Entre 1970-1980, las masacres que el Estado de Israel cometía en Gaza eran vistas como una expresión del imperialismo anglosajón. Hoy, muchos interpretan esas matanzas como un conflicto entre judíos y árabes. No obstante, unos 4 siglos de historia podrían explicar el origen del sionismo, sus verdaderas ambiciones e incluso revelar al verdadero enemigo
Thierry Meyssan/Red Voltaire
Damasco, Siria. La guerra que desde hace 66 años ha venido librándose ininterrumpidamente en Palestina atraviesa una nueva etapa con las operaciones israelíes Guardianes de Nuestros Hermanos y Roca Indestructible, extrañamente traducidas en la prensa occidental como Margen Protector.
Es evidente que Tel Aviv –que optó por explotar la desaparición de tres jóvenes israelíes para desencadenar estas operaciones militares y “arrancar de raíz a Hamas” esperando poder explotar las reservas de gas de Gaza, conforme al plan ya enunciado en 2007 por el actual ministro de Defensa de Israel– se ha visto superado por la reacción de la resistencia palestina. La Yihad Islámica respondió disparando cohetes de alcance medio, muy difíciles de interceptar, que se agregaron a los que dispara el Hamas.
La violencia de los acontecimientos, que ya han costado la vida a más de 1 mil 500 palestinos y a 62 israelíes (con la salvedad de que las cifras israelíes están sometidas a una férrea censura militar y probablemente son minimizadas), ha provocado una ola de protestas en el mundo entero. Además de sus 15 miembros, el Consejo de Seguridad de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) –reunido el 22 de julio– escuchó las intervenciones de otros 40 Estados que decidieron expresar su indignación ante el comportamiento de Tel Aviv y su “cultura de la impunidad”. Al extremo que, en vez de las 2 horas habituales, la reunión del Consejo de Seguridad de la ONU sobre la “crisis de Gaza” duró 9 horas.
Simbólicamente, Bolivia declaró a Israel “Estado terrorista”, y abrogó el acuerdo de libre circulación firmado con ese país. Pero las declaraciones de protesta generalmente no vienen acompañadas de ayuda militar para los agredidos, con excepción de la de Irán y, simbólicamente, la de Siria. Estos dos países respaldan a la población palestina a través de la Yihad Islámica –la rama militar del Hamas– sin apoyar su rama política, que es miembro de la Hermandad Musulmana, y también aportan su respaldo al Frente Popular por la Liberación de Palestina-Comando General (FPLP-CG).
Al contrario de lo sucedido durante las operaciones anteriores (Plomo Fundido en 2008 y Columna de Nubes, traducida esta última en Occidente como Pilar Defensivo), los dos Estados que protegen a Israel en el Consejo de Seguridad de la ONU (Estados Unidos y el Reino Unido) facilitaron esta vez la elaboración de una declaración del presidente del Consejo de Seguridad donde se subrayan las obligaciones humanitarias de Israel. Más allá de la cuestión fundamental de un conflicto que sigue sin resolverse desde 1948, lo que estamos viendo es un consenso para expresar una condena mínima del uso desproporcionado de la fuerza por parte de Israel.
Sin embargo, tras este aparente consenso se esconden análisis muy diferentes: algunos autores interpretan el conflicto como una guerra de religión entre judíos y musulmanes mientras que otros lo ven como una guerra política según un esquema colonial clásico. ¿Cuál es la realidad?
¿Qué es el sionismo?
A mediados del siglo XVII, los calvinistas británicos se reagruparon alrededor de Oliver Cromwell y cuestionaron la fe y la jerarquía del régimen imperante en Gran Bretaña. Después de derrocar la monarquía anglicana, el “lord protector” pretendió permitir al pueblo inglés alcanzar el estado de pureza moral necesario para atravesar una tribulación de 7 años, acoger el regreso de Cristo y vivir apaciblemente con él durante 1 mil años (el Millenium). Para ello, según su interpretación de La Biblia, había que dispersar a los judíos por todo el mundo, reagruparlos después en Palestina y reconstruir allí el templo de Salomón. Bajo esa perspectiva, Oliver Cromwell instauró un régimen puritano, anuló en 1656 la medida que prohibía a los judíos instalarse en Inglaterra y anunció que su país se comprometía a crear en Palestina el Estado de Israel.
