¿Los países tienen derecho a determinar sus propias políticas alimentarias? ¿Pueden dictar leyes para salvaguardar la agricultura nacional, la salud pública, el medio ambiente y la integridad genética de la dieta nacional?
Si la soberanía significa algo, la respuesta a estas preguntas es sí. Defender el suministro de alimentos es una antigua piedra angular del contrato social, consagrada en los pactos comerciales del siglo XXI, incluido el Acuerdo entre Estados Unidos, México y Canadá (T-mec), el sucesor del TLCAN.
En diciembre de 2023, el presidente Andrés Manuel López Obrador invocó este derecho. Prohibió el maíz modificado genéticamente para el consumo humano y eliminó el uso de glifosato, herbicida que la Organización Mundial de la Salud (OMS) califica de “probablemente cancerígeno para los humanos”.
La medida, dijo el primer mandatario, era necesaria para garantizar los “derechos de los mexicanos a la salud y a un medio ambiente sano, al maíz nativo, [y] asegurar una alimentación nutritiva, suficiente y de calidad”.
Si el maíz transgénico y el glifosato plantean riesgos para la salud humana, como lo sugiere un creciente conjunto de investigaciones, entonces se magnifican en México, donde la dieta gira en torno al maíz blanco.
La harina de maíz representa más del 60 por ciento de las calorías y proteínas diarias. Esto es 10 veces mayor al promedio estadunidense. A su vez, coloca a los mexicanos en un riesgo 10 veces mayor.
La afirmación de México de la soberanía alimentaria no fue bien recibida en Washington, donde la administración Biden se unió a la industria para quejarse. Bajo la enorme presión de su mayor socio comercial, el gobierno de López Obrador se ha mantenido firme.
Asimismo, lo ha hecho la gran favorita en las elecciones presidenciales, Claudia Sheinbaum, quien firmó un acuerdo en abril con las organizaciones campesinas de México, con el objetivo de mantener la prohibición del maíz transgénico en los alimentos y reemplazar el glifosato con alternativas más seguras.
Incapaz de lograr que México cambiara de rumbo, la representante comercial de Estados Unidos, Katherine Tai, presentó una queja formal ante la secretaría del T-mec, en agosto pasado.
Alega que el decreto constituye una violación comercial, la cual infringe los derechos sustitutivos de los agricultores y las empresas de biotecnología estadunidenses.
De igual manera, describe las preocupaciones del gobierno mexicano como “poco científicas”, sin mencionar los repetidos llamados de México a formar una comisión conjunta de investigación para investigar el asunto.
Según los estatutos del T-mec, el caso será juzgado por un consejo de tres jueces con experiencia en resolución de disputas comerciales. Estados Unidos y México nominaron cada uno a un miembro, con el experto en comercio suizo, Christian Häberli, como presidente. Se espera que emita su fallo a finales de este año.
Sin embargo, cualquiera que sea su juicio, la disputa ha puesto en relieve la creciente preocupación global sobre la consolidación de un sistema alimentario dominado por un puñado de empresas biotecnológicas y químicas. Igualmente, el desafío de México ha reforzado su posición como líder hemisférico de un movimiento agroecológico, el cual está ganando impulso en el Sur global.
“Si las empresas biotecnológicas derrotan al maíz en su centro de origen, se animarán a hacer lo mismo en otros centros de origen”, dijo Tania Monserrat Téllez, organizadora de Sin Maíz, No Hay País, coalición que apoya la prohibición. “Estamos desafiando todo un modelo de producción que amenaza no sólo a México, sino al mundo”.
En México, el maíz no es sólo un producto básico, ni siquiera un alimento favorito o una fuente de proteínas. Es fundamental para la identidad nacional y está arraigado en la cultura y los rituales.
Los análogos más cercanos –el trigo en los países de Europa o el arroz en Asia– palidecen frente a la importancia cultural y dietética del maíz en la tierra donde se domesticó por primera vez. Su importancia se remonta a los primeros mitos mesoamericanos de la creación protagonizados por dioses con mentalidad de maíz.
