Si ustedes creen haber comprendido,
de seguro se han equivocado.
J Lacan. El Seminario, Libro I
En 1998 el país iniciaba su retorno a la pluralidad que había estado ausente desde el periodo de Francisco I Madero. En aquel momento, el presidente Zedillo enfrentaba la situación del sector eléctrico del país y el planteamiento no podía ser más desolador.
La oferta estatal era muy inferior a la demanda y se reclamaban cambios y fuertes inversiones en el sector. En esas circunstancias se consideró la liquidación de la compañía mexicana de Luz y Fuerza del Centro (LFC) y del Sindicato Mexicano de Electricistas (SME). Y, a partir de ello, iniciar la reforma del sector energético. El operativo era simple: con apoyo de la policía capitalina y personal de la Comisión Federal de Electricidad (CFE) se sustituirían a los trabajadores y se iniciaría la reingeniería e integración de todo el sector eléctrico.
Varias fueron las razones para no poner en funcionamiento tal estrategia en ese momento: Zedillo estaba en el cuarto año de gobierno y las voces anticipatorias del fin sexenal estaban a la vista; la muerte de Fidel Velázquez en junio de 1997, previa a la hecatombe de la derrota del Partido Revolucionario Institucional en la Ciudad de México y en varios estados, hacían no aconsejable tal acción, pues el ascenso de Rodríguez Alcaine, líder del Sindicato Único de Trabajadores Electricistas de la República Mexicana (SUTERM), a la Secretaría General de la Confederación de Trabajadores de México (CTM), mostraba que no se podía entregar la joya de la corona del SME a esta gerontocracia, además de que Cuauhtémoc Cárdenas no ofrecía un franco apoyo a las acciones de Zedillo. A todo lo anterior se sumaba el desarrollo de energías alternas para producir electricidad mediante el uso de vientos, rayos solares y apertura de termoeléctricas, y el inicio de la experimentación en superconductores.
El fuerte endeudamiento del sector y el costo político que podría representar para el partido oficial en las elecciones de 2000 hicieron inviable la propuesta, y posibilitaron que las contradicciones entre la clase política permitieran continuar a las burocracias sindicales de todo signo.
Sin embargo, ¿cuáles fueron las constantes y las diferencias específicas en esta acción del Estado en 1998, con respecto de 2009? Daremos las siguientes: la mecánica para las empresas en proceso de liquidación como LFC se inicia con su rezago tecnológico de una manera lenta pero inexorable. Continúa con el exceso de personal burocrático frente al de trabajadores de líneas; al mismo tiempo, su personal queda rezagado de los nuevos avances del sector y las líneas de trasmisión van estallando literalmente, en particular en el centro histórico de la ciudad de México. Los trabajadores con mayor capacitación son llevados como personal de confianza a las áreas estratégicas, suplantando las funciones de base. La inversión se reduce al mínimo y la oferta del fluido es insuficiente para satisfacer la demanda. Frente a tal ineficiencia, la planta productiva se traslada a otros lugares de la república o invierte en los países emergentes. Al mismo tiempo, el personal queda ideologizado, no concientizado, pues lo único que hacen es repetir un discurso cuyo vacío de contenido en acciones los lleva a ignorar la catástrofe que se construía en derredor de ellos. Si a esto le sumamos el mal servicio, la pésima atención de los empleados a los usuarios y la corrupción de muchos de ellos, remataría en la división provocada por las irregularidades que terminaron imponiendo a Martín Esparza sobre la voluntad de los trabajadores, coyuntura que fue aprovechada por la Secretaría del Trabajo y Previsión Social para negar personalidad jurídica a la representación sindical, terminando en la ocupación sorpresiva de toda la empresa y su liquidación por decreto.