Al ser derrocada la secta de Cromwell, al final de la Primera Guerra Civil Inglesa, y resultar muertos o exilados sus partidarios, se restableció la monarquía anglicana y ésta abandonó el sionismo, es decir, el proyecto de creación de un Estado para los judíos. Pero resurgió en el siglo XVIII, con la Segunda Guerra Civil Inglesa –así se denomina en los manuales de historia de la enseñanza secundaria del Reino Unido– que el resto del mundo conoce como la Guerra de Independencia de Estados Unidos (1775-1783). Contrariamente a lo que todo el mundo cree, esa guerra no se basó en los ideales de la Ilustración, que más tarde animaron la Revolución Francesa, sino que fue financiada por el rey de Francia y se libró por motivos religiosos al grito de “¡nuestro rey es Jesús!”
George Washington, Thomas Jefferson y Benjamín Franklin, por sólo mencionarlos a ellos, se presentaron como los sucesores de los partidarios exilados de Oliver Cromwell. Lógicamente, Estados Unidos retomó el proyecto sionista.
En 1868, la reina Victoria designó como primer ministro de Inglaterra al judío Benjamín Disraeli, quien propuso conceder algo de democracia a los descendientes de los partidarios de Cromwell para poder apoyarse sobre todo el pueblo y extender por el mundo el poder de la Corona. Sobre todo propuso una alianza con la diáspora judía como medio de aplicar una política imperialista cuya vanguardia sería precisamente esa diáspora. En 1878, el propio Disraeli incluyó “la restauración de Israel” en el orden del día del Congreso de Berlín sobre la nueva repartición del mundo.
Fue sobre esa base sionista que el Reino Unido restableció relaciones con sus excolonias de América, ya convertidas en Estados Unidos, al término de la Tercera Guerra Civil Inglesa, denominada en Estados Unidos como American Civil War (Guerra Civil Americana) y en Europa continental como la Guerra de Secesión (1861-1865), en la que salieron vencedores los White Anglo-Saxon Puritans (WASP), sucesores de los partidarios de Cromwell. También en este caso es de manera totalmente errónea que se presenta esa guerra como una lucha contra la esclavitud, sin tener en cuenta que cinco estados del Norte todavía seguían practicando esa forma de explotación.
Es decir, casi hasta el final del siglo XIX, el sionismo es un proyecto exclusivamente puritano y anglosajón al que se suma sólo una elite judía. Pero es firmemente condenado por los rabinos, quienes interpretan La Torá como una alegoría y no como un plan político.
Entre las consecuencias actuales de esos hechos históricos está el que haya que reconocer que el sionismo, además de plantear como objetivo la creación de un Estado para los judíos, también sirvió de base a la fundación de Estados Unidos. A partir de esa conclusión, la cuestión de saber si las decisiones políticas de ese conjunto se toman en Washington o en Tel Aviv deja de tener relevancia. La misma ideología controla el poder en ambos países. Por otro lado, al ser el sionismo el elemento que permitió la reconciliación entre Londres y Washington, cuestionarlo es atacar la base misma de esa alianza, la más poderosa del mundo.
La adhesión del pueblo judío al sionismo anglosajón
En la historia oficial actual generalmente se pasa por alto el periodo del siglo XVII al siglo XIX y se presenta a Theodor Herzl como el fundador del sionismo. Sin embargo, según las publicaciones internas de la Organización Sionista Mundial, eso también es falso.
El verdadero fundador del sionismo contemporáneo no es un judío sino un cristiano dispensacionalista. El reverendo William E Blackstone era un predicador estadunidense que consideraba que los verdaderos cristianos no tendrían que sufrir las duras pruebas del fin de los tiempos. Predicaba que los verdaderos cristianos serían sustraídos a la batalla final y enviados al cielo (el llamado “arrebatamiento de la Iglesia”, en inglés the rapture). Para el reverendo Blackstone, los judíos librarían esa batalla, de la que saldrían además convertidos a la fe del “Cristo victorioso”.
