Vladímir Putin está de regreso y será nuevamente presidente de Rusia. Ése era el gran temor de Estados Unidos y otros países occidentales europeos implicados, en pleno siglo XXI, en una nueva forma de neocolonialismo. Rusia, China y otras naciones están trabajando para que se respete el derecho internacional, único instrumento que es la base entre los países para entablar negociaciones, superar y solucionar conflictos y evitar una nueva guerra mundial
Pepe Escobar/Red Voltaire
Olvidad el pasado (Sadam Husein, Osama Bin Laden, Muamar el-Gadafi) y el presente (Bachar al-Assad, Mahmud Ahmadineyad). Se puede apostar una botella de Chateau Petrus Pomerol (reserva 1989) (el problema es la espera de seis años para recibirla) por el futuro previsible; el máximo espíritu diabólico de Washington –y de sus socios delincuentes de la Organización del Tratado Atlántico Norte (OTAN) y de algunos medios de comunicación– no será otro que el presidente ruso Vladímir Putin, de regreso al futuro.
Y que no quepa la menor duda: a él le encantará. Ha vuelto exactamente adonde quiere estar: comandante en jefe de Rusia a cargo de las Fuerzas Armadas, la política exterior y todos los asuntos de seguridad nacional.
Las elites angloestadunidenses todavía se retuercen ante la mención de su legendario discurso de 2007, en Múnich, Alemania, cuando criticó al gobierno de George W Bush, por su agenda imperial obsesivamente unipolar “mediante un sistema que no tiene nada que ver con la democracia” y su continua violación de las “fronteras nacionales en casi todas partes”.
Por lo tanto Washington y sus acólitos ya están avisados. Antes de la elección del 11 de marzo de 2012, Putin incluso publicó su hoja de ruta. Lo esencial: no a la guerra en Siria ni en Irán; no a los “bombardeos humanitarios” ni a las “revoluciones de color”, todo integrado en un nuevo concepto: “instrumentos ilegales de poder blando”. Para él, el nuevo orden mundial diseñado por Washington no tiene futuro. Lo que vale es “el principio consagrado de la soberanía de los Estados”.
No es sorprendente. Cuando Putin considera Libia ve las consecuencias gráficas, regresivas, de la “liberación” por parte de la OTAN mediante “bombardeos humanitarios”: un país fragmentado, controlado por milicias vinculadas a Al Qaeda; la atrasada Cirenaica (región histórica situada en la costa Noreste de lo que hoy es Libia) separándose de la más desarrollada Tripolitania (también una región histórica de Libia occidental, centrada en la ciudad costera de Trípoli); y un pariente del último rey llevado para gobernar el nuevo “emirato”, para delicia de esos demócratas modélicos de la Casa de Saud (dinastía de la familia real de Arabia Saudita).
Más elementos esenciales: no a las bases que rodean a Rusia; no a la defensa de misiles sin una admisión explícita y por escrito de que el sistema nunca tendrá a Rusia como objetivo; y una creciente cooperación con el grupo BRIC (para referirse conjuntamente a Brasil, Rusia, India y China) de las potencias emergentes.
En su mayor parte esto ya estaba implícito en la anterior hoja de ruta de Putin, Un nuevo proyecto de integración para Eurasia: el futuro en gestación. Fue el ippon (expresión empleada en campeonatos equivalente a un punto) de Putin –quien adora el judo– contra la OTAN, el Fondo Monetario Internacional y el neoliberalismo de la línea dura. Ve una alianza eurasiática como una “unión económica y monetaria moderna” que se extienda por toda Asia central.
Para él, Siria es un detalle importante (no sólo por la base naval rusa en el puerto mediterráneo de Tartus que a la OTAN le encantaría eliminar). Pero el meollo del asunto es la integración de Eurasia. Los atlantistas enloquecerán en masa cuando invierta todos sus esfuerzos en la coordinación de “una poderosa unión supranacional que puede convertirse en uno de los polos del mundo actual y un eficiente vínculo entre Europa y la dinámica región Asia-Pacífico”.
