Daniel Iriarte, documentalista y periodista freelance radicado en Estambul, ha recogido testimonios y abundante material gráfico sobre las más recientes revueltas del Norte de África. No tiene duda: lo que ocurre en Libia fue popular en su origen, pero secuestrado y usado por Estados Unidos y Occidente para imponer un gobierno a modo. Los excesos y lujos de Gadafi, el detonante en una sociedad con un nivel educativo superior al de la región
José Daniel Fierro / Red Voltaire
La revolución de Egipto casi agoniza ahogada por un ejército que se camufló de “insurgente”, pero que ahora muestra verdadera cara: la de continuador del régimen de Mubarak. Pero en Libia, la situación es aún peor. La revuelta auténtica y espontánea ha sido secuestrada por Estados Unidos y sus aliados para imponer un gobierno que procure sus intereses. La intervención de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), para asegurarse el petróleo de Libia y un bastión en la región. Daniel Iriarte lo documenta desde las calles convulsas.
José Daniel Fierro (JDF): Durante las últimas semanas, has estado trabajando en el Norte de África. ¿Qué diferencias ves entre las revoluciones tunecina y egipcia y la que está teniendo lugar en Libia?
Daniel Iriarte (DI): En el caso tunecino y egipcio, la mayoría de la gente salió a la calle porque, para ellos, el gobierno, en esencia, significaba que un policía los podía parar, en cualquier momento, y quedarse con su salario de ese día, e incluso arrestarlos y torturarlos sin ningún motivo. De hecho, en Egipto la revolución ha perdido casi todo su impulso desde que el ejército se hizo con el poder, a pesar del papel claramente contrarrevolucionario que éste está jugando. La mayoría de los egipcios de a pie cree que, caído el presidente Mubarak y disuelto el Amn Dawla (la seguridad estatal, el organismo encargado de la represión de la disidencia interna), y llamados al orden los policías, el problema está resuelto. Con el ejército no se meten, porque esta institución es percibida como honesta y neutral. Pero es simplemente porque, mientras el egipcio corriente veía claramente la corrupción y la brutalidad de la policía y el Amn Dawla, el ejército no necesita mancharse las manos con pequeñas corruptelas, puesto que tiene montada una estructura económica y corporativa muy poderosa, que incluye cientos de compañías, y, por supuesto, la ingente ayuda militar estadunidense.
En Libia es diferente, el nivel socioeconómico es mucho mayor. La frustración allí viene del hecho de que los altos cargos del régimen, especialmente la familia Gadafi, vive en un lujo escandaloso, mientras la mayoría de la gente pasa escaseces (aunque, desde luego, la carestía no es comparable a la del resto de África del Norte; podríamos asemejarla a la de una clase baja en España). También el nivel educativo es relativamente alto, lo que hace que los libios sean bastantes conscientes de las injusticias económicas y políticas del régimen.
JDF: ¿El levantamiento en Libia ha contado con ayuda extranjera o ha sido un levantamiento popular como en sus países vecinos?
DI: Creo que, en un primer momento, el levantamiento en Libia fue genuinamente nacional. Tú visitas Bengasi o Tobruk y te sorprende el odio y el resquemor acumulado contra los Gadafi. La región oriental, especialmente Bengasi, ha sido bastante castigada por el régimen en la última década, así que allí sólo fue necesario que el levantamiento cobrase fuerza –como el de ahora en Siria– para que la gente se lanzase a apoyarlo. Muchos libios confiaban en que Seif El Islam, el hijo de Gadafi llamado a heredar el gobierno, iba a cambiar las cosas llegado el momento, pero al cerrar filas detrás de su padre y hacer un llamamiento a la masacre de los alzados, hizo que muchísima gente se uniese a los rebeldes.
Pero eso fue al principio. Cuando estuve allí, a principios de marzo, se hablaba de instructores británicos entrenando a los rebeldes, aunque ningún periodista ha podido confirmar esa información. Y ahora ya ha quedado claro que el ejército egipcio está suministrando armas al gobierno rebelde, que, en último término, provienen de los estadunidenses.
JDF: ¿Qué puedes contar del Consejo Nacional Libio? ¿Existen movimientos de izquierda o algún tipo de organización que aglutine a los rebeldes?
