El chantaje

El chantaje

El chantaje de Felipe Calderón, el señor de la guerra: más presupuesto para la batalla de su Armagedón, para su santa cruzada en contra de los otros señores de la guerra, los anticristos y falsos profetas, las “bestias” y los “locos asesinos” narcotraficantes, como él los calificó, o mayores impuestos en 2011 para financiarla. Ese axioma sintetiza uno de los rasgos de la estrechez fiscal que ha caracterizado al teocrático gobierno del panista y que definirá el resto de su mandato, cuyo dudoso éxito se tasa oficialmente y se medirá por las miles de balas disparadas por los aparatos represivos del Estado y por el espectacularmente creciente montón de cadáveres y de malhechores detenidos, el justo precio que, según Calderón, debe pagarse por tratar de recuperar la seguridad paradójicamente ascendente insegura, y no por la ampliación de la cada vez más deteriorada infraestructura productiva ni por la mayor cobertura y la mejor calidad de los servicios sociales que impulsarían el crecimiento económico, la oferta de empleos dignos decorosamente pagados, el desarrollo y el bienestar, que restarían el número de candidatos dispuestos a enrolarse en el ejército de las “bestias” y los “locos” al ofrecérseles mejores expectativas de vida, que hasta el momento se le han cercenado.

Ante la escasez de recursos, los individuos tienen que definir sus preferencias y actuar racionalmente frente a las diversas alternativas que se les ofrecen. ¿Cañones o mantequilla?, se preguntó el economista neoclásico Paul A Samuelson en el chocante pasaje más conocido y el menos relevante de su tedioso manual de economía. En su maniquea disyuntiva, tiene que elegirse entre más gasto en seguridad y defensa militar o más gasto civil, en salud, educación o vivienda, determinados por la época de guerra o de paz. Con ello, Samuelson, con desdichada fortuna, quiso poner de manifiesto la “frontera de posibilidades de producción” que existe en toda economía.

Calderón, cuyo régimen no se ha caracterizado por las luces de la razón, sino por sus estrafalarias ocurrencias y el estado de ánimo de su hígado, se inclinó por los cañones. Ante la estrechez de los ingresos estatales, provocada por los bajos gravámenes a renta de las empresas, en especial a las grandes, y los sectores de altos ingresos que, junto con las exenciones, deducciones, los regímenes especiales, la evasión y los subsidios, prácticamente no pagan impuestos, recurrirá a los instrumentos empleados hasta la náusea por los neoliberales para dotar de más recursos a los órganos responsables de la seguridad y evitar el déficit fiscal: quitárselos a los otros ramos; el gasto en la inversión productiva y en el bienestar social; imponer el impuesto al valor agregado a alimentos y medicinas; inventar otros impuestos al consumo, y mantener el alza de los precios de los bienes y servicios públicos.

Impuesto ilegales (extorsiones), la venta y el consumo de enervantes imponen los señores de las drogas a los habitantes de Chihuahua y probablemente de otras entidades como condición para su seguridad o la guerra, el secuestro, el atentado, el asesinato. Calderón se obstina en aplicar un tributo adicional legal a cambio de la seguridad, para financiar su desacreditada guerra.

El brutal asesinato a sangre fría de los 72 migrantes latinoamericanos en el estado de Tamaulipas, el aumento de los funcionarios públicos ultimados y de otras víctimas inocentes e indefensas, la mayoría de ellos cometidos por los narcotraficantes, los menos por las fuerzas públicas, y la impunemente escandalosa y creciente violación de los derechos constitucionales por estos últimos evidencian que la violencia se escala y manifiesta rasgos cada vez más bestiales.

Estamos frente a la barbarización de la guerra, del país. En la fase más destructiva, más bestial.

En la batalla del Armagedón calderonista, el Jesucristo, y su ejército de ángeles parecen derrotados por sus diabólicos adversarios en el inicio del nuevo milenio.