La hoja de ruta opuesta será la doctrina Pacífico del presidente de Estados Unidos, Barack Obama y Hillary Clinton, actual secretaria de Estado de ese país. ¿Hasta qué punto es apasionante el asunto?
Putin apuesta por el “Oleoductoistán”
Putin encabezó casi en solitario la resurrección de Rusia como mega-superpotencia energética (el petróleo y el gas representan dos tercios de las exportaciones de ese país, la mitad del presupuesto federal y un 20 por ciento del producto interno bruto). Por lo tanto hay que contar con que el “Oleoductoistán” siga siendo clave.
Y estará centrado sobre todo en el gas; aunque Rusia representa al menos un 30 por ciento de los suministros globales de éste, su producción de gas natural líquido (GNL) es menos de un 5 por ciento del mercado global. Ni siquiera es uno de los 10 productores principales.
Putin sabe que Rusia necesitaría mucha inversión extranjera en el Ártico –de Occidente y sobre todo de Asia– para mantener su producción de petróleo de más de 10 millones de barriles diarios. Y necesita llegar a un complejo y exhaustivo acuerdo de billones de dólares con China, centrado en los yacimientos de gas de Siberia Oriental; el ángulo petrolero ya se ha cubierto mediante el oleoducto Siberia Oriental-Océano Pacífico). Putin sabe que para China –en términos de asegurar la energía– este acuerdo es un contragolpe vital contra el tenebroso pivoteo de Washington hacia Asia.
Putin también hará todo lo posible por consolidar el oleoducto South Stream, que podría costar 22 mil millones de dólares (el acuerdo de los accionistas ya se ha firmado entre Rusia, Alemania, Francia e Italia; South Stream es gas ruso entregado bajo el Mar Negro a la parte Sur de la Unión Europea, a través de Bulgaria, Serbia, Hungría y Eslovaquia). Si éste tiene éxito, el oleoducto rival, Nabucco, estará en jaque mate; una importante victoria rusa contra la presión de Washington y los burócratas de Bruselas.
Todavía está todo en juego en la intersección crucial de la geopolítica dura y el Ductistán. Una vez más Putin enfrentará otra hoja de ruta de Washington, la no exactamente exitosa Nueva Ruta de la Seda.
Y luego la gran incógnita, la Organización de Cooperación de Shanghái (SCO, por su sigla en inglés). Putin querrá que Paquistán sea integrante pleno, tal como China está interesada en incorporar a Irán. Las repercusiones serían trascendentales, como si Rusia, China, Pakistán e Irán coordinaran no sólo su integración económica sino también su seguridad mutua dentro de una SCO fortalecida, cuyo lema es “no-alineamiento, no-confrontación y no-interferencia en los asuntos de otros países”.
Putin ve que con el control por parte de Rusia, Asia central e Irán de al menos el 50 por ciento de las reservas de gas del mundo, y con Irán y Pakistán como virtuales integrantes de la SCO, el nombre del juego se convierte en integración de Asia, si no de Eurasia. La Organización de Cooperación de Shanghái se desarrolla como una fuerza motriz económica y de seguridad mientras, paralelamente, el “Oleoductoistán” acelera la integración plena de la SCO como un contragolpe para la OTAN. Los propios protagonistas regionales decidirán qué tiene más sentido, esto o una Nueva Ruta de la Seda inventada en Washington.
Que no quepan dudas. Tras la interminable satanización de Putin y la infinidad de intentos de deslegitimar las elecciones presidenciales de Rusia, se encuentran algunos sectores muy encolerizados y poderosos de las elites de Washington y angloestadunidenses.
Saben que Putin será un negociador ultra duro en todos los frentes. Que Moscú aplicará una coordinación cada vez más estrecha con China: en la frustración de bases permanentes de la OTAN en Afganistán; en el apoyo a la autonomía estratégica de Pakistán; y en la oposición a la defensa de misiles; en garantizar que no se ataque a Irán.
Será el demonio predilecto porque no podría haber un oponente más formidable a los planes de Washington en el escenario mundial, se llamen Oriente Medio, Nueva Ruta de la Seda, Dominación de Espectro Completo o Siglo Pacífico de Estados Unidos. Señoras y señores, preparémonos para el estruendo.