Es la teología del reverendo Blackstone lo que sirvió de base al inquebrantable apoyo de Washington a la creación de Israel. Y eso sucedió muchos antes de la creación del American Israel Public Affairs Committee (AIPAC) y de que ese grupo de presión proisraelí tomara el control del Congreso de Estados Unidos. En realidad, el poder de ese grupo de presión no reside tanto en su dinero y su capacidad para financiar campañas electorales como en esa ideología que aún sigue vigente en Estados Unidos.
Por muy estúpida que pueda parecer, la teología del “arrebatamiento” es hoy en día muy poderosa en Estados Unidos. Incluso se ha convertido en un fenómeno de librería y ha llegado a las pantallas cinematográficas (ver el filme Left behind, con Nicolas Cage, cuyo estreno está programado para octubre).
Theodor Herzl era un admirador del comerciante de diamantes Cecil Rhodes, el teórico del imperialismo británico y fundador de Sudáfrica, de Rhodesia (a la que incluso dio su nombre) y de Zambia (exrhodesia del Norte). Herzl no era israelí y ni siquiera le había hecho la circuncisión a su hijo. Ateo, como muchos burgueses europeos de su época, Herzl recomendó al principio la asimilación de los judíos, estimando incluso que debían convertirse al cristianismo. Sin embargo, retomando la teoría de Disraeli, Herzl concluyó que la mejor solución era hacerlos participar en el colonialismo británico creando un Estado judío, en la actual Uganda o en Argentina, así que siguió el ejemplo de Cecil Rhodes con la compra de tierras y con la creación de la Agencia Judía.
Blackstone logró convencer a Herzl de que debía vincular las preocupaciones de los dispensacionalistas con las de los colonialistas. Para eso bastaba con estipular que la creación de Israel debía ser en Palestina y justificarla con referencias bíblicas. Gracias a esa idea bastante simple Blackstone y Herzl lograron que la mayoría de los judíos se sumara a su proyecto. Hoy en día Herzl está enterrado en Israel –en la cima del Monte Herzl– y el Estado israelí puso en su ataúd La Biblia anotada que Blackstone le había regalado.
Así que el objetivo del sionismo nunca fue “salvar al pueblo judío dándole una patria”, sino hacer triunfar el imperialismo anglosajón asociando a los judíos a esa empresa. Además, no sólo el sionismo no es un producto de la cultura judía, sino que la mayoría de los sionistas nunca fueron judíos, mientras que la mayoría de los judíos sionistas no son israelitas. Las referencias bíblicas, omnipresentes en el discurso oficial israelí, sólo reflejan el pensamiento del sector creyente del país y su principal función no es otra que convencer a la población estadunidense.
Fue durante ese periodo cuando se inventó el mito del pueblo judío. Hasta aquel momento los judíos se habían considerado como personas pertenecientes a una religión y reconocían que sus correligionarios europeos no eran descendientes de los judíos de Palestina, sino de otras poblaciones que se habían convertido a esa religión durante el transcurso de la historia.
Blackstone y Herzl fabricaron artificialmente la idea según la cual todos los judíos del mundo serían descendientes de los antiguos judíos de Palestina. A partir de ese momento el término “judío” comenzó a aplicarse no sólo a la religión israelita sino que pasó a designar también una etnia. Basándose en una lectura literal de La Biblia, todos los judíos pasan así a ser beneficiarios de una promesa divina sobre la tierra palestina.
El pacto anglosajón para la creación de Israel en Palestina
La decisión de crear un Estado judío en Palestina fue tomada conjuntamente por los gobiernos de Gran Bretaña y Estados Unidos. La negoció el primer juez judío de la Corte Suprema estadunidense, Louis Brandela, bajo los auspicios del reverendo Blackstone, y fue aprobada tanto por el presidente estadunidense Woodrow Wilson como por el primer ministro británico David Lloyd George, después de los acuerdos franco-británicos Sykes-Picot, en los que Francia y Gran Bretaña se “repartían” Oriente Medio. Este acuerdo sólo se hizo público de forma paulatina.
Al futuro secretario de Estado británico para las Colonias, Leo Amery, se le confió la tarea de instruir a los veteranos del Cuerpo de Muleros de Sión para crear, con los agentes británicos Zeev Jabotinsky y Jaim Weizmann, la Legión Judía en el seno del Ejército británico.
El 2 de noviembre de 1917, el ministro británico de Relaciones Exteriores, Lord Balfour, envió a lord Walter Rotschild una carta abierta en la que se comprometía a crear un “hogar nacional judío” en Palestina. El entonces presidente estadunidense Woodrow Wilson incluyó la creación de Israel entre sus objetivos de guerra oficialmente reconocidos (es el 12 de los 14 puntos presentados al Congreso de Estados Unidos el 8 de enero de 1918).
Todo ello demuestra que la decisión de crear el Estado de Israel no tiene nada que ver con la masacre contra los judíos desatada 20 años después en Europa, durante la Segunda Guerra Mundial.
El 3 de enero de 1919, durante la Conferencia de Paz de París, el emir Faisal –hijo del jerife de la Meca y futuro rey del Irak británico– firmó con la Organización Sionista Mundial un acuerdo donde se comprometía a respaldar la decisión anglosajona.
Así que la creación del Estado de Israel, concretada en contra de la población de Palestina, también contó con la complicidad de las monarquías árabes. En aquella época, el jerife de La Meca, Husayn ibn Ali no interpretaba El Corán como lo hace el Hamas, no pensaba que “una tierra musulmana no puede ser gobernada por no musulmanes”.
La creación jurídica del Estado de Israel
En mayo de 1942, las organizaciones sionistas realizaron su congreso en el hotel Biltmore de Nueva York. Los participantes decidieron convertir el “hogar nacional judío” de Palestina en el “Commonwealth judío” (referencia al Commonwealth brevemente instaurado por Cromwell en lugar de la monarquía británica), y autorizar la inmigración masiva de los judíos hacia Palestina. En un documento secreto se fijaron tres objetivos muy precisos:
“1. El Estado judío abarcaría la totalidad de Palestina y probablemente la Transjordania;
2. El desplazamiento de la población árabe a Irak y
3. El control por parte de los judíos de todos los sectores de desarrollo y control de la economía en todo el Medio Oriente.”
En aquel momento, casi todos los participantes en el Congreso de Nueva York ignoraban que la “solución final de la cuestión judía” (die Endlösung der Judenfrage) acaba de entrar en aplicación secretamente en Europa.
En definitiva, cuando los británicos ya no hallaban qué hacer para complacer simultáneamente a los judíos y los árabes, la ONU –que sólo contaba entonces con 46 Estados miembros– propuso un plan de partición de Palestina a partir de las indicaciones que le habían proporcionado los británicos. Debía crearse un Estado binacional conformado por un Estado judío, un Estado árabe y una zona “bajo régimen internacional especial” para administrar los lugares sagrados (Jerusalén y Belén). El proyecto fue adoptado mediante la Resolución 181 de la Asamblea General de la ONU.
Sin esperar por la continuación de las negociones, el presidente de la Agencia Judía, David Ben-Gurión, proclamó unilateralmente el Estado de Israel, inmediatamente reconocido por Estados Unidos. Los árabes que vivían en territorio israelí se vieron sometidos a un régimen de ley marcial, se limitaron sus desplazamientos y sus pasaportes fueron confiscados. Los países árabes que acababan de alcanzar la independencia decidieron intervenir pero, al no disponer de ejércitos ya conformados, fueron rápidamente derrotados. Durante aquella guerra, Israel procedió a una limpieza étnica y obligó a no menos de 700 mil árabes a huir de sus hogares.
La ONU envió como mediador al conde Folke Bernadotte, diplomático sueco que había salvado miles de judíos durante la Segunda Guerra Mundial. El conde Bernadotte comprobó que los datos demográficos transmitidos por las autoridades británicas eran falsos y exigió que se aplicara plenamente el plan de partición previsto para Palestina. No está de más recordar en este punto que la Resolución 181 implicaba el regreso de los 700 mil árabes expulsados de sus tierras, la creación de un Estado árabe y la internacionalización de Jerusalén.
El conde Folke Bernadotte, enviado especial de la ONU, fue asesinado el 17 de septiembre de 1948, por orden del futuro primer ministro de Israel, Yitzhak Shamir.
La Asamblea General de la ONU reaccionó adoptando la Resolución 194, que reafirma los principios ya enunciados en la Resolución 181 y proclama, además, el derecho inalienable de los palestinos a regresar a su tierra y a ser indemnizados por los perjuicios sufridos.
Sin embargo, Israel –que mientras tanto había arrestado, juzgado y condenado a los asesinos de Bernadotte– fue admitido como miembro de la ONU, después de comprometerse también a respetar y aplicar sus resoluciones. Inmediatamente después de la admisión de Israel como Estado miembro de la ONU, los asesinos del enviado de la ONU fueron amnistiados y el individuo que había disparado sobre el conde se convirtió en guardaespaldas personal del primer ministro israelí David Ben-Gurión.
Desde su admisión en la ONU, Israel ha violado constantemente las sucesivas resoluciones de la Asamblea General y del Consejo de Seguridad sobre la cuestión israelo-palestina. Sus vínculos orgánicos con dos de los miembros del Consejo de Seguridad con derecho de veto han mantenido a Israel fuera del alcance del derecho internacional. Israel se ha convertido así en un Estado offshore gracias al cual Estados Unidos y el Reino Unido pueden darse el lujo de fingir ser Estados que respetan el derecho internacional, cuando en realidad lo violan a través de ese seudo-Estado.
Creer que la cuestión de Israel es un problema exclusivo de Oriente Medio es un error total y absoluto. Hoy en día, Israel opera militarmente en todo el mundo, como agente del imperialismo anglosajón. En Latinoamérica fueron agentes israelíes quienes organizaron la represión durante el intento de golpe de Estado contra el presidente de Venezuela Hugo Chávez, en 2002, y también en Honduras, durante el derrocamiento del presidente Manuel Zelaya, en 2009. En África, había agentes israelíes por todos lados durante la guerra de los Grandes Lagos y fueron ellos quienes organizaron la captura de Muamar el Gadafi. En Asia, agentes israelíes dirigieron el asalto y masacre contra los Tigres Tamiles, en 2009, etcétera. En cada ocasión, Londres y Washington juran que nada tienen que ver con lo sucedido. Por otro lado, Israel controla numerosas instituciones mediáticas y financieras, como la Reserva Federal estadunidense.
La lucha contra el imperialismo
Hasta el momento de la disolución de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas era evidente que la cuestión israelí está vinculada a la lucha contra el imperialismo. Todos los antiimperialistas del mundo –incluyendo al Ejército Rojo japonés– apoyaban la causa palestina, e incluso luchaban junto a los palestinos en Oriente Medio.
Hoy en día, la globalización de la sociedad de consumo y la pérdida de valores que ésta ha provocado han traído una pérdida de conciencia sobre el carácter colonial del Estado hebreo. Árabes y musulmanes son los únicos que siguen sintiéndose implicados en la causa palestina y dan pruebas de empatía con el destino de los palestinos, pero ignoran los crímenes israelíes cometidos en el resto del mundo y no reaccionan ante los demás crímenes del imperialismo.
Sin embargo, en 1979, el ayatola Ruhollah Jomeini explicaba a sus seguidores iraníes que Israel no era más que una marioneta en manos de los imperialistas y que el único verdadero enemigo era la alianza entre Estados Unidos y el Reino Unido. Por el sólo hecho de haber expresado esa simple verdad, Khomeini fue caricaturizado en Occidente y los chiítas fueron presentados como herejes en Oriente. Hoy en día, Irán es el único Estado del mundo que envía armas y consejeros a la resistencia palestina mientras que los regímenes sionistas árabes debaten amablemente con el presidente israelí por videoconferencia en medio de las reuniones del Consejo de Seguridad del Golfo.
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Thierry Meyssan/Red Voltaire
Contralínea 398 / 10 agosto de 2014