Los cuatro niveles de análisis del conflicto israelí-palestino

Los cuatro niveles de análisis del conflicto israelí-palestino

A fin de que la CPI investigue la probable comisión de crímenes de su competencia, México y Chile remitieron la situación de Palestina
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En el conflicto actual entre Palestina e Israel, así como la guerra Rusia-Ucrania, los medios de comunicación venden la información que beneficia a los intereses de Estados Unidos y Europa. Si bien es necesario seguir la noticia, se debe conocer las causas y orígenes de los hechos

Caracas, Venezuela. Como todo evento que ocurre en el mundo comunicado e interconectado de hoy, el recrudecimiento del conflicto de Israel contra Palestina tiene repercusiones en todos los niveles. Así hay que entenderlo y así hay que estudiarlo.

En primer lugar, éste es –por supuesto– un conflicto local que enfrenta a un país ocupante contra otro que se ha visto obligado a reaccionar ante la usurpación de su territorio por vía de la fuerza. Este nivel de análisis aporta el mayor centrimetraje en los medios escritos y la mayor cantidad de tiempo en los audiovisuales.

Las grandes transnacionales de la comunicación sólo piensan en las noticias como mercancía y en esa medida, como negocio. Ajenos a cualquier escrúpulo, apuntan a generar opinión en favor de aquellos que son sus aliados, por lo generar vinculados al gran capital internacional. También en esa medida, se “informa” sin importar la verdad, sino a favor de los intereses imperiales. Al mismo tiempo, se oculta que fueron éstos los que generaron el conflicto. Eso ya lo sabemos. Así es en todo momento y en todo el planeta.

Nadie –con excepción de Estados Unidos, cuya economía es subsidiaria de la guerra y el conflicto, a través del complejo militar-industrial– puede ser favorable a ella. Sólo quien ha estado en la guerra sabe que en la misma se desatan los peores instintos del ser humano: la necesidad de sobrevivir conduce a la necesidad de matar. Eso es antinatural. El ser humano no es asesino por naturaleza.

Tampoco nadie está de acuerdo con el terrorismo, algunos lo rechazamos por convicción y por principios. Asimismo, nadie puede estar en contra de la autodefensa y el derecho a la vida. Éste es el más sagrado de todos. Sin él, todos los demás son insustanciales y no tienen sentido de existir.

De esta manera, en el conflicto actual en Palestina –como el de Ucrania– es trascendental saber cuándo y cómo comenzó. En Ucrania, la guerra no empezó en febrero de 2022, cuando Rusia inició su operación militar especial. Más bien, comenzó en febrero de 2014, cuando Occidente –en particular Estados Unidos– orquestó, organizó y financió un golpe de Estado para derrocar al gobierno constitucional. Así, se crearon las condiciones para la irrupción de organizaciones nazi fascistas que desataron el terrorismo contra las minorías que habitan ese país.

Igualmente, el conflicto en Palestina no comenzó cuando Hamás lanzó una andanada de varios miles de misiles contra el territorio ocupado por el Estado de Israel, sino en 1948 cuando inició la ocupación israelí y no se cumplieron los acuerdos de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), los cuales obligaban a crear dos Estados en ese territorio.

En uno y otro caso, después de violentar la situación preexistente en 2014 y 1948, todo pasó a ser posible en términos de devastación y muerte. La guerra –que es un fenómeno bárbaro– hizo su irrupción con toda su secuela de destrucción y salvajismo.

Nosotros, los venezolanos, lo sabemos muy bien. Desde el mismo nacimiento de nuestro país en 1811, conocimos la barbarie europea que violentó por tres siglos el territorio que los pueblos originarios llaman el Abya Yala. Muy temprano en la guerra, el libertador Simón Bolívar se vio obligado a emitir el Decreto de Guerra a Muerte en 1813.

