Denunciar el menosprecio político y social hacia el campesino o la sobreexplotación de los recursos primarios y sus terribles repercusiones ecológicas y de salud parece ya un lugar común y muy masticado. Sin embargo, la falta de atención a estos dos graves problemas, así como su peligrosa exponenciación actual, hacen necesario insistir en el tema como si fuera una novedad.
Hoy día el campesino, que no el campo, está abandonado y menospreciado tanto por la sociedad como por las políticas públicas. Suponiendo que los programas de asistencia social estén honesta y eficientemente manejados, ni son suficientes ni sus consecuencias son siempre positivas. Los recursos provenientes de programas de apoyo productivo o de mejoramiento de infraestructura (como es el caso de los pisos firmes) no son entregados o ejecutados por la Secretaría de Desarrollo Social directamente (y mucho menos por su titular, Heriberto Félix Guerra), sino tienen que ser solicitados por quien lo requiere. Y la solicitud no es sencilla, por lo que es necesaria la intermediación de los gobiernos municipales, organizaciones sociales o algún asesor privado para lograr el beneficio. Alcanzado este recurso (que suele no ser mucho) no siempre llega a manos de su destinatario final.
El abandono al campesino no queda ahí: socialmente nos hemos acostumbrado a menospreciar y pagar miserias por su trabajo y sus productos artesanales, regocijándonos después de lo barato de la adquisición. El jornal (la mano de obra por día) es de los salarios más bajos. En muchas zonas ronda por los 100 pesos o 3 mil pesos mensuales, suponiendo que tienen trabajo la semana completa y sin descanso, sin prestaciones ni seguro. El Seguro Popular es un avance, pero, como siempre, los más pobres viven más lejos de las clínicas y qué decir de los hospitales.
El menosprecio al campesino se traduce en la idea de que es una clase socialque debe desaparecer. Las políticas públicas de inclusión, como es el caso de las ciudades rurales (comentadas en otra columna), cuando mejor, tienen el único objetivo real de convertir la mano de obra campesina en mano de obra manufacturera, igualmente mal pagada pero insertada con más fuerza al consumismo urbano. Las campañas en supuesto pro del campesino por lo general no tienen como fin reconocer, respetar o reafirmar su cosmovisión única y diferente a la urbana-occidental; no están enfocadas en reconocer su diversidad cultural, sus conocimientos o el valor de su estilo de vida no basado en el consumo y la evaporación. Simplemente se cree que “salvarlos” depende sólo de la conversión del campesino en una variable más del mercado.
Éste está menospreciado, pero el campo no. El campo recibe toda la atención, está sobreexplotado, abusado, sobre todo ahí donde es rico en recursos naturales: madereros, biogenéticos, minerales. Cada vez más territorio nacional y mundial está concesionado a las enormes transnacionales (en México un 40 por ciento de las concesiones de explotación minera se han otorgado a empresas extranjeras, de las cuales el 70 por ciento son canadienses) y, como suele suceder en el país, muchas de estas concesiones exudan irregularidades y fueron realizadas a expensas de la opinión de quienes habitan a sus alrededores. El mejor ejemplo de esta oscuridad es el caso de la Minera San Xavier, en San Luis Potosí, que funciona a pesar de que se han ganado una y otra vez procesos legales en su contra, ya que, entre otras cosas, explotaba un área natural protegida. Y digo “explotaba” porque apenas la empresa de capital canadiense perdió un juicio al respecto: legisladores potosinos cambiaron el uso de suelo de la zona a favor de la explotación minera y en detrimento de su uso ecológico.
La visión política justifica las concesiones mineras porque asegura que es inyección de desarrollo y riqueza, pero ¿para quién? Ciertamente las comunidades de los alrededores son las últimas beneficiadas. Y sí, en ocasiones tratan de compensarlo con programas de asistencia en los pueblos aledaños a la mina –de computación, de empleo–, pero ¿a cambio de qué?, de la destrucción de la tierra y el ecosistema, de mano de obra barata, de enfermedades y de no recibir porcentaje alguno de las millonarias ganancias que el mineral de sus tierras representa. Además, la apropiación de las tierras comunales –por definición: que pertenece a la comunidad– por los grandes capitales y políticos inescrupulosos no se restringe al valor de sus recursos naturales, sino que cualquier plusvalía es aprovechable: la existencia de infraestructuras para eventos como lienzos charros o campos de futbol; o de recursos de valor turístico como bellezas naturales o ruinas; pueden ser pretexto para una apropiación irregular y para prohibir el paso a quienes antes ahí convivían como “Juan en su casa”.
Esta situación actual del campo y el campesinado fue el mensaje de denuncia que se repitió en uno y otro estado del Sur y centro de la república tras la marcha-caminata que campesinos, sobre todo provenientes de Chiapas, apenas a finales de marzo y principios de abril de 2012, realizaron por 20 días para llegar al Distrito Federal, compartiendo experiencias y denuncias con organizaciones de Oaxaca, Veracruz, Tabasco, Morelos, Puebla y de la Ciudad de México, entre otras.
No obstante, en nuestra realidad campesina, la denuncia más fuerte y preocupante es aquella derivada de la violencia. Por un lado debido a la situación de “guerra” y criminalidad en zonas de México y de la que el campo no es excepción, como en su caso denunciaron campesinos de Morelos, para quienes las noticias de asesinados son cosa de todos los días; y por el otro, por la violencia que se ejerce en contra de sus movimientos y organizaciones campesinas y sociales no alineadas desde las distintas instancias de gobierno. Ejemplo de este caso es el de los chiapanecos Francisco Jiménez Pablo y Eric Bautista Gómez, del Movimiento Campesino Regional Independiente-Coordinadora Nacional Plan de Ayala-Movimiento Nacional, detenido el primero de ellos a traición luego de ser invitado por las propias autoridades a una reunión de diálogo cuando este lideraba una marcha a favor de los afectados por el taponamiento del río Grijalva (caso comentado en columnas anteriores), y ambos encerrados en prisión a través de procesos interminables y plagados de irregularidades y abusos. Todos ellos evidentes para quien lea sus expedientes; tan es así que sus casos han recibido ya este año recomendaciones favorables por parte de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos.
*Integrante del Área de Difusión de la Liga Mexicana por la Defensa de los Derechos Humanos, AC