las mujeres indígenas sufren una suma de desigualdades como consecuencia del contexto histórico: al hecho de ser mujer se suma el pertenecer o reconocerse parte de una comunidad indígena; “y no sólo eso: por vivir en lugares empobrecidos porque no es que seamos pobres y nacimos así, somos de territorios empobrecidos”, por lo que “nosotras hablamos de una triple discriminación”, advierte Elizabeth Olvera.
A partir de la interseccionalidad -como es conocido el cruce de las distintas condiciones- “nos daríamos cuenta que no a todas nos cruza similar la violencia”; es por ello que ese factor debe ser tomado en cuenta “para poder disminuir desigualdades y garantizar todos los derechos”, en opinión de la defensora de los derechos de las mujeres.
Como consecuencia de las desigualdades, ser parte de “un mundo global” se dificulta para las mujeres pertenecientes a una comunidad indígena (aunque vivan en territorios regidos por sistemas y lógicas propias), pues no están preparadas para enfrentarse con ambos mundos, más con el exterior, considera.
La también fundadora de la asociación Coldiba, Mujeres Tejiendo Realidades, explica: afuera de sus comunidades se mueven otros mecanismos colocados por el propio Estado, mismos que son desconocidos “inclusive para las propias mujeres que viven en la parte urbana”; desconocen cómo maniobran las instituciones, los aparatos de atención y procuración de justicia.
Ser objeto de violencia ocurre dentro y fuera de las comunidades. Desde la creación de la ley revolucionaria de mujeres, impulsada por las zapatistas, comenzaron a cuestionar y evidenciar que dentro del propio territorio indígena había prácticas denigrantes y desfavorecedoras para las mujeres, recuerda la coordinadora de la RAI.
Si bien la violencia en las comunidades no es concebida como tal, sí como “maltrato o como abuso”, el reconocimiento de las prácticas violentas y discriminatorias por el hecho de ser mujeres fue “lo que nos empezó a unir incluso con otras mujeres que no compartían esta parte identitaria. Teníamos algo en común: la violencia de género”.
Desde el movimiento y organización de mujeres zapatistas empezó “una fuerte crítica hacia el actuar de los compañeros que también mantienen prácticas similares a los no indígenas”, es decir, a quienes las desfavorecían por ser mujeres. Crítica que, específica, “no tienen nada que ver la discusión de nuestros territorios y de nuestros territorios ganados en conjunto”.
Y es que la abogada Olvera Vásquez considera que los hombres “pueden pensar que nosotras estamos hablando mal de los territorios indígenas, que no queremos o creemos que éstos son solamente violentos y no es así. Reconocemos que la violencia se da en todas partes: en lugares urbanos, en territorios de otros ámbitos. Sin embargo, no podemos dejar de colocar lo que también ahí sucede”.
La invisibilidad vivida dentro de sus pueblos, Elizabeth Olvera la ejemplifica con la lucha por la existencia del Instituto Nacional de Pueblos Indígenas. Misma que “se logró a partir de una lucha del movimiento de pueblos y comunidades indígenas en general”; pero en ésta “se olvida a las mujeres indígenas” debido al doble discurso de los derechos colectivos, de la autodeterminación y la autonomía.
Parte en la que “mujeres y hombres de los pueblos coincidimos, pero también vale la pena que desde los propios pueblos tengamos de manera interna una nueva forma de mirar el tema de los derechos, porque no puede estar encima lo colectivo: éste es colocado desde una mirada masculina; la autonomía y la libre determinación del territorio y de toda esta concepción ancestral también se coloca desde una mirada meramente masculina. Nosotras las mujeres no queremos justificar al Estado, ni al sistema colonial al momento de situar los derechos de las mujeres indígenas”.
No obstante, para la activista “nosotras estamos entre la espada y la pared: nuestros derechos están en juego”. Es como si permanecieran en una disputa en donde por ser mujer no tienen que señalarse otros privilegios.
“También la exigencia misma de los propios territorios que nos exigen estar con nosotros o estar a favor de la mirada colonial. Y eso no, más bien nosotros decimos: no garantizar los derechos a los pueblos indígenas desde nuestro propio sistema normativo es una mirada patriarcal y colonial, inclusive, sólo hablar desde nuestros derechos colectivos.”
El sistema y el mundo mismo están distribuidos a través de miradas de hombres, comenta Elizabeth Olvera, indígena binnizá originaria de Tehuantepec, Oaxaca. Tal es el caso del tema económico. Por ello, reflexiona en torno a la exigencia de la liberación presupuestaria para la operación de las Casas de la Mujer Indígena y Afromexicana: “desde ese punto de vista es hasta muy penoso, al parecer, que las mujeres lo estemos exigiendo. No tendríamos por qué sentirnos mal estar exigiendo el tema económico; los hombres a diario pueden dialogar del tema financiero y no se ve nada mal”.
Que los temas como el financiero hayan estado por años sólo en el discurso y en la práctica masculina es por la dicotomía del espacio público-privado, explica la activista por los derechos de las mujeres indígenas. “En el espacio privado estamos nosotras, solas distribuimos el dinero, pero el dinero que ellos dan y que además tiene que alcanzar”. Para la coordinadora de Coldiba, no es casualidad la retención presupuestaria, pues en todos los ámbitos hay una lógica consiente e inconsciente de replicar el pensamiento colonial patriarcal.
En opinión de Elizabeth Olvera Vásquez, en las comunidades y en la propia lucha de los movimientos indígenas deber haber una madurez para abrirse al diálogo y reflexión sobre los derechos de las mujeres, para pensarlos “con nuestros propios compañeros sin necesidad de que ese discurso se ocupe, o se favorezca, para justificar la violencia e intromisión del Estado y de agentes externos que pretenden justificar, exterminar o de cierta manera manipular otros derechos ganados de manera conjunta”.
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Sometimiento histórico
El sometimiento de las mujeres por el sistema patriarcal es histórico. Antes de la Colonia había una jerarquía de dominación masculina en Abya Yala ?nombre del continente antes de la llegada de Cristóbal Colón?, las mujeres eran respetadas y poseían estatus. Ellas tenían sus trabajos, los que no eran tomados por los hombres: “la mujer era la yerbera (ahora conocida con el nombre occidental de consejera), era la costurera, la hiladora, la tejedora. Era quien podía acceder a posiciones de poder y era respetada por lo que hacía”. Entonces, “nosotras pasamos a ser nada”, comentó a Contralínea Yael García, feminista comunitaria, al finalizar la charla virtual “Feminismo comunitario y territorial”.
La miembro de la colectiva Sur Replicante aclara que pese a ser respetadas “había violencia”. Yael, dice que un vestigio del patriarcado ancestral originario, detalla, fue cuando los cuerpos de doncellas jóvenes eran entregados a los Cenotes; los cuerpos de mujeres jóvenes eran los sacrificados y considerados regalos ?en la península yucateca y en el Perú?, o que los señores eran enterrados con mujeres jóvenes.
Con la invasión, los hombres de los dos patriarcados [el ancestral y el moderno occidental] se aliaron y “las mujeres perdimos el estatus totalmente. Ese entronque patriarcal, esa alianza entre varones hecha reforzó la violencia y opresión hacia nuestros cuerpos de mujeres (…)”, afirmó Yael García.
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