Los “pacifistas” de ahora no dudarían en decir que Bolívar era un terrorista. Intentarían juzgarlo por violación a los derechos humanos, pero ese documento permitió crear el soporte legal para desarrollar la guerra de independencia. Misma que al final concluyó con la derrota de los también usurpadores y ocupantes europeos en 1824, tras la Batalla de Ayacucho.

Vale decir que la guerra de independencia en Venezuela alcanzó grados de terror, barbarie, crueldad y ferocidad que no tuvo parangón en ninguna otra región de América. Aquí se violentaron –de parte y parte– todos los principios que regulan el derecho humanitario.

Antes de Ayacucho, Bolívar y el general español Pablo Morillo –máximo jefe de las fuerzas expedicionarias monárquicas en Venezuela– se avinieron a negociar un tratado para regularizar la guerra. Ese acuerdo –suscrito en noviembre de 1820 en el poblado de Santa Ana, en el actual estado Trujillo– es el primer documento referido al derecho internacional humanitario de la guerra firmado en América Latina.

Comienza diciendo: “La guerra se hará como la hacen los pueblos civilizados”. Todo un contrasentido, sin embargo, señala la voluntad de las partes de resolver aspectos que se alejaban de la ejecutoria militar y que terminaban afectando a terceros, en algunos casos, ajenos al conflicto.

Establece parámetros estrictos relativos al tratamiento de la población civil, de los heridos, el respeto a los restos de los soldados muertos en combate y la forma de asistir a los combatientes enemigos capturados, entre otros.

De manera que si hay personas que saben guerrear y vencer, incluso de forma feroz si el enemigo nos lo impone; que saben negociar y respetar al contrincante, y que saben vivir y amar la paz porque conocemos la barbarie de la guerra somos los venezolanos. Tenemos una herencia que nos legó el libertador y somos fieles a ella.

Aquellos pacifistas modernos sin duda habrían juzgado al libertador. No habrían participado ni apoyado la guerra. Sufriríamos hoy la desgracia de ser españoles todavía. Nadie quiere la guerra. Sin embargo, hay que entender que el amor por la patria –el apego a la tierra donde nacimos o donde nos criamos– es más fuerte que el dolor que produce la confrontación bélica.

Nadie desea la muerte de civiles, pero si hacemos un paralelo entre la guerra de independencia de América, el conflicto palestino-israelí y la guerra en Ucrania vamos a encontrar un factor común: los intereses coloniales e imperiales de avasallamiento, dominio y control para expandir su riqueza, sin importar los intereses de los pueblos.

Para los colonialistas e imperialistas, no interesan los instrumentos que se usen, tampoco que sus intereses imperiales signifiquen el exterminio de millones de seres humanos.

Poco le importaban los centenares de millones de personas asesinadas a España. Poco le importó a las potencias entregar un territorio a los sionistas para que se instalaran en él por vía de la fuerza, mientras aniquilaban a millones de palestinos. Poco le importa a Estados Unidos y a la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) que jóvenes ucranianos pierdan sus vidas en una guerra que no pueden ganar y que sólo aporta beneficios a las empresas estadunidenses que han aumentado sus ganancias vendiendo armas, petróleo y gas.

No existe un terrorismo bueno y uno malo. Veamos lo que ha hecho Estados Unidos al crear organizaciones terroristas como Al Qaeda, ISIS y Boko Haram, entre otras, a las cuales apoya, arma y financia sólo porque sus acciones coinciden con sus intereses.

Es bueno seguir la noticia, pero como dije hace poco, es más importante conocer las causas y los orígenes de los hechos. Conocer eso, nos lleva a saber qué fines se ocultan tras ellos y qué intereses están en juego.

El derecho a la rebelión está consagrado en las Constituciones de la mayoría de los países del mundo. Es tan antiguo como la existencia de la opresión de unos sobre otros. Desde Platón y Santo Tomás de Aquino hasta la Declaración Universal de los Derechos del Hombre de 1948, este derecho ha sido aceptado a través de la Historia.