DI: El Consejo Nacional Libio agrupa principalmente a antiguos miembros del régimen de Gadafi que se han pasado al otro bando. Por ejemplo, Mustafá Abdeljalil, que encabeza el Consejo, era el ministro de Justicia, y el general Abdul Fatah Yunis era ministro del Interior. Ambos dimitieron cuando Gadafi ordenó masacrar a los manifestantes. Y como ellos, numerosos mandos del ejército y elementos de la administración y la diplomacia.
En ese sentido, es difícil hablar de “izquierda” en el movimiento rebelde (mientras que sí hay unos sectores izquierdistas claros en las revoluciones egipcia y tunecina), puesto que el régimen ha liquidado sistemáticamente toda oposición durante las últimas cuatro décadas. Ni izquierda ni derecha, lo único que se toleraba en el país era la tercera teoría universal, una síntesis entre socialismo e islamismo desarrollada por Gadafi en el Libro verde. Los únicos opositores con algún tipo de bagaje ideológico están en el exilio –y, por tanto, sin fuerza real– o “enterrados bajo las arenas”, como dicen en Libia para hablar de los desaparecidos políticos.
El principal motor ideológico de los rebeldes es el nacionalismo. No obstante, el programa de los rebeldes es sencillo para aglutinar al mayor número de seguidores posible, pero tiene ciertos tintes progresistas: piden libertad, democracia, dignidad, elecciones libres, una Libia unida con Trípoli como capital, e igualdad para todos.
Ahora bien, también hay un componente islamista en cierto sector de la resistencia. Libia es un país bastante conservador, y capitalizar el descontento e instrumentalizar el islam es fácil. En la ciudad de Derna, en el Este, entre Tobruk y Bengasi, se está creando algo que huele a emirato salafista, y que no conviene perder de vista. No hay duda de que muchos de los que ahora combaten a Gadafi son islamistas radicales.
JDF: ¿Cuáles son las demandas de los rebeldes; están a favor de la intervención extranjera?
DI: El Este de Libia está plagado de carteles en los que se lee “No a la intervención extranjera. El pueblo libio puede hacerlo solo”. Pero si en un primer momento parecía que iban a liquidar a Gadafi en dos tardes, finalmente la superioridad militar de éste y su rápido avance hacia el Este han hecho a muchos reconsiderar sus posturas. En principio, apoyaron la zona de exclusión aérea y los bombardeos contra las tropas de Gadafi. Ahora bien, cuando estuve allí, por todas partes te decían: “No vamos a dejar que soldados extranjeros pongan un pie en Libia”. La mayoría de los comandantes rebeldes fueron soldados de Gadafi que se pasaron al otro bando, y cuyas credenciales nacionalistas son impecables. Una intervención terrestre sería un desastre, puesto que muchos rebeldes o bien se pasarían a las tropas de Gadafi o comenzarían a combatir a los soldados occidentales por su cuenta.
JDF: ¿Crees que Occidente ha puesto en marcha esta intervención militar para salvar la vida de los civiles libios?
DI: Nadie se cree que el interés para intervenir sea humanitario: sólo hay que ver a los gobiernos de Baréin, Yemen o Siria masacrando a su propia población civil para que quede claro el doble rasero. El interés es el petróleo; pero, el objetivo no es tanto apropiarse de él –al fin y al cabo, el suministro a precios de ganga ya estaba asegurado con Gadafi– como impedir que se interrumpa el flujo.
Algunas de las principales refinerías que suministran crudo a Europa están en Bengasi y Tobruk, en manos rebeldes, que hasta ahora se han cuidado mucho de que se mantenga el suministro. Las cancillerías europeas se dieron cuenta de que si Gadafi aplastaba a los rebeldes, el flujo peligraba, aunque sólo fuese porque aquéllos que administran las refinerías iban a huir. Además, después de que los gobiernos europeos, especialmente el francés, cruzaran la línea al enfrentarse abiertamente a Gadafi, éste iba a estar en una posición muy ventajosa si reconquistaba el Este del país y se hacía con el control de la totalidad del petróleo libio. Por eso se intervino en aquel momento, para impedir que cayese Bengasi.