Los aztecas creían que el primer hombre fue el resultado de la donación de maíz cultivado por parte de Quetzalcóatl. En la historia maya, los primeros seres humanos son elaborados a partir de semillas de maíz, después de intentos fallidos de utilizar madera y barro.
A través de crecientes abismos de clase, las proclamas indígenas indican “el maíz es nuestra sangre”. Continúan uniendo a los mexicanos como “hombres del maíz”. Para demostrarlo, comen el equivalente a entre siete y diez tortillas al día.
Muchos argumentan que la amenaza de que el maíz transgénico contamine el preciado depósito genético de variedades nativas de México justificaría por sí sola su prohibición bajo los términos del T-mec, los cuales reconocen la autoridad de las naciones sobre su herencia cultural.
La creciente literatura científica que reporta efectos adversos para la salud por el consumo de maíz transgénico, que a menudo está cubierto de residuos de glifosato, no hizo más que agravar la sensación de urgencia.
La misma se expresó con mayor plenitud en enero, poco después de que se anunciara el decreto, en la forma de un documento de 200 páginas, el cual fue enviado a la secretaría del T-mec.
Al explicar que “el maíz es parte fundamental del legado biocultural de México y está en continua evolución gracias a las comunidades indígenas y campesinas”, describe la amenaza que la “introgresión transgénica” representa para las variedades nativas en el suministro de alimentos.
Luego pasa a la evidencia de los “impactos irrefutables” en la salud humana. Gran parte de esta sección, se extrae de una base de datos pública de investigaciones académicas que la agencia científica de México mantiene desde 2020.
La sobria respuesta a la desestimación por parte de Washington de sus preocupaciones como “no científicas” debería interesar a los residentes de Estados Unidos y Canadá.
En ambos países, casi todo el maíz blanco y amarillo producido desde finales de la década de 1990 ha sido diseñado para producir las esporas bacterianas que dan su nombre al “maíz BT”: Bacillus thuringiensis.
Lo que impide que importantes trazas de toxinas insecticidas entren en los suministros alimentarios de Estados Unidos y Canadá es el predominio de aceites de maíz y cereales procesados, cuya producción los descompone. Sin embargo, esa barrera protectora no existe en la dieta mexicana y Washington lo sabe.
Fabricado por Bayer –anteriormente Monsanto– y la firma china Syngenta, BT es una historia de terror químico en miniatura, la cual se replica en campos de Estados Unidos y Canadá.
Lo que sucede es esto: el código genético de las semillas BT está programado para producir toxinas que atacan las paredes del estómago de las orugas que comen cultivos.
Estas toxinas –miembros de la familia de proteínas Cry– perforan pequeños agujeros en el estómago de los insectos, a través de los cuales se escapa la humedad. Como consecuencia, las plagas mueren por deshidratación. En este sentido, el BT es eficaz.
Lo que preocupa a México –y a una lista cada vez más larga de organizaciones de salud y gobiernos del mundo– es la evidencia acumulada de que las toxinas atacan el estómago y el tracto gastrointestinal de insectos, mamíferos y personas.
En Brasil y Colombia, los investigadores han documentado los impactos observables del BR en la salud multigeneracional de las avispas. Investigadores de China y Pakistán han descubierto que las arañas lobo expuestas tienen una menor diversidad de bacterias intestinales saludables.
Sabemos poco sobre su impacto a largo plazo en los humanos, porque no han sido estudiados formalmente. Volveremos en breve a explicar por qué es así. Sin embargo, lo poco que sabemos es preocupante.
Entre los 66 artículos revisados por pares citados por México, se encuentra un artículo de 2021 del Instituto de Ciencias de México, el cual encontró que las toxinas BT desencadenan una respuesta inmune en los humanos “tan potente como la provocada por la toxina del cólera”.
México reconoce que la investigación sobre los impactos en la salud humana es insuficiente para sacar conclusiones firmes. Por su parte, el gobierno estadunidense insiste que los cultivos transgénicos son seguros, pues han sido plantados y consumidos por animales de granja durante 25 años.