Aunque Calderón diga reiteradamente que “la guerra no se va perdiendo” pese a la “percepción general”; que la “victoria corresponde al gobierno”; “que la gran mayoría de los enfrentamientos entre las fuerzas federales y los criminales han sido ganados por las fuerzas federales” –que obstinadamente mantendrá su estrategia contra el crimen organizado, aunque reconoció que por sí misma no resolverá la inseguridad, además de advertirnos que los niveles de violencia aumentarán en el corto plazo, debido a la acumulación de agravios, revanchas y rencillas entre bandas criminales, como señaló en el diálogo de sordos por la seguridad que convocó–, dicha espiral sólo se detendrá por dos vías o por una combinación de ambas: el deterioro de los propios grupos criminales y que la acción del gobierno logre someter el campo de batalla de las bandas con una fuerza superior.

¿Qué tal si pierden ante las fuerzas del mal?

Por si las dudas, el estrambótico José F Blake –quien sostuvo que la violencia de la delincuencia organizada, su frialdad y su cinismo ante la autoridad “reflejan una enajenación preocupante respecto de sus comunidades, un desapego a la humanidad en sus acciones, pero también en ellos mismos”–, Margarita de Calderón y el ensotanado Carlos Aguiar invocaron un simpático artificio para tratar de conjurar los lúgubres presagios, que sólo se le puede ocurrir a un desgobierno impotente y confesional: la necesidad de frenar el deterioro moral de nuestra sociedad, flanqueada por las imágenes de la Virgen de Guadalupe y de Cristo en la cruz, junto con las banderas mexicana y vaticana.

En la guerra todo se vale. Desde la violación sistemática de la Constitución por parte de las iglesias, con la venia de los tres poderes de gobierno, hasta la violación recurrente de los derechos humanos. ¿A quién le importa? A Calderón no, pues dice “que ya [le] empieza a cansar la cantaleta de que el Ejército viola los derechos humanos”. Según él, “se respeta la dignidad de los criminales, y se les pone ante el juez y todo”. La denuncia de dichas violaciones denunciadas por la Comisión Nacional de los Derechos Humanos, que, con reticencia, fue parcialmente aceptada por la Secretaría de la Defensa Nacional en el caso del asesinato a sangre fría de los estudiantes del Tecnológico de Monterrey cometido por los militares, o el carnavalesco trato dado al narco Arturo Beltrán Leyva, en Morelos, testifican el valor de las palabras del hastiado Calderón.

Los guerreros enarbolan sus mitos religiosos y nunca se regalan flores en lugar de balas, salvo en la portuguesa revolución de los claveles.

¿Calderón espera que todo termine hasta que se enfrenten y mueran los dos últimos narcos o caigan rendidos de hinojos ante él? Hipotéticamente es posible, aunque nada lo garantiza. Ni siquiera el triunfo. ¿Cuánto tiempo durará la carnicería? Nadie lo sabe. Mientras tanto, privará la sangrienta ley del más fuerte, ya que ninguno de los enemigos percibe su derrota. El signo de los tiempos: el error frente al terror.

Por desgracia, para Calderón, en Corea del Norte, en Vietnam, en Colombia, en Irak o Afganistán, se ha demostrado que una guerra no se gana con las armas y el terror.

Será una duradera y encarnizada lucha a muerte porque, por un lado, se asesinan entre narcos o los mata el gobierno y, por otro, el sistema, los gobiernos neoliberales y los empresarios, con la dictadura del “mercado libre” –para las mayorías, y de bienestar para la elite gobernante y los hombres de presa– y el autoritarismo político, con su exclusión social, generan alegremente una cantidad inagotable de marginados y resentidos, millones de personas superfluas, suprimidas de los circuitos económicos de la “modernización” capitalista neoliberal porque ya no son rentables para explotarlas y convertirlas en deshecho humano, dispuestas a sumarse masivamente al ejército de la delincuencia, pocos al oficial, pese a que ofrece impunidad, como una forma desesperada de supervivencia.

