El río Pilcomayo, que atraviesa tres países, agoniza. En algunos puntos perdió abruptamente el 99 por ciento de su caudal. Miles de peces y otras especies murieron en sólo unos días. Trasnacionales con actividades metalúrgicas, ganaderas y de explotación forestal y piscícola desecan la región del Gran Chaco. Indígenas weenhayek se resisten a la muerte de su entorno y su cultura
Pascuala Mena Trigo/IPS/Voces de la Tierra
Villamontes, Bolivia. “Que no tenga que contar al Pilcomayo como un recuerdo”, dice una canción popular del Gran Chaco boliviano, donde la nación indígena weenhayek ve cómo ese río del que depende su subsistencia y su forma de vida se degrada por los errores del desarrollo.
“No te olvides que del río viene la vida para mi pueblo”, alertaba ya hace 10 años el cantautor Yalo Cuellar, en “Lagrimas del Pilcomayo”, un río que nace en los Andes de Bolivia, por donde recorre 836 kilómetros, para seguir luego por Paraguay y Argentina e integrarse a la gran cuenca del Plata. Pero nadie escuchó su denuncia.
El pueblo weenhayek, con más de 7 mil años y del que sobreviven unas 15 mil personas en 62 comunidades en la Región Autónoma del Gran Chaco, limítrofe con Argentina y Paraguay, ve disminuir día a día la pesca, pilar de su sustento, así como la flora y la fauna de la que también depende.
Detrás, dice Cuellar, está “un veneno que llega de lejos”, en forma de explotación hidrocarburífera y forestal, sobrepastoreo del ganado vacuno y caprino, sedimentación del lecho fluvial, sobrexplotación piscícola, contaminación, infraestructuras mal concebidas fuera de su frontera y dejadez de las autoridades nacionales ante todo ello.
Los weenhayek (pueblo o gente diferente, en su lengua) son expertos en la captura de sábalo, dorado, surubí, pacú y bagre, y en la época de pesca, las familias enteras dejan sus hogares y acampan a orillas del Pilcomayo, donde parte del pescado se vende a intermediarios para su venta en las ciudades y el resto es para el autoconsumo.
El niyaat qoo-taj (capitán grande) de los weenhayek, Moisés Sapiranda, plantea a Inter Press Service (IPS) la preocupación de su pueblo porque su principal fuente laboral, la pesca, “desde hace tres años se ve afectada por la falta de peces en el río”.
“Antes los peces llegaban en cantidad; había para escoger; ahora no hay nada para pescar”, explica el máximo líder weenhayek, elegido junto con el segundo gran capitán, Jacinto Ugarte, en una asamblea de la Organización de Capitanías Weenhayek de Tarija, el sureño departamento del que el Gran Chaco abarca un 46 por ciento.
“Pedimos a las autoridades que resuelvan nuestros problemas con voluntad”, dice Sapiranda durante de una de las jornadas en que IPS recorrió diferentes comunidades weenhayek y participó en actividades de pesca con sus familias.
“Desde abril nos alistábamos para la pesca, ya que con esos recursos podíamos cubrir los gastos del hogar, comprar ropa para nuestros hijos, mandarlos a la escuela y cubrir otras necesidades”, cuenta Ugarte, el segundo capitán grande.
“La pesca nunca fue para enriquecernos, lo pueden comprobar. Hasta la fecha no contamos con vivienda saludable; nuestras casas son precarias, expuestas a la inclemencia del tiempo”, detalla sobre las condiciones de vida weenhayek.
Fuera de la época de la pesca, este pueblo se dedica a actividades como la recolección de frutos silvestres, raíces y miel y la elaboración de artesanías de caraguata, una fibra vegetal abundante en su hábitat, en los municipios de Villamontes y Yacuiba.
El Gran Chaco, con un clima cálido que alcanza los 49 grados en el verano austral, es asiento también de los pueblos guaraní y tapiete, y su población se ha multiplicado hasta 180 mil personas, debido a la explotación de gas, cuyos mayores depósitos se encuentran en esa región de Bolivia.
No sólo hay menos peces. También han disminuido las plantas tradicionales, los animales silvestres y las especies melíferas (de la miel) por la contaminación y la descontrolada irrupción de actividades hidrocarburíferas, ganaderas y agrícolas, que han roto los ciclos naturales que por miles de años protegieron sus pueblos ancestrales.
En la degradación del Pilcomayo, 2010 representa un hito especial. El caudal del río cayó de 2 mil 500 a 90 metros cúbicos. “La imprevisión creó daños tan altos como irreversibles”, dice a IPS el especialista Jorge Cappato, director de la no gubernamental Fundación Proteger, que opera en toda la cuenca del Plata.
Otro gran daño para el caudal del Pilcomayo y para sus especies proviene del proyecto argentino-paraguayo Pantalón, para distribuirse en partes iguales sus aguas, que tras dejar Bolivia hacían de frontera natural entre los dos países.
Errores en el diseño de los canalizadores de desvíos y el abandono del mantenimiento alteraron profundamente el flujo del agua.
Todo ello impide la migración aguas arriba del sábalo, por ejemplo, y en varias ocasiones, como en 2010, desvió todo el caudal hacia Paraguay, secando el cauce argentino y provocando gran mortandad de peces, entre otros problemas.
Los weenhayek demandan gestiones diplomáticas contundentes ante los gobiernos de Asunción y Buenos Aires, para que se definan soluciones permanentes que recuperen la grandeza de su río. En ese punto, Sarapinda criticó al canciller David Choquehuanca, porque “no resuelve nuestros problemas” con el río.
Urge la canalización adecuada del afluente, así como la puesta en marcha de una Comisión Nacional del Río Pilcomayo, donde participen todas las autoridades que tienen que ver con sus problemas y adopten medidas para su rescate.
No se vislumbran políticas, planes y proyectos orientados a atender los problemas de ese río y del pueblo weenhayek, subrayan sus líderes, que denuncian que el discurso indigenista y de defensa de los recursos naturales del gobierno del aymara Evo Morales “sólo se queda en palabras”.
De hecho, la nación indígena weenhayek ha demandado al Estado boliviano la recuperación de su territorio, porque el Instituto Nacional de Recursos Agrarios reconoce en la teoría ese derecho, pero no hace nada para desalojar a los 138 ganaderos que se han asentado en la mayor parte de sus tierras ancestrales.
Eso pese a que desde 1993, durante el gobierno izquierdista de Jaime Paz Zamora se reconoció a los weenhayek su territorio indígena originario de 195 mil 639 hectáreas.
Tres años después ese pueblo derivado de etnias que miles de años atrás se asentaron en las riberas del Pilcomayo, procedentes de la Patagonia argentina, cambiaron de nombre y abandonaron el que le habían dado los predominantes quechuas siglos antes: matacos, que con el tiempo había adquirido un carácter despectivo.
En 1905, el gobierno boliviano estableció la secularización de las misiones de la Iglesia Católica, bajo cuya relativa protección se habían mantenido los weenhayek, y después la guerra del Chaco con Paraguay (1932-1935) marcó el fin de la forma de vida tradicional de su pueblo, por la invasión de su hábitat por miles de soldados que se quedaron allí.
Desde 1948, los weenhayek pertenecen mayoritariamente a la Misión Evangélica Sueca Asamblea de Dios, que opera en el Gran Chaco, algo que contribuye a hacerlos un “pueblo diferente”, como dice su nombre, entre todos los que configuran Bolivia, declarado como un Estado plurinacional en su Constitución de 2009.
Fuente: Contralínea 300 / Septiembre 2012