Sin embargo, esta afirmación no se sostiene. Los animales de granja tienen vidas cortas. De igual manera, no se ha estudiado las cantidades de maíz BT en su alimentación. Y no puede ser comparable con los niveles que consumirían los mexicanos si se convirtiera en la forma dominante de maíz.
Las preocupaciones de México abarcan las toxinas Cry en el interior del maíz BT, así como los residuos químicos en el exterior. Además de producir insecticidas, está diseñado para tolerar fumigaciones de glifosato durante el año, el herbicida que la mayoría de la gente conoce como Roundup.
La ciencia coloca al decreto de México en un terreno más firme. Su presentación científica a la secretaría del USMCA cita 74 estudios en humanos y animales que describen los mecanismos por los cuales el herbicida causa, por ejemplo, daño genético a las células madre hematopoyéticas en la médula ósea humana. Esto puede provocar cánceres de la sangre como el linfoma no Hodgkin y la leucemia.
Un estudio a largo plazo en UC Berkeley relacionó al glifosato con daño hepático en hijos de trabajadores agrícolas hispanos de tan sólo cuatro años. Otros estudios revisados por pares han relacionado al herbicida con problemas de desarrollo neurológico, enfermedades renales, microbiomas bacterianos debilitados y nacimientos prematuros.
Estos documentos que vinculan al uso intensivo de glifosato con el linfoma no Hodgkin ha sido suficiente para convencer a docenas de jueces y jurados en Estados Unidos y Canadá de otorgar miles de millones de dólares a los 100 mil demandantes.
En una decisión que muchos ejecutivos y accionistas lamentan, la compañía asumió este legado legal, cuando pagó 63 mil millones de dólares en efectivo por Monsanto en 2018, una fusión que la prensa de la industria ha llamado el “peor acuerdo jamás realizado”.
Desde que asumió los activos y pasivos, las acciones se han desplomado en un 60 por ciento sin que se vislumbre el final de sus problemas legales. Los costos de sus pagos actuales y honorarios de abogados se estiman en más de 17 mil millones. Asimismo, hay más demandas colectivas por glifosato en camino, las cuales representan, al menos, a 40 mil personas.
Pero los accionistas no son las únicas víctimas. La ciencia presentada por los expertos también ha torpedeado la credibilidad de la agencia responsable de regular el glifosato.
En un caso de 2020, presentado por cuatro grupos de defensa de los trabajadores agrícolas, el Tribunal de Apelaciones del Noveno Circuito reprendió la ciencia de mala calidad y la lógica inestable detrás de la clasificación del glifosato por parte de la EPA como “no es probable que presente riesgo de cáncer”.
La orden judicial destacó cómo la agencia violó sus pautas de evaluación del riesgo de cáncer, al ignorar a los expertos de su personal y practicar un “razonamiento arbitrario e inconsistente”, pues descartó la evidencia que vincula el glifosato con cánceres de sangre en humanos y tumores en animales de laboratorio.
En un correo electrónico a The Nation, la agencia desestimó la evaluación del Noveno Circuito de su incumplimiento de la ciencia. “La conclusión de la EPA de que no es probable que el glifosato sea cancerígeno para los humanos es consistente con las [directrices] y se basa en una evaluación integral e independiente del peso de la evidencia”, dijo un portavoz.
Igualmente, señaló que la agencia “tiene la intención de revisar su investigación sobre el cáncer. Evaluación para explicar mejor el potencial cancerígeno del glifosato y explicar mejor la evaluación del cáncer de la EPA”.
Cómo se llegó a esta evaluación en primer lugar no es un detalle menor en la disputa comercial entre Estados Unidos y México. El papel de la captura regulatoria es central en esta historia. Durante décadas, Washington ha dicho a México y a otros países que deberían confiar en las garantías de las agencias estadunidenses.
México aceptó. Sin embargo, esos días han terminado. La refutación declara que la información presentada por Estados Unidos y sus organismos reguladores carece de “rigor científico, está desactualizada o [tiene] conflictos de intereses”.
Con esas palabras, devolvió el balón a la cancha de Washington. Dos meses después, la Oficina del Representante Comercial de Estados Unidos respondió con su propia versión de los hechos.