En ese sentido, Europa tiene muchos más intereses que Estados Unidos, que tiene mucho menos que perder –y que ganar– en todo este asunto, y eso explica las vacilaciones iniciales de la administración de Obama.
JDF: ¿Oponerse a la intervención es dar la razón a Gadafi? ¿Qué queda de ese líder independiente y antimperialista?
DI: Una cosa es estar en contra de la intervención occidental y otra apoyar a un dictador criminal como Gadafi.
El problema es que Gadafi ha sabido vender durante décadas su etiqueta de “líder independiente y antimperialista”, pero sus propias acciones demuestran que esto es falso. Tras unos primeros pasos progresistas –la nacionalización del petróleo y el desmantelamiento de las bases británicas, por ejemplo–, el resto de su trayectoria ha sido poco afortunada. Por ejemplo, su intervencionismo en África –como su intento de anexión de la Franja de Auzu, en el Chad, o el envío de paracaidistas para defender al dictador ugandés Idi Amín Dadá– sólo puede ser calificado de “imperialista”, por muy “líder africanista” que él mismo se defina.
Gadafi tuvo la suerte de que la administración de Reagan lo eligiera como “malo” oficial, lo que lo absolvió a ojos de gran parte de la izquierda mundial. Pero es algo difícil de sostener: he visitado las mazmorras subterráneas de Bengasi tres días después de que las abrieran, y encontraron a varios supervivientes, prisioneros políticos. Es un lugar espantoso: un agujero de 2 por 3 metros, con el agua hasta las rodillas, en la que se metía a una treintena de personas que ni siquiera podían sentarse; dormían apoyados los unos contra los otros. Y estas mazmorras están a 50 metros del palacio de Gadafi.
Sinceramente, defender un régimen así no me parece nada “progresista”. Puede alegarse el “desarrollo” del país, pero el gran drama es que, siendo Libia un país riquísimo, el loco de Gadafi ha gastado el dinero del petróleo a manos llenas en mansiones para los suyos y en financiar grupos armados y cruzadas “antimperialistas” por todo el mundo. El nivel de desarrollo no se corresponde para nada con la verdadera riqueza del país, y en ese sentido lo doloroso es que incluso las petromonarquías del Golfo han sabido repartir mejor las riquezas petrolíferas.
JDF: ¿Cómo crees que va a evolucionar la situación en Libia? ¿Qué influencia puede tener la intervención y la postura de Gadafi sobre el resto de países árabes que se encuentran inmersos en sus propias rebeliones?
DI: Insisto en que no me creo los motivos humanitarios. La intervención occidental no tiene por qué ser negativa… por ahora. De no haberse producido, los rebeldes habrían sido aplastados y habríamos tenido un gran desastre humanitario y una ola de represión genocida. Al lanzar una guerra total, no es que Gadafi hubiese dejado muchas opciones: o se le permitía aplastar a los rebeldes o se intervenía.
El problema es que esta intervención abre demasiadas incógnitas. En primer lugar, corre el peligro de estancar el conflicto y convertirlo en una larga y sangrienta guerra civil. En segundo lugar, aunque por ahora, por la información que tenemos, los ataques aéreos parecen estar siendo bastante selectivos, en realidad no sabemos cuánta población civil está muriendo por esta causa. Y en tercer lugar, no creo que la guerra pueda ganarse sólo con bombardeos aéreos, lo cual implicará que, tarde o temprano, o bien se deje la operación a medias o se lance una invasión terrestre, lo cual sería un gran desastre.
La paradoja es que, de no haberse producido la intervención, el resto de gobiernos autoritarios del mundo árabe hubieran entendido no sólo que cuentan con luz verde para aplastar salvajemente las protestas de sus propios pueblos, sino que es la única manera verdaderamente efectiva de acabar con las manifestaciones. Ben Alí y Mubarak no fueron lo suficientemente duros y cayeron, Gadafi optó por la mano dura y casi gana. Pero ahora quiero creer que los dictadores se lo pensarán dos veces, aunque sólo sea porque corren el riesgo de que muchos de sus compatriotas se echen a la calle a la espera de que vengan los occidentales a salvarlos.