La estrategia del Estado ha sido la misma, con leves matices, que la de hace varias décadas, lo que explica las derrotas obreras del periodo de Alemán contra petroleros y ferrocarrileros, en lo que se conoce como la época del charrazo de Díaz de León; presente de igual modo contra telegrafistas, petroleros y maestros entre 1956 y 1957, y en el caso del movimiento ferrocarrilero de 1958 a 1959. Prosiguen con la derrota de la corriente democrática de Rafael Galván frente a Pérez Ríos y Rodríguez Alcaine en la formación del SUTERM por el ideólogo del echeverriato, Porfirio Muñoz Ledo, entre 1974 y 1977. Y ahí también quedó la insurgencia sindical del periodo que se tradujo en derrotas y trabajadores despedidos.
En 1989, el movimiento obrero oficial es castigado por su deslealtad con Salinas y se produce el descabezamiento de los dos sindicatos nacionales más numerosos del país: el sindicato petrolero, con Joaquín Hernández Galicia la Quina y su banda, y Carlos Jonguitud Barrios, en el Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación, con su corriente dominante llamada Vanguardia Revolucionaria, y así fueron relevados ambos por Fernando Gutiérrez Barrios, llevando a una nueva camarilla de líderes petroleros, y por Elba Esther Gordillo y su corte, que aún gozan de las prebendas de los regímenes, independientemente de su signo.
Lo que sorprende es que las derrotas sigan la misma dinámica de ascenso y caída mediante la movilización de masas que invariablemente conduce al desgaste y concluye en la represión; y donde los partidos que circunstancialmente se suman al movimiento terminan eligiendo de antemano. A fin de cuentas, la movilización sindical está ligada a los procesos de sucesión presidencial, de ahí que al involucrarse en estas dinámicas, las derrotas de las burocracias sindicales son cobradas también a los trabajadores.
Las derrotas obreras operan como el punto que aniquila las resistencias frente a los cambios radicales que después vienen y para lo cual no están preparados, que es la reestructuración de todo el sector. Pasemos revista: en 1987, bajo la presidencia de De la Madrid, electricistas del SME y telefonistas hicieron una huelga por reivindicaciones salariales que escondían preferencias electorales en los momentos previos a la sucesión. Y el entonces secretario de Programación y Presupuesto, Salinas de Gortari, les hizo una oferta económica que tenía una cláusula final: en caso de no aceptarse e irse a la huelga, las negociaciones comenzarían desde cero y no se daría un paquete equivalente al que se ofrecía. La huelga estalló. Las empresas fueron requisadas y entraron en operación los procesos automatizados que terminaron restaurando el servicio telefónico mediante lada y la interconexión dentro de las ciudades. En cuanto a la electricidad, ésta se suspendió en los barrios pobres, pero no afectó a los residenciales ni a las áreas de trabajo. Frente a tal situación, cuando ambos sindicatos dijeron que aceptaban lo que antes habían rechazado, se les impuso el tope salarial y no se agregó ningún elemento de compensación.
Las derrotas sindicales liquidan las viejas composiciones de trabajadores –y destruyen los pactos entre las burocracias sindicales con otros regímenes– por otras nuevas pero no menos corruptas y ambiciosas, que profundizan la separación base dirigente que conduce a su carácter espurio, lo que no ha sido obstáculo para modificar la estructura de la empresa y cambiar los perfiles del personal bajo las nuevas tecnologías, con lo cual se modifican la base misma de la materia de trabajo, las condiciones de contratación y, por tanto, de organización. A lo anterior hay que agregar que la llamada izquierda, desde hace siete décadas, se ha montado sobre los movimientos sociales, en lugar de crear organizaciones alternativas a las existentes.
Ferrocarriles, uno de los sectores que desde el porfiriato se constituyó en sector estratégico, concluyó en la privatización de Zedillo y en la disolución del sindicato ferrocarrilero. Los telefonistas de Hernández Juárez fueron los primeros en aceptar las cuantiosas compensaciones; hoy este sindicato ha quedado vacío de base y de discurso para condenar lo que él mismo propició en beneficio de Slim y de Salinas. La Confederación de Trabajadores de México continúa con su gerontocracia. Y aunque Gamboa Pascoe, que se mueve por instrumentos, declare la cruzada en defensa de las conquistas sindicales, el empleo y la planta productiva, saben que nadie los escucha, pues en las relaciones laborales la nueva clase obrera no está sujeta a sindicalización, sino a trabajos eventuales y a contratos individuales, que suplen a los de carácter colectivo.