Publicada en abril, enfrentó un listón más alto. Si bien México necesita justificar su precaución, se espera que Estados Unidos cite datos creíbles, los cuales demuestren que el maíz transgénico y el glifosato son seguros. Esto iba a ser difícil. Tales datos no podrían ser sustituidos por estudios a largo plazo sobre la salud animal, porque tampoco existen.
En lugar de esta investigación, Estados Unidos presentó cerca de 300 citas de estudios. En su mayoría, abordaban el non sequitur de si dar maíz transgénico a los animales afectaría la eficiencia y el rendimiento alimentario. No incluyeron estudios recientes que documenten signos de daño al tracto gastrointestinal y los sistemas inmunológicos.
La investigación citada en la presentación de Estados Unidos era anacrónica: completada en las décadas de 1990 y 2000, describía los impactos de variedades de maíz transgénico más antiguas que producían niveles más bajos de toxinas BT que en la actualidad.
En la extraña bibliografía estadunidense, hay artículos tontos como El Norman Borlaug que conocí. Éste elogia el carácter personal del padrino de la Revolución Verde y un ícono biotecnológico venerado dentro del establishment.
La torpeza general, dicen los observadores, socava la posición estadunidense. “La superficialidad y el sesgo de la refutación estadunidense son vergonzosos”, dijo Charles Benbrook, exdirector de Agricultura de la Academia Nacional de Ciencias, quien ha estado involucrado en los debates científicos sobre la seguridad de los cultivos transgénicos desde principios de la década de 1990.
“Combina referencias seleccionadas a artículos de científicos financiados por la industria, con rechazos juveniles y plagados de errores de artículos serios en destacadas revistas revisadas por pares. Se lee como un documento político, no científico”.
Por qué el gobierno de Estados Unidos se avergonzaría con un documento así no es un misterio en México. “La respuesta de Washington refleja la captura corporativa del sistema regulatorio estadunidense”, dijo Fernando Bejarano, director de la Red de Acción sobre Plaguicidas y sus Alternativas en México. “Es lo que sucede cuando tienes un poder corporativo no regulado”.
Las normas que rigen el desarrollo y la venta de alimentos transgénicos datan de principios de la década de 1990, cuando Monsanto se preparaba para llevar al mercado el primer gran cultivo transgénico: la soja Roundup Ready.
Bajo este lobby, la Administración de Alimentos y Medicamentos creó un proceso de consulta voluntaria para los cultivos transgénicos. Sólo requirió que los desarrolladores de tecnología proporcionaran a la FDA datos mínimos, los cuales mostraran que la composición nutricional de los cultivos transgénicos es “sustancialmente equivalente” a la versión no modificada y, por lo tanto, segura. Sin requerir investigaciones que puedan señalar daños potenciales, la FDA aceptó las afirmaciones de la industria.
Las empresas podrían llevar las nuevas semillas al mercado, mientras prometieran compartir cualquier información nueva, la cual pueda surgir una posible amenaza a la salud pública. Ninguna empresa ha entregado a la FDA una notificación de cambio de opinión científica.
Más de un cuarto de siglo después, todavía no se requieren estudios rigurosos en animales, ni ensayos en humanos como sí los hay para los nuevos productos farmacéuticos.
La Academia Nacional de Ciencias de Estados Unidos ha emitido repetidos llamamientos para que se vigilen los problemas de salud provocados por los alimentos modificados. Sin embargo, no han sido escuchados. En palabras de la propia FDA, el propósito del sistema es “facilitar el camino hacia el mercado”.
“El sistema regulatorio es una farsa, y Estados Unidos es un salvaje oeste para la biotecnología, donde nadie garantiza la seguridad de los productos genéticamente modificados o del glifosato””, dijo Bill Freese, director científico del Centro para la Seguridad Alimentaria, quien presentó un escrito en nombre de México. “Está diseñado para promover los OGM a nivel nacional e internacional, no para proteger la seguridad alimentaria o regular una nueva tecnología radical”.