Entonces, se trata de reconocer la legitimidad de un pueblo que se rebela. El problema de los instrumentos con que lo hace es otra cosa.

No puede ser que el patrón establecido por Estados Unidos, que exterminó a sus pueblos originarios, que lanzó dos bombas atómicas en Hiroshima y Nagasaki, que estableció y apoyó a gobiernos sátrapas y asesinos de sus pueblos en todo el mundo, que permitió –aún teniendo conocimiento de antemano– que su pueblo fuera víctima de un horrible atentado terrorista el 11 de septiembre de 2001, que teniendo todos los recursos hizo nada para evitar que la pandemia matara a más de 1 millón de sus ciudadanos, sea el que establezca quién es terrorista y quién no.

Es muy difícil escribir manteniendo la ecuanimidad cuando se asiste a un genocidio que el mundo se limita a observar porque los organismos internacionales –la ONU en primer lugar, la cual fue creada para supuestamente garantizar la paz en el planeta– manifiestan total inoperancia.

Si había dudas acerca de ello, hoy se ha hecho público y evidente. Es imperativo que el mundo cambie. Debe surgir un nuevo sistema internacional justo, equitativo y democrático. Los hechos son testigos de que aquello que se ha autodenominado “Occidente colectivo” va a quedar fuera del mundo del futuro.

En este marco –y dando continuidad al examen–, ahora se abordará un espectro un poco más amplio. Expone otra arista del mismo: a saber las repercusiones subregionales y regionales de este suceso que ha movilizado al planeta entero y las influencias que ellas generan.

Antes, debo decir que no creo que –parafraseando a Saddam Hussein– sea ésta “la madre de todas las batallas”. Me parece que los hechos iniciados el pasado 7 de octubre son un “tanteo” para futuras operaciones de un nivel superior.

Dicho en otras palabras: todo lo que ha ocurrido desde ese día es parte de un combate para diseñar escenarios y hacer preparativos para la batalla final, la cual será aquella en la que una coalición de países árabes y musulmanes se propongan actuar unidos para derrotar a Israel, liberar a Palestina, recuperar Jerusalén oriental y las alturas del Golán.

Ese momento aún no ha llegado. Lo afirmó el canciller iraní Hosein Amir Abdolahian cuando dijo que “la resistencia decide sobre la hora cero para cualquier acción en caso de continuación de los crímenes de Israel contra Gaza”.

Desde mi punto de vista, aun no existen todas las condiciones para librar esa batalla, las mismas deben crearse en los cuatro niveles. De hecho, la operación “Diluvio de Al Aqsa” fue planificada, organizada y realizada en total secreto, al punto que no fue conocida ni siquiera por los aliados internos ni externos de Hamás.

Siendo que esta causa es de todos los palestinos –e incluso de todos los árabes y musulmanes–, la misma no ha sido –ni de lejos– una acción de todas las fuerzas palestinas, tampoco del eje de la resistencia. Éstas se han limitado a “felicitar” a Hamás, sin involucrarse en ella, sino hasta después de conocer el alcance de la misma.

Me da la impresión que en el nivel interno, las fuerzas palestinas no están unidas aun para enfrentar al enemigo común. Aunque en enero de 2022, cinco de ellas: Hamás, Al Fatah, el Frente Democrático de Liberación de Palestina (FDLP), el Frente Popular de Liberación de Palestina (FPLP) y la Yihad Islámica se reunieron en Argel. Buscaron dirimir sus diferencias y unir fuerzas, sin embargo, este proceso no ha concluido.

Unos meses más tarde, en octubre del año pasado –también en Argelia–, 14 organizaciones palestinas firmaron un acuerdo de reconciliación. Entre los puntos convenidos, estaba la celebración de elecciones este año, lo cual tampoco se ha concretado.