Es una reafirmación de existencia de los perdedores ante una situación socioeconómica sin futuro. Una apuesta de éxito incierto, efímero, junto con la certeza de la cárcel y la muerte, ante la vida –si es que se puede llamar así– degradada que le ofrece el sistema que hasta hace poco le ofrecía una “m”: miseria. Ahora Calderón les regala otra “m”: muerte. La decantación de las cuatro “m” y las cuatro “e” –los jinetes del apocalipsis– del sermón, que con macabro humor negro les recetó el oligofrénico Heriberto Félix Guerra, titular de Desarrollo antisocial, a los jóvenes reunidos en la Conferencia Mundial de Juventud: “Mercado, mercado, mercado y más mercado” y “entusiasmo, entusiasmo, entusiasmo y más entusiasmo”. Ésa es la calidad de Calderón y su gabinete. Genéticamente, las bandas son paridas por el sistema. Ésa es la terrible verdad.

Como trabajadores, para ellos no hay empleos, o sólo miserables, al capricho de los hombres de presa y Javier Lozano: sin prestaciones ni seguridad laboral, con sindicatos empresariales, sobreexplotados, con el despedido arbitrario, legalmente están desamparados, miserablemente pagados. Como consumidores, el impune engaño y la desprotección ante los vendedores. Como viejos, la condena a la miseria, sin pensión ni servicios médicos. Sin educación, sin vivienda, sin servicios médicos, o de pésima calidad para él y sus familias, debido al “ahorro” presupuestal y su voraz reprivatización. Sobre la miseria a las que están condenados se erige el equilibrio fiscal, la riqueza y la acumulación de capital de la elite empresarial y política, lograda con la explotación de los trabajadores, el saqueo del Estado, la corrupción, la evasión de impuestos, el contrabando, el control del narco, prácticas pontificadas por la iglesia política que reparte resignación, mientras se enriquece con la elite –y el diezmo del narco–, viola la ley, protegen bajo sus faldas a su pandilla de pederastas y en equipo destruyen las conquistas sociales, en esfuerzo de la derecha religiosa por tratar de entronizar el Estado clerical. La mayoría de estos delincuentes morirá plácidamente, socialmente reconocido entre ellos.

Esa salvaje forma de vida impuesta a la vida cotidiana de las mayorías es peor que la violencia de los delincuentes y sus mutantes cada vez más jóvenes, los parias del sistema sin ideología ni principios que no buscan cambiarlo, sino sólo sobrevivir, aunque en su rencor aplasten sin piedad a sus pares. El sistema mata a largo plazo con su exclusión social, aunque Calderón les regala un pasaporte automático, con sus militares y paramilitares. La violencia del narco es sólo una faceta de la guerra civil y de clases del sistema, de las elites en contra de los pobres, las mujeres, el aborto, los homosexuales, los emigrantes. No procede de fuera, no es un virus importado. Es un cáncer endógeno en su fase de metástasis. Es la implosión económica y sociopolítica del sistema. Las elites son responsables de que el Estado haya perdido el monopolio de la violencia ante los otros señores de la guerra, que le disputan el control del territorio nacional, al desmantelar su estructura y someterla al castigo presupuestal, al envilecer el Poder Ejecutivo, Legislativo y Judicial, sus niveles federal, estatal y municipal. Por ello, fracasan al tratar de velar la seguridad pública. No porque les importen las mayorías, sino porque afectan el clima de sus negocios y los de sus socios externos. Ni siquiera pueden salvaguardar la suya. Se ven obligados a enclaustrarse atemorizados en sus pequeños archipiélagos de alta seguridad, sus paradójicos modernos campos de concentración, prisioneros en sus propias casas de seguridad, protegidos por sus ejércitos de mercenarios de guardias privados y públicos –por ello Lorenzo Zambrano, de Cemex, se da el lujo de calificar como “cobardes” a los estadunidenses que huyen como ratas–, rodeados de un anchuroso océano de pobreza y miseria; asechados y amenazados por sus víctimas que, resentidos, aspiran convertirse en sus victimarios. Unos pretenden ajustarles cuentas políticamente; otros, como simples delincuentes.

Es el cambio climático social provocado por el sistema que les llegó como una maldición bíblica.

CITAR FUENTE: Contralínea 199 / 12 de Septiembre de 2010