La aspiración al desarrollo sostenible de la especie humana tiene raíces muy hondas en la cultura de nuestra América. A veces las encontramos en pequeños textos, como aquel que José Martí dedicara a la necesidad de contar con maestros ambulantes que educaran a los campesinos de un modo que les ayudara a convertir en conocimiento sus propias experiencias vitales.
En ellos señala cómo la visión que anima tales empeños se sustenta en “un cúmulo de verdades esenciales que caben en el ala de un colibrí y, sin embargo, constituyen la clave de la paz pública, la elevación espiritual y la grandeza patria” [1]. A dos de esas verdades nos referiremos aquí.
Una de ellas pone en evidencia que las diferencias entre los seres humanos son naturales, pero la desigualdad es una construcción social y la inequidad una forma de la desigualdad que abarca a grupos sociales completos. Esta última –precisa en una de sus definiciones– “representa una diferencia entre los grupos o clases que forman una sociedad. La desigualdad de oportunidades para acceder a bienes y servicios como vivienda, educación o salud” se revela “como una de las causas pero también como una de las consecuencias de esta situación.” [2].
En nuestra América, además, utilizamos el término inequidad no solo en un sentido técnico, sino también moral, como sinónimo de injusticia. Y es que, en efecto, la distribución de los frutos de la prosperidad solo es justa si se toman en cuenta las necesidades emanadas de las diferencias individuales y sociales entre los integrantes de la sociedad.
Hay muchos equivalentes de lo que vemos aquí. Las mujeres, los pueblos originarios, los pobres del mundo rural y el urbano, los discapacitados y los jóvenes –por mencionar algunos casos– son objeto, a menudo, de trato inequitativo en el acceso a oportunidades de empleo, a servicios públicos y a múltiples formas de vida social [3].
No faltará quien diga que esto es natural, que siempre ha sido así. No es cierto. Todas las sociedades que hemos conocido han incorporado la desigualdad como un mecanismo de organización y relacionamiento entre sí. Sin embargo, el cuestionamiento de la inequidad resultante de esa manera de organizar la vida social ha sido objeto de una crítica constante.
Podemos mencionar tres grandes casos de reacción contra la inequidad. El primero, y de alcance mayor y más duradero, fue el surgimiento y difusión del cristianismo, que ofreció por primera vez en la historia la esperanza en la salvación a todos los seres humanos, todos los grupos sociales y todas las naciones por igual.
En esta perspectiva, también, el cristianismo evangélico hizo de la explotación del hombre por el hombre un hecho pecaminoso, así como un principio fundamental la separación entre la religión y el Estado. En tal sentido, pudo afirmar Antonio Gramsci: el cristianismo “fue revolucionario en comparación con el paganismo porque fue un elemento de escisión completa entre los defensores del viejo y el nuevo mundo”, deviniendo un “elemento de separación completa en dos campos”, en cuanto fue “vértice inaccesible para los adversarios.” [4]
Sabemos que la pureza de esa premisa cultural se vio comprometida, y aun escamoteada, al inicio del proceso de imperialización de la Iglesia –del siglo IV en adelante–, y de su transacción con el liberalismo en 1891, a partir de la Encíclica Rerum Novarum, emitida por el Papa León XIII. En efecto, aquella premisa cultural, de alcance tan hondo como prolongado, tuvo su primera expresión política en la Gran Revolución de 1789 que reivindicó, como sus valores fundamentales, la libertad, la igualdad y la fraternidad. Aún no existían, sin embargo, las condiciones sociales para hacer de esos valores una práctica realmente universal.
Tales condiciones empezaron a nuclearse con la creación por 51 países, en 1945, de la Organización de las Naciones Unidas y el gran proceso de descolonización posterior a la Segunda Guerra Mundial, que amplió a 193 el número de los Estados soberanos durante las décadas de 1950 y 1960. Fue en ese proceso durante el cual la humanidad inició, por primera vez en su historia, la construcción de una agenda común para su propio desarrollo y la creación de las condiciones necesarias para llevarla a la práctica.
Así las cosas, podemos entender que, en una sociedad democrática, la equidad en el acceso a los frutos de una prosperidad sostenible se relacione de manera tan íntima con la tarea de poner al servicio de ese propósito los recursos culturales, científicos y políticos creados por la humanidad en esta etapa asombrosa de su historia.
El desarrollo al que aspiramos será el fruto mejor de la superación de los problemas y las dificultades generados por la inequidad en las relaciones de los seres humanos entre sí, y con su entorno natural. Por lo mismo, será sostenible por lo humano que sea ese proceso, o no lo será. En ello consistirá su carácter revolucionario. He ahí la otra verdad esencial en el ala del colibrí.
Notas
[1] 1 “Maestros ambulantes”. La América, Nueva York, mayo de 1884. Obras Completas. Editorial de Ciencias Sociales. La Habana, 1975: VIII, 288. http://librinsula.bnjm.cu/1-205/2006/enero/108/pasado/pasado135.htm
[2] https://www.significados.com/inequidad/
[3] Todo esto tiene expresión estadística, y hace parte además del sentido común. Así, una mujer joven, indígena y que vive en una zona rural probablemente será pobre, tendrá un bajo nivel de educación, no contará con acceso a servicios de salud de buena calidad, empezará a tener hijos a temprana edad y tendrá muy pocas oportunidades de contar con un empleo digno que le permita tomar el control de su propia vida.
[4] “Apuntes de filosofía I; Miscelánea / El canto décimo del Infierno”: Cuadernos de la Cárcel. Edición crítica del Instituto Gramsci. A cargo de Valentino Garratana.Ediciones ERA / Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, México, 1999: II, 4, 147 – 148.
Guillermo Castro H/Prensa Latina
*Ensayista, investigador y ambientalista panameño
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