Por su parte, Israel ha apostado a la división de las fuerzas políticas palestinas. El trato hacia Cisjordania no ha sido el mismo que hacia Gaza. Sin ambages –y en declaraciones que hubieran hecho sonrojar al propio Hitler–, algunos líderes sionistas –como el primer ministro Netanyahu– han dicho que se debe implementar un “asedio total” a Gaza o que, al menos, sea “más pequeña cuando termine la guerra”, como afirmó el ministro Gideon Saar. Así, puede observarse que en el mundo de hoy, los genocidios son informados de antemano a la opinión pública y transmitidos en vivo y en directo por la morbosa mediática internacional.

En la otra trinchera, el Estado de Israel intenta transmitir unidad frente al “enemigo común”. De hecho, las fuerzas que llevan meses en la calle protestando contra el autoritarismo de Netanyahu han anunciado el cese de sus actividades. Esto ha sido aprovechado por el primer ministro sionista para llamar a la creación de un gobierno de unidad nacional.

Sin embargo, Yair Lapid –uno de los líderes de la oposición– se ha negado a formar parte. Adució que no puede estar en el mismo bando con la ultraderecha. Aunque sea difícil de entender, Netanyahu es considerado un político de la derecha moderada en Israel, quien se ha visto obligado a hacer acuerdos con partidos de la extrema derecha y del partido sionista religioso ultraconservador a fin de construir una alianza de gobierno.

En otro plano –el mediático–, el periódico Haaretz –cuarto en importancia– rompió con la unidad comunicacional y emitió editoriales con fuertes críticas a Netanyahu, a quien responsabiliza de los actuales acontecimientos.

A futuro, estarán por verse las repercusiones que tendrán al interior de Israel el fracaso de los servicios de inteligencia, el bochorno del ejército incapaz de contener a las milicias palestinas y el impacto de que miles de jóvenes han abandonado el país –muchos de los cuales se marcharon para evitar servir en la milicia–. La famosa unidad nacional ha quedado en entredicho dando la impresión de que costará restablecerla.

El 19 de octubre, en este mismo espacio escribí un artículo que titulé “Algo huele mal en Israel”. En él, se hacía referencia a las declaraciones del mayor general Uri Gordin –nuevo jefe del comando norte del ejército israelí–, quien un mes antes había alertado “en el sentido de que Hezbollah podría disparar hasta 4 mil misiles contra Israel en los primeros días de un potencial conflicto bélico que podría desatarse. Según el alto jefe militar, esto significa unas 10 veces más que los utilizados en la guerra de 2006, y aseguró que la organización libanesa podía ir incrementando la cifra a razón de 1 mil 500 a 2 mil diarios”.

Intentando matizar la información, Gordin afirmó que “el número de misiles de alta precisión de Hezbollah es relativamente pequeño, pero son suficientes para que instalaciones estratégicas civiles y militares, así como altos líderes del país, estén entre los blancos a atacar”. Agregó preocupación a su análisis, mientras opinó que “Israel no está preparado para interceptar tal cantidad de misiles por los que el número de víctimas podría ser muy alto. Señaló que las ciudades de Haifa y Tiberíades estarían entre los objetivos”.

He ahí la realidad. Israel no esperaba el golpe desde el sur, sino desde el norte. Aunque previó el potencial del impacto misilístico, aquello que hace un año era una hipótesis, hoy se hizo realidad con los resultados observados.

La conclusión es clara: Israel no tiene capacidad para enfrentar simultáneamente a las organizaciones palestinas, al Hezbollah libanés, al ejército sirio, a los más de 30 mil combatientes iraquíes de la resistencia que se pusieron en alerta de combate el 7 de octubre, a la gran capacidad coheteril de Yemen, al gigantesco potencial militar de Irán, los 2 millones de palestinos que viven en Jordania y el fervor patriótico de millones de árabes y palestinos en Asia Occidental y en el mundo.