Finalmente, la separación base dirigente propia del sindicalismo autoritario y vertical que hay en el mundo sabe que en un proceso abierto, las dirigencias serían las primeras rebasadas por una ola radical, por lo que no olvidan la definición del rol que les diera el sociólogo Charles Wright Mills cuando afirmaba que “un líder es un administrador del descontento”, lo que se complementa con la frase del zorro de Fidel Velásquez cuando se le preguntó ¿qué haría si los trabajadores rebasaran a sus líderes? A lo que sin inmutarse contestó: “Si los rebasan es que no eran líderes”. Y ello remite al punto de origen: los trabajadores, que en su derrota miran un horizonte sin esperanzas, lleno de traiciones, son conducidos al despido y a la no recuperación de su espacio laboral. Mientras, la burocracia sindical desplazada se queda con la enorme fortuna de las cuotas sindicales sobre las cuales no hay control ni transparencia y que hoy están esfumadas.
El proceso ya se ha iniciado y en estos momentos comienza una lucha asimétrica y por demás desigual: el SME con sus divisiones internas, sus alianzas partidarias y su patrimonio frente al Estado, para conseguir volver a la situación anterior, pero sin un proyecto alterno, sino de palabras, y bajo una línea de masas que pronto encontrará sus límites en la traición, el desgaste y las necesidades imperiosas de los trabajadores. El Estado, por su parte, tiene en su poder las líneas de transmisión, distribución y toda la empresa en su conjunto. En cuanto a instalaciones y bienes de la empresa, comenzará por un inventario riguroso de su patrimonio y activos que hayan quedado en poder de los trabajadores. Además, ha planteado la liquidación bajo una oferta condicionada en tiempo y con una vaga promesa de recontratación a los que acepten sus condiciones, pero bajo otras reglas y prestaciones. Mientras tanto, el sindicato plantea una controversia constitucional ante el Congreso de la Unión y la Suprema Corte de Justicia, lo que coloca al SME en una situación de largo plazo, donde aun una improbable respuesta favorable, pero tardía, ya no le serviría de nada.
La reestructuración de la empresa es, por parte del Estado, la más radical que se haya dado en la historia misma del movimiento obrero, pues implica la disolución de la empresa, del sindicato y del sistema de contratación colectiva, lo que supone una reingeniería técnica para asimilar la distribución del fluido eléctrico, que reclama de inversión en el sector, pues esta empresa tiene un rezago de décadas. Una profunda reducción administrativa donde podría utilizar del 20 por ciento al 25 por ciento del personal actual, bajo nuevas condiciones de trabajo y una dirigencia sindical que quedaría en manos del SUTERM, además de disponer para sí de una composición de personal de confianza en áreas estratégicas.
La última línea estaría en la revisión de la relación empresa y usuario, pues en estas condiciones, la pérdida de energía por robo de electricidad reclamaría la instalación de un nuevo cableado, revisión de medidores, liquidación de complicidades y negocios por parte de los antiguos empleados e incremento de tarifas para capitalizar la empresa.
Hay que reconocer que el PRIAN ya está en el poder y contenerlo no es un problema de resistencia, sino de estrategia, por lo que habrá que plantearse otra de acuerdo con las nuevas condiciones del siglo XXI, para dejar atrás el siglo pasado en el que sigue habitando y pensando una buena parte del mundo, pues aunque la historia no es lineal ni predictiva, sí nos demuestra que las derrotas obreras se han producido en medio de la profunda división y debilidad de una izquierda alimentada por un falso optimismo de tipo mesiánico que termina enfrentado con el Estado y cuyo costo posibilita la reestructuración del gran capital. Quizá no estemos ante el estallido social que habría que construirlo, porque no es espontáneo, sino frente a una derecha que avanzará hacia las reformas postergadas, y la más ansiada es la laboral.
*Catedrático de la UAM Iztapalapa experto en seguridad nacional y fuerzas armadas; doctor en sociología por la UNAM, y especialista en América Latina por la Universidad de Pittsburgh