A partir de la madrugada del 6 de julio sabíamos que el escenario catastrófico se había consumado: división profunda de las dirigencias de los partidos políticos con mayor preferencia electoral; alta abstención del 55.4 por ciento del total del padrón electoral; e intento de restauración del partido que dominó al país de modo autoritario durante casi todo el siglo XX. A ello habría que agregar el jaque mate al presidencialismo, dado nada menos que por el Partido Revolucionario Institucional (PRI) que había sido su complemento para la instauración del Estado, surgido a partir de la Revolución. Y todo esto nada menos que a casi un siglo de iniciada la lucha armada.
La situación producida nos lleva a una primera reflexión: México no ha podido aún salir del siglo XX, aun cuando ya es imposible retroceder el tiempo y las condiciones que dieron base al llamado Estado social autoritario o la dictadura perfecta, como la llamó Vargas Llosa, están lejos de ser el entorno que hoy vivimos.
Sorprende aún ver hoy día la distancia generacional que separa al voto clientelar que se niega a desaparecer gracias a la tercera edad y los núcleos marginales; de la despreocupación por lo político que se presenta en las generaciones jóvenes que se sienten ajenas a lo público y lo manifiestan mediante su abstención pasiva; de la generación adulta que una vez promovió la democracia y después fue impulsora necesaria del voto en blanco, como expresión activa del abstencionismo; lo que es sintomático de la ruptura generacional que hoy vivimos y que nos habla de que la formación de la conciencia democrática, cuya expresión más elevada es la ciudadanía, está aún lejos de formarse.
La segunda reflexión descansa en torno a la representatividad que tendrá la LXI Legislatura con un horizonte de participación tan pobre de la cual surgieron. En efecto, si hacemos un seguimiento de acuerdo con las circunscripciones electorales encontramos que en la primera el PRI gana en los estados de Chihuahua, Durango, Nayarit y Sinaloa; mientras que el Partido Acción Nacional (PAN) obtiene Baja California y Sonora, al tiempo que pierde Jalisco por una diferencia del 1 por ciento frente al PRI. Dejando al Partido de la Revolución Democrática Baja California Sur con resultados que distan mucho del optimismo. De esta manera, la competencia entre PRI y PAN fue de tan sólo 5.3 por ciento en todas estas entidades.
En la segunda circunscripción el PRI obtiene triunfos en Coahuila, Nuevo León, San Luis Potosí y Tamaulipas, mientras que el PAN gana en Aguascalientes, Guanajuato, y pierde Querétaro por medio punto. Al PRD le dejan Zacatecas, a pesar de la división que alcanza por parte de la coalición Convergencia-PT. En este espacio la diferencia entre PRI y PAN es de 3.54 por ciento.
En la tercera circunscripción el PRI resulta ser mayoritario en Oaxaca, Quintana Roo, Tabasco, Veracruz y Yucatán; gana también Campeche por una diferencia de 2.73 por ciento, y en el caso de Chiapas podríamos hablar de un triple empate por las cifras que aportan los resultados: PRI, 25.8 por ciento; PAN, 25.57 por ciento; y PRD, 25.05 por ciento, lo que da cuenta de las contradicciones que se mueven en la entidad.
La cuarta circunscripción nos habla que el PRI se impone en Guerrero, Morelos y Puebla, dejando Tlaxcala al PAN, y en cuanto al Distrito Federal, el PRD obtiene el 24.99 por ciento, mientras que el PAN avanza con el 20.19 por ciento, dejando al PRI como tercera fuerza. Sin embargo, hay que reconocer, como en los casos anteriores, que los porcentajes de diferencia mínima significan que algún partido obtenga más curules con menos votos, pues el PRI, con el 26.57 por ciento del total de la circunscripción, alcanza más con mínimo esfuerzo electoral.
En la quinta circunscripción el PRI muestra por única vez una clara ventaja de 37.68 por ciento, dejando muy atrás a sus otros oponentes, a excepción de Colima cuya diferencia entre PRI y PAN fue de medio punto, y en Michoacán se repitió el triple empate: PRD, 27.7 por ciento; PAN, 24.36 por ciento; y PRI, con 23.99 por ciento. En el Estado de México, el PRI obtiene la mayoría de votos, por el efecto Peña Nieto. En el PRD quedan pendientes los efectos de los hermanos incómodos de López Obrador, en Chiapas y Tlaxcala, y los del medio carnal de Godoy, en Michoacán.