Ni siquiera con el apoyo de Europa y de Estados Unidos, Israel podrá resistir una avalancha de esa magnitud. Esto es lo que Biden quiere evitar. Por eso viajó a Israel, después que durante la semana pasada su secretario de Estado, Anthony Blinken, viajará dos veces a Tel Aviv, con resultados infructuosos. Vale decir que Israel –al igual que Ucrania– basa su capacidad de combatir en el apoyo de Occidente, en particular el de Estados Unidos.

Lo dijo el contraalmirante Daniel Hagari –portavoz del ejército de Israel–: “Si Hezbollah se atreve a ponernos a prueba, la respuesta será mortal. Estados Unidos nos presta todo su apoyo”. Lo reiteró el presidente Joe Biden cuando anunciará que Washington apoyará a la entidad sionista “hoy, mañana y siempre”. Todo eso, un día después del ataque al hospital en Gaza que dejó centenares de muertos.

Ese apoyo también ha significado tres vetos estadunidenses a resoluciones del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas. Una de ellas fue propuesta por Brasil –de manera bastante tibia–. Convocaba a hacer “pausas humanitarias” en medio del genocidio de Gaza. Las otras dos –en forma de enmiendas– fueron propuestas por Rusia.

En la primera, se “condenaban los bombardeos indiscriminados”. Y la segunda instaba “a un alto al fuego inmediato, estable y plenamente respetado”. Una vez más, Estados Unidos favoreció el terrorismo y la ONU mostró su incapacidad para evitarlo.

El segundo y tercer nivel de análisis tienen que ver con el impacto subregional y regional que en este caso me parece decisivo. De su involucramiento o no en los hechos, va a depender una definición estratégica del conflicto.

Está visto que los palestinos por si solos no tienen capacidad para establecer una correlación de fuerza militar que rompa el equilibrio en su favor. Si algo ha potenciado la lucha del pueblo palestino, ha sido la fortaleza y la evolución de la capacidad combativa del eje de la resistencia liderado por Irán.

Por otra parte, el sostén irrestricto de Israel por Estados Unidos y Europa define con meridiana claridad que este hecho –sumado a la resistencia anticolonial que están manifestando los pueblos de África y los acontecimientos en Ucrania– permite afirmar sin ningún atisbo de duda que el “Occidente colectivo” configura hoy un bloque nazi-sionista, imperialista y colonialista. Hoy, éste es el enemigo de la Humanidad.

La construcción de correlaciones de fuerza para enfrentar los conflictos del presente y del futuro deberá ubicar a este bloque como el enemigo principal de los pueblos, el enemigo de la Humanidad.

En esta situación, el quiebre del equilibrio estratégico sólo se producirá a favor del pueblo palestino, si se consigue el involucramiento del eje de la resistencia en primera instancia. Y en un segundo plano, la presencia de todo el mundo árabe y musulmán. Esto aún no se ha logrado.

Al contrario, Estados Unidos había obtenido algunos éxitos en este sentido al impulsar un reconocimiento de Israel por parte de algunos países árabes tras la firma de los Acuerdos de Abraham en septiembre de 2020. Éstos fueron entre Tel Aviv y los Emiratos Árabes Unidos y Bahréin, al que luego se incorporaron Sudán y Marruecos.

Asimismo, las negociaciones entre Arabia Saudita e Israel para el establecimiento de relaciones se encontraban bastante avanzadas. La operación “Diluvio de Al Aqsa” paralizó estos convenios. Ahora se trata de saber si será de forma transitoria o definitiva.

Todo el desarrollo de esta ecuación influirá en el camino futuro del pueblo palestino. No obstante, debe tenerse en cuenta que la definición no estará ajena de los cambios trascedentes que se están produciendo en el escenario internacional. Por ello, habrá que analizarlos en su relación con Palestina.

Sergio Rodriguez Gelfenstein/Prensa Latina*

*Licenciado en Estudios Internacionales; maestro en Relaciones Internacionales y Globales, y doctor en Estudios Políticos

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