Antes de aceptar el grado de general de cinco estrellas, los presidentes mexicanos deberían tener al menos nociones sólidas de temas estratégicos, políticas de defensa, planeación y presupuestación militar, sistemas modernos de armamento, además de rodearse de asesores expertos en el tema militar. Lamentablemente no ha sido así, y las consecuencias de la ignorancia de un presidente en temas de defensa siempre han sido graves.
Sin esas nociones y sin cuerpos experimentados de asesores, los presidentes pueden tomar decisiones equivocadas de movilización militar sin cuidar aspectos básicos de logística, armamento, transportación y comunicación. Esas decisiones apresuradas, sin estrategia ni planificación, generalmente se expresan en pérdida de vidas.
Una de esas decisiones históricas por su costo en vidas humanas y su inutilidad probada para detener la violencia y reducir el tráfico de drogas fue la que tomó el expresidente Felipe Calderón, al enviar a las tropas a combatir grupos de la delincuencia organizada sin contar con un plan estratégico ni un respaldo presupuestal eficiente.
Sin asomos de ningún diseño profesional de la fuerza, los soldados fueron lanzados al combate contra un enemigo moderno y bien equipado. Las tropas llevaban armas y vehículos obsoletos, comprados 10 años atrás, adecuados para la contrainsurgencia en terrenos montañosos y selváticos pero no para el combate urbano contra células de la delincuencia organizada que se movilizaban en camionetas veloces, prestas para secuestrar vehículos y bloquear el avance de las tropas militares que se desplazaban en tanquetas ligeras y los pesados vehículos Hummer.
Las tropas involucradas tampoco estaban equipadas con tecnología de punta en comunicaciones y transportes militares y no contaban con la inteligencia táctica-operacional necesaria para minimizar el daño ocasionado por las confrontaciones armadas en calles pobladas de comercios, escuelas y transeúntes. Con ese tipo de movilización, el resultado fue perjudicial para las poblaciones y para las propias Fuerzas Armadas. Como ejemplo de ello bastaría el caso de los dos jóvenes estudiantes del Tecnológico de Monterrey que perecieron por el fuego cruzado en el campus universitario y luego fueron tomados como bajas de los narcotraficantes. Para “tapar” el error, los soldados colocaron armas cerca de sus cuerpos. Sin embargo, los efectos también fueron desastrosos para los propios militares. Decenas de jóvenes oficiales de inteligencia militar y varios generales fueron asesinados por el narcotráfico; otros quedaron atrapados en las ofertas de plata o plomo de los narcos.
Calderón no sólo arrastró al Ejército a este combate sin estrategia, sino que también sumergió a la Armada de México en la misma dinámica de controlar las zonas urbanas e involucrarse en la acción armada en cualquier encuentro fortuito con los narcotraficantes.
No está claro aún si los líderes militares de esa administración le advirtieron al presidente de los riesgos de esa decisión. Lo que sí es evidente es que siguieron las órdenes de un político que intentó usar su condición de general de cinco estrellas para obtener popularidad y legitimidad tras una elección manchada por la duda y acusaciones de fraude electoral. Para ganarse el apoyo del Ejército, lo primero que hizo fue aumentar los haberes militares. Con ese gesto quiso ganarse el apoyo de tropas, jefes y mandos militares, pero no fue así. Tomás Ángeles Dauahare, exsubsecretario en la Secretaría de la Defensa Nacional durante la administración de Calderón y general de división en situación de retiro, dijo públicamente que no existía ninguna estrategia gubernamental para combatir al narcotráfico.
Al final de su sexenio, el expresidente Calderón permitió que las autoridades de procuración de justicia detuvieran al líder castrense y lo acusaran de protección de narcotraficantes con base en el testimonio de un “testigo protegido” que ha pasado sus años en esa condición fabricando acusaciones. Esos procesos penales viciados desde el origen fueron aprovechados por Calderón para generar una imagen de incorruptibilidad y decisión inquebrantable en lo que él llamo la “guerra contra las drogas”. La liberación reciente del general Dauahare y la exoneración de todos los cargos en su contra demostró no sólo la práctica de fabricación de culpables en el sexenio pasado, sino también el divorcio entre el entonces presidente y los líderes castrenses.
Vista esa experiencia desde una perspectiva más amplia, Calderón tiene al menos un descargo: estaba atrapado en una inercia histórica de presidentes que no tienen cultura ni visión estratégica, ni hacen el esfuerzo por comprender a fondo la lógica, los dilemas y las necesidades de las Fuerzas Armadas que utilizan. A eso se agrega una cultura política que no se permite modificar los aspectos del funcionamiento militar ni tocar sus esferas de autonomía. Parte de esa inercia está originada por la negativa histórica de los partidos en el poder de promover la creación de un secretario de la Defensa y de Marina de origen civil.
Al no existir un secretario de la Defensa de origen civil, como ocurre en la mayoría de los países democráticos, los presidentes mexicanos carecen