La tercera reflexión es en torno a los resultados finales: ¿de qué victoria estamos hablando? De un PRI que se lleva 187 curules de mayoría relativa con tan sólo el 16.47 por ciento respecto del total del padrón electoral. Mientras que el PRD queda con el nivel más bajo de su historia, con el 5.43 por ciento. En tanto que el PAN, con el 12.49 por ciento, se lleva 71 posiciones de mayoría relativa. En cuanto a si queremos hablar de un “triunfador”, el único absoluto fue el abstencionismo pasivo, con el 55.4 por ciento, y si lo sumamos al activo obtendríamos la mayoría absoluta de 57.8 por ciento.
Finalmente, México ha tenido un retroceso hacia el pasado cuyo costo no es aún pronosticable. Atrás quedó el avance espectacular de la izquierda en 2006, donde hoy podemos ver que tuvo esos resultados como resultante de la división interna del PRI en torno a su dirigencia, lo que le dio ventaja para la elección presidencial, dejando en segunda minoría al Congreso a la Alianza por el Bien de Todos. La situación de no haber asimilado la diferencia mínima que los hubiera llevado a negociar con ventaja frente al PAN los llevó al suicidio colectivo que hoy padecen y que se verá en los próximos tres años cuando se diriman las gubernaturas donde la posición del PRD es del todo endeble. Al tiempo que la capacidad de convocatoria de López Obrador al parecer se reduce al bastión de Iztapalapa después de una lucha interna fratricida, lo que significa que no hay candidato de la izquierda mejor posicionado.
En cuanto al PAN, las consecuencias de su derrota están a la vista: el presidente ha perdido su primera minoría en la Cámara de Diputados y enfrenta la mayoría de la alianza PRI-PVEM, con 259/500. Lo que trae aparejado que la distribución presupuestal quede en manos del PRI-PVEM, y su capacidad de iniciativa se reduzca a mantener la débil alianza en el Senado con el PRI, lo que sin duda será aprovechado por los gobernadores que serán los señores feudales que se repartirán las zonas de influencia, y esto tendrá efectos diferenciales en la lucha contra el narcotráfico y en torno a cualquier medida o alianza en torno a las pospuestas reformas estructurales en un periodo de crisis internacional, al tiempo de que Calderón ha perdido el liderazgo de su partido al pretender imponer al adolescente César Nava.
En cuanto al PRI, su victoria pírrica se volverá contra ellos mismos –dudo mucho que haya con qué pagar la alianza con la familia González que se presume ecologista–. La simbiosis del PRIAN en el Senado obligará a mantener los pactos tarde o temprano. El debilitamiento del presidencialismo a favor de los gobernadores terminará siendo el mayor obstáculo para la imposible restauración del antiguo régimen; las diferencias entre las diferentes fracciones del PRI podrían conducir a la fractura: ¿cuál podrá ser la fracción priista que obtenga la nominación en 2012?: ¿Peña Nieto, Fidel Herrera, Beltrones, Beatriz Paredes o el caballo negro que surja de los próximos gobernadores? Dejando tras de sí la posibilidad de fractura que llevaría a la pulverización del modelo político mexicano, pues en este riesgo estarían todos los partidos.
En sí estamos hablando de un poder nacional debilitado, sin sus dos ejes fundamentales que definieron al viejo autoritarismo: presidencialismo y partido oficial. Atrás quedo el carro completo. La sociedad mexicana es una sociedad expectante sin ningún interés por las propuestas partidistas actuales que operan en el vacío de la falta de participación, lo que abre la puerta a los aventureros de la política de toda clase, como Fox o López Obrador, que operan para sí, pero no en función del país, ni escuchan, pero si pretenden dirigir a los que incondicionalmente siguen su “unanimidad”. Hay, por tanto, demasiado que aprender del pasado, pero hay que construir un futuro sin ataduras a lo que hasta ahora hemos vivido.
México sólo ha tenido dos periodos de democracia: el primero con Madero, que terminó en el caos, el cuartelazo y la lucha de facciones, y el segundo, a partir de 1997 cuando nos abrimos a la pluralidad, sin reconocer aún el pluralismo que representa la capacidad de unir las diferencias en aras de un proyecto nacional. Esperemos, aunque no queda mucho tiempo para decidir si nos mantenemos como nación o nos absorberá la globalidad o el feudalismo político. Por fortuna, aún no se ha dicho la última palabra.