Cursando el bachillerato en el Instituto Tecnológico de Sonora, nuestro profesor de literatura, Alberto Delgado Pastor, nos habló de Marcel Proust (1871-1922) y su obra cumbre: A la busca del tiempo perdido, cuya primera versión terminó en 1912 y, 1 año después, pagó y publicó el volumen inicial de su gran novela, donde recobra “la vida, nuestra vida, la única vida realmente vivida” a través de los recuerdos de familia, amigos, amantes, musas, novias, etcétera, de las complicadas, peligrosas y difíciles convivencias entre hombres y mujeres a través del tiempo que se va perdiendo y recobrando. Proust es un escritor maravilloso, pero hay que tener paciencia para leer sus páginas que son una larga carta, pues fue incansable escritor de cartas mediante las cuales iba en busca del tiempo…
Entonces leímos unas cuantas páginas de esta perdurable creación que se ha publicado en tres tomos hermosamente empastados, con traducción, prólogo y notas de Mauro Armiño. En ella fue bordando los recuerdos que todos tenemos ensartados en un collar del pasado-presente; lo que vivimos desde la adolescencia hasta las vísperas de la muerte; recuerdos que acumulamos de los amores, de la amistad, de lo que vemos y soñamos; tiempo que parece perdido, atrapado en el pasado, pero que recobramos cada vez que viene a nuestra memoria. No alcanzan los sustantivos y adjetivos para calificar esta obra maestra, pues Marcel Proust supo “mantener atado” al tiempo que se mide en segundos, minutos, horas, días, años, “ese pasado que desciende ya tan lejos”. Y que una frase común sintetiza en “recordar es vivir”.
Como Honoré de Balzac (creador de otra admirable y grandiosa obra: La comedia humana), Proust se encerraba para redactar lo que había pensado, sentido y querido con su entorno, y como todo genio (¡oh, Shakespeare!), supo ver la novela de la humanidad en sus individualidades que aman, odian, desprecian, riñen, se dejan de hablar… ¡Ah, las relaciones humanas entre hijos, padres, esposos, amantes, novios, amigos! Su lectura nos lleva al mundo de todas las pasiones (no sólo de los celos como insisten los que hacen una lectura sesgada de la obra) así como de todas las manifestaciones del amor, que a Proust le inspira su musa Albertine y donde aparecen sentimientos y deseos homosexuales. A la busca del tiempo perdido, que se recobra a través de los recuerdos, es la biografía de la mujer y el hombre desde sus primeros años hasta casi el final. Críticos y estudiosos de esta magnífica obra movida por el amor-pasión, aseguran que es la autobiografía de Proust quien vio en su propia vida “el hilo de las horas, el orden de los años y los mundos”; para quien el espacio es tiempo y en él todo ocurre, ya sea dormido o despierto, y cuya creación mueve el amor-pasión (¡oh, Flaubert! ¡Oh, Sthendal!). Proust no es un narrador. Es un creador de las metamorfosis de los sentimientos, de la infidelidad-fidelidad que nos adentra en la selva de las pasiones, de las alegrías, decepciones, fantasías y odios que encontramos en la novela de cada uno de nosotros. Las noches, días, horas… Son recuerdos, y lo que más nos queda a través del tiempo es lo que realmente integra nuestra vida: “La vida, nuestra vida, la vida descubierta y aclarada al fin, la única vida realmente vivida”.
Ficha bibliográfica:
Autor: Marcel Proust
Título: A la busca del tiempo perdido
Editorial: Ediciones Valdemar (pero hay otros más)
*Periodista