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¡Fuenteovejuna, señor!

¡Fuenteovejuna, señor!

Lima, Perú. Hace muchos años, en 1619, don Félix Lope de Vega y Carpio publicó una de sus más célebres obras de teatro en Madrid: “Fuenteovejuna”. Narra un episodio ocurrido en una localidad de Córdoba, donde el protagonista principal fue el colectivo: el pueblo entero. Sublevado ante la ignominia, la arbitrariedad y el abuso, hizo justicia por su propia mano y acabó con el gobernador.

Cuando la autoridad del reino pretendió averiguar quiénes habían sido los autores del hecho, la multitud se alzó y dijo: “Fuenteovejuna, señor”. “Y quién es Fuenteovejuna”, insistió el inquisidor de la realeza: “Todos a una”, respondió la multitud.

Casi 500 años más tarde, bien puede decirse que ocurre una historia semejante en el Ande peruano. Y es que –como consecuencia de la profunda crisis social y política que agobia a la república– algunas cosas han cambiado y otras, no. Eso en todos los ámbitos, incluidos los juegos infantiles. Antes, los niños jugaban a la ronda, a las chapas o a la pega; hoy, también. Sólo que, además, desfilan gallardamente, marcando el paso y entonando canciones de protesta a viva voz.

En días pasados y con motivo del nuevo aniversario de la localidad, las comunidades organizaron una gran concentración pública y un desfile multitudinario con la participación de la población en Asillo –un pintoresco y acogedor rincón del Altiplano–. Miles de lugareños llegaron a la plaza principal, unidos con el mayor fervor patriótico. Aplaudieron a rabiar a los destacamentos que se hicieron presentes; entre los cuales, sobresalió una columna de niños de la escuela 72015 de Accopata.

Los chicos lucieron entusiastas y marcharon con su propia banda de música. Por lo demás, estuvieron organizados con destreza. Y así, exultantes, desfilaron entonando una rítmica canción que se ha hecho muy popular y que ellos escucharon con deleite en los últimos meses: “Esta democracia / ya no es democracia / Dina asesina / el pueblo te repudia”.

No es indispensable reconocer que los niños fueron los más aplaudidos de la fiesta; algo así como los héroes de la jornada. Los ovacionaron con todas las manos. Los vivaron hasta perder la voz. Y los celebraron con júbilo singular. Los niños “se robaron la fiesta” fue la expresión masiva de la población.

Sin embargo, esta expresión de popular alegría fue vista desde otra óptica por las autoridades de la capital. Éstas se mostraron prestas a encender una hoguera para quemar a los infantes. Tamaña herejía no se podía permitir. Curiosamente, para encender la pira, fueron convocados la ministra de Educación, la procuradora del sector, la Fiscalía de la Nación y hasta el ministro de Defensa. El hecho insólito atentaba contra la Seguridad Nacional.

Por lo pronto, el director de la Unidad de Gestión Educativa Local (UGEL) de Puno puso el grito en el cielo. Fuera de sus cabales, condenó el suceso y dispuso una “severa e inmediata investigación”. Tenía que saber –para “dar cuenta a la superioridad”– quién era el responsable de tan temeraria acción: ¿Los niños? ¿Los profesores? ¿El director de la banda de músicos? ¿El director del centro educativo? ¿Los padres de familia? ¿Los pobladores? ¿Quién? ¡Hay que saberlo ya!

Es cuestión de imaginar a este celoso funcionario. Se puede cerrar los ojos: verlo sentarse, pararse, quedarse en un lugar y caminar a otro. Preguntar a unos y a los demás “¿Quién fue?” Sin alcanzar respuesta. También, se le puede suponer redactando informes, dictando órdenes, conectándose con el puesto policial para ver qué saben. Llama a Lima para brindar explicaciones, angustiado ante la posibilidad de perder el puesto apenas por una “simple palomillada”.

Uno lo puede vislumbrar leyendo los anales de la Inquisición o los reportes de la Dincote –¡Son tan parecidos!– para así afinar el interrogatorio a las personas que habrán de desfilar ante sus acuciosos ojos y su exigencia inapelable. Es de suponer, por cierto, que cuando le pregunté a la gente quién fue el autor de ese desaguisado, la multitud le responda como en el teatro de Lope de Vega –emblemática figura del Siglo de Oro español–: ¡Fuenteovejuna, señor!

Perderá su tiempo quién busque encontrar culpables de este curioso suceso. Bien puede decirse que los responsables somos todos, incluso Dina. Si no hubiesen ocurrido las tragedias de Ayacucho, Juliaca, Andahuaylas y otros lugares, si los muertos entre diciembre y marzo no sumaran 76, no habría razón para entonar esa canción. Si el Congreso no avalará los crímenes, si los mandos militares recogieran el legado de Velasco Alvarado y no la herencia de Hermoza Ríos, esa canción parecería falsa.

El problema es que todo suma. Y esa suma se mimetiza con lo que el país conoce. Vivimos tiempos curiosos ¿A Dina realmente le importará que le dedican esa canción? Quizá le importó al comienzo, cuando “la Matanza de Ayacucho” (CIDH dixi); pero ahora, cómo que ya no. Se tiró el alma a la espalda y le importa una higa que le digan lo que quieran. Total, ella ya decidió sentarse sobre las bayonetas y comer entre los muertos. Lo demás, no importa.

Los “mandos” han aprovechado para amenazar a la supuesta III Toma de Lima. No será –han dicho–. Ya saben cómo actuamos antes. Lo haremos otra vez. Fueron 70. Cuenten cuántos serán ahora. Dina tiene el apoyo de Otárola, la anuencia de los congresistas y el aval de la cúpula castrense. Y eso es suficiente para llegar al 2026. Así lo cree.

Gustavo Espinoza M./Prensa Latina*

*Periodista y profesor peruano

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