“Dios creó la guerra para que los estadunidenses aprendieran geografía”, afirmaba sarcásticamente el afamado escritor de aquel país Mark Twain, buen conocedor de las múltiples y profundas lagunas culturales de sus compatriotas.
Barack Hussein Obama, presidente de Estados Unidos, apadrinó las primaveras árabes confiando en poder llevar la democracia a una región del mundo que se rige por unos parámetros muy distintos a los valores abrazados por los estadunidenses. Mil disculpas, estimado lector; las comparaciones son odiosas. Barack Obama no es Dios. Cabe suponer que al tratar de arreglar los destinos del mundo árabe-musulmán, cayó en la trampa tendida a sus compatriotas por el supino desconocimiento de una cultura diferente a la suya.
Al asumir su primer mandato, el cuadragésimo cuarto presidente de Estados Unidos tuvo que hacer frente al innegable deterioro de las relaciones entre Washington y las capitales árabes. Los atentados del 11 de septiembre de 2001, la intervención de Estados Unidos en Afganistán, la invasión de Irak, habían ensanchado la brecha entre las dos culturas: la musulmana y la cristiana. Buscar la paz, el acercamiento y la concordia parecían los objetivos prioritarios del nuevo inquilino de la Casa Blanca. Sin embargo…
Barack Obama se equivocó al tratar de recurrir a viejos remedios: la exportación de la democracia made in USA a una región que cuenta con tejidos sociales frágiles u obsoletos, los intentos de apoyar a movimientos políticos hostiles al poder establecido o de apostar por agrupaciones religiosas poco propensas a aceptar la modernización de las estructuras sociales. La ofensiva de Washington fracasó en Egipto, Libia y Siria. El miedo acabó apoderándose de los aliados estadunidenses: Jordania, Arabia Saudita, las monarquías del Golfo Pérsico. Con razón: los vientos de cambios que soplaban en tierras de Oriente ponían en tela de juicio la legitimidad de las hasta ahora incontestadas estructuras feudales.
La encarnizada guerra civil siria afectó directa o indirectamente la estabilidad política de otros estados de la zona: Líbano, Israel, Turquía. Obama estuvo a punto de bombardear Damasco, pero tropezó con el niet rotundo del Kremlin.
Pero el conflicto, que se había convertido en una especie de laboratorio para las múltiples agrupaciones guerrilleras creadas y financiadas por estadunidenses, saudíes, cataríes e… iraníes, se tornó en auténtica pesadilla tras la aparición del Estado Islámico de Irak y el Levante (EIIL). Los radicales islámicos lograron adueñarse de los yacimientos de petróleo de Siria y de Irak. El laboratorio acababa de engendrar su monstruo…
El incontrolable avance del Estado Islámico en Irak obligó a reconsiderar las alianzas estratégicas. La Casa Blanca no vio con malos ojos la intervención de los Guardianes de la Revolución iraníes en el frente iraquí. Aún así, Teherán seguía en la lista negra de Washington a raíz de su controvertido programa nuclear. Pero mientras el regateo nuclear continúa, la administración estadunidense prefiere hacer suya la máxima: los enemigos de mis enemigos son… ¿mis amigos?
La presencia de Irán en la zona no se limita, sin embargo, a la ofensiva contra el Estado Islámico. Teherán no ha disimulado su apoyo al presidente sirio, Bashar al Asad, ni su respaldo a Hezbolá, agrupación armada libanesa de corte político-religioso que se ha tornado en el enemigo público número uno de los estrategas de Tel Aviv. ¿Demasiado complicado? No, en absoluto; estamos en Oriente Medio.
Pero el panorama de alianzas contra naturaleza empieza a enmarañarse cuando una tribu chiíta de Yemen, los hutíes, declara la guerra al presidente sunita del país, Abd Rabbuh Mansur al-Hadi, un prooccidental protegido por la monarquía saudita. ¿Otro conflicto interno?
Yemen ha sido, desde siempre, el feudo de Al Qaeda en la Península Arábiga. El grupo terrorista cuenta con varios campos de entrenamiento estrechamente vigilados por los servicios de inteligencia estadunidenses y saudíes. Se supone que Washington está librando aquí batalla contra el radicalismo islámico. Eso es mucho suponer…
Cuando los hutíes pusieron en peligro la supervivencia del régimen sunita de Saná, las autoridades de Riad denunciaron la injerencia iraní en el país vecino. El gabinete del recién entronizado rey Salmán se decantó no sólo por una movilización general, sino también por la creación de una coalición militar árabe destinada a contrarrestar los designios bélicos de Teherán en la región. Dotada con 40 mil hombres, un centenar de blindados y 180 aviones de combate, la coalición pinta cara al nuevo enemigo: el Irán chiíta. Otro enfrentamiento en ciernes.
Como para recordarnos que el Premio Nobel de la Paz, Barack Obama, se ha vuelto a confundir…
Adrián Mac Liman*/Centro de Colaboraciones Solidarias
*Analista político internacional
Sección: Opinión
Contralínea 432 / del 12 al 18 de Abril 2015