Una ventana a la gestión continua de este sistema se abrió durante una demanda Roundup de 2017. Fue presentada contra Monsanto por cuatro grupos de defensa de los trabajadores agrícolas.
Como parte del proceso de descubrimiento, Amigos de la Tierra adquirió transcripciones de altos funcionarios de la EPA, los cuales se confabularon con ejecutivos de Monsanto, con el fin de desacreditar la clasificación del glifosato como “probablemente cancerígeno” por parte de la Agencia Internacional para la Investigación del Cáncer de la OMS. Y también, para neutralizar un estudio independiente que la Agencia Nacional Institutos de Salud que estaba planificando.
En una conversación de 2015, el subdirector de la EPA, Jess Rowland, se jacta ante un ejecutivo de la empresa: “Si puedo acabar con esto [el estudio sobre glifosato del NIH], debería recibir una medalla”.
La influencia de la industria en el Congreso ha mantenido la presión sobre la FDA, la EPA y el Departamento de Agricultura para que mantengan abierta la puerta regulatoria. De esta manera, garanticen la seguridad y los beneficios ambientales de los nuevos cultivos transgénicos, a pesar de la creciente evidencia de sus peligros.
Un intenso lobby, contribuciones a campañas y puertas giratorias han cimentado culturas institucionales, en las cuales las biotecnologías agrícolas se entienden como extensiones benévolas de la ayuda exterior y la política comercial de Estados Unidos, así como esenciales para el proyecto de “alimentar al mundo”.
En la versión más actual de la narrativa de la industria estadunidense, los cultivos modificados, junto con los herbicidas y fertilizantes químicos, son herramientas “climáticamente inteligentes” indispensables en la lucha del siglo XXI contra la inseguridad alimentaria en el mundo.
Es un discurso poderoso. Sin embargo, detrás de las palabras de moda, hay una estrategia de mensajería de la industria de la década de 1970, diseñada para aprovechar las ansiedades por la inflación y la escasez de alimentos. Con la versión actualizada difundiéndose, vale la pena revisar sus orígenes. ¿Cómo y por qué, surgieron los cultivos transgénicos y su consorte el glifosato?
En la década de 1970, Monsanto era una empresa en crisis. Su rentable racha de cinco años produciendo el Agente Naranja para el ejército estadunidense había terminado. Su negocio de venta de PCB, el cual causa cáncer, estaba encajando a medida que la ciencia se ponía al día con sus impactos devastadores.
Una oferta para producir botellas de Coca-Cola fracasó cuando la FDA se dio cuenta de que el plástico propuesto, Lopac, causaba tumores en ratones. Sin embargo, el golpe más grande lo asestó una nueva agencia federal llamada EPA.
Después de que sus científicos señalaran a los detergentes con fosfato como los culpables de la proliferación de algas que estaban arruinando los sistemas de agua en el país, Monsanto perdió su próspero negocio de producción para el detergente más popular, All.
La prohibición de los detergentes con fosfato dejó a Monsanto con una planta minera de roca a la mitad de su capacidad en Soda Springs, Idaho.
En lugar de reducir la producción, ordenó a sus científicos que inventaran otro compuesto de fósforo vendible; cuanto antes, mejor. En su historia definitiva de Monsanto, Seed Money, Bartow J Elmore describe cómo un científico de la empresa llamado John Franz desarrolló una sustancia química, a base de fosfato de amplio espectro, el cual mataba las malas hierbas, así como la mayoría de las plantas, arbustos y árboles cercanos.
Un ejecutivo llamado Randy Vranes elogió el herbicida como la “salida estratégica” de la empresa del negocio de los detergentes. Monsanto lo nombró glifosato y registró el primer producto formulado como Roundup.
La EPA aprobó el nuevo producto químico en gran medida sobre la base de dos docenas de estudios inválidos y fraudulentos realizados por Industrial Bio-Test, Inc. En 1983, este infame laboratorio fue declarado culpable de falsificar datos sobre 200 productos químicos, los cuales datan de principios de la década de 1970. Fue uno de los mayores escándalos científicos de la historia.
Los usos y las ventas de Roundup crecieron de manera constante. En la década de 1990, era el segundo herbicida más vendido de Monsanto. Sin embargo, quería más.
En un proyecto de investigación conocido como “Proyecto Manhattan”, a los científicos de la compañía se les encomendó la tarea de inventar un segundo huevo de oro: una línea de código genético que haría que los cultivos fueran resistentes a las fumigaciones excesivas de Roundup durante el año. Escribe Barstow:
“[Los agricultores] podían rociar Roundup, que todavía estaba bajo patente, sobre millones de acres de cultivos en hileras durante la temporada de crecimiento, matando las malezas durante la primavera y el verano sin dañar su cosecha. Se trataba de una oportunidad de mercado de proporciones asombrosas”.
El proyecto dio frutos en 1989. Los científicos de Monsanto aislaron un gen que podría hacer que las plantas fueran resistentes a los efectos del glifosato. En 1994, la empresa realizó pruebas de campo con soja Roundup Ready. El lanzamiento comercial completo se produjo en 1996, seguido del maíz unos años más tarde.
En los 30 años transcurridos desde la introducción de los cultivos transgénicos, esta danza de dos productos no ha disminuido. En Estados Unidos, Canadá y partes de América Latina, la cantidad de toxinas por hectárea de plantas transgénicas se ha duplicado cada década.
“Esta creciente dependencia de pesticidas y toxinas ha diversificado las rutas y niveles de exposición humana”, se lee en el informe de Amigos de la Tierra presentado al T-mec, “[lo que lleva] a impactos adversos nuevos y más graves [incluso cuando] el alcance y la idoneidad. El nivel de investigación científica y supervisión regulatoria ha disminuido a raíz de la persistente presión política por un ‘alivio regulatorio’”.
En esencia, la oposición de Estados Unidos al decreto mexicano no tiene nada que ver con el comercio. Los agricultores estadunidenses producen menos del 1 por ciento del maíz para consumo humano en México. Lo que desea es proteger del escrutinio el “paquete tecnológico” de cultivos BR y glifosato… Puede que sea demasiado tarde para eso.
El decreto mexicano no es el único incendio regional que el gobierno estadunidense y la industria biotecnológica están ansiosos por extinguir. El mes pasado, un tribunal de Filipinas revocó un permiso de seguridad para la producción de “arroz dorado” modificado y berenjena BT. Citó “amenazas potencialmente graves y graves para el bienestar de las personas y el medio ambiente”.
Es significativo que México y Filipinas sean dos de los ejemplos de la Revolución Verde del siglo pasado. Aunque son los beneficiarios de ese gran experimento de agricultura industrial dirigido por Estados Unidos, les falta entusiasmo por su secuela.
Durante los próximos meses, la disputa entre Estados Unidos y México mantendrá su lugar principal entre las luchas, las cuales determinan el futuro del sistema alimentario mundial.
El 1 de abril, el presidente López Obrador reconfirmó el compromiso de México con la prohibición del maíz transgénico. Asimismo, anunció planes para acelerar la introducción de seis biopesticidas para reemplazar el glifosato a escala. En un contexto de apoyo público generalizado a estas medidas, es poco probable que incluso un fallo firme contra México dé lugar a una revocación del decreto.
“Si México pierde, podría aceptar la penalización, pero mantener la política”, dijo Timothy A Wise, autor de Eating Tomorrowy asesor principal del Instituto de Política Agrícola y Comercial.
“[Andrés Manuel López Obrador] también ha indicado que buscaría audiencias en otras instancias internacionales. Lo que creo que es seguro decir es que México no tiene intención de permitir que el maíz transgénico se incluya en sus tortillas”.
Al momento de publicación, el Departamento de Agricultura de Estados Unidos y la Oficina del Representante Comercial no habían respondido a las preguntas relacionadas con la queja ante el T-mec o las acusaciones de que el gobierno estadunidense no ha estudiado ni monitoreado los impactos del BT en la salud humana.
Alexander Zaitchik/Food and Environment Reporting Network y The Nation*
*Este artículo fue producido y publicado originalmente en https://thefern.org/2024/05/the-u-s-mexico-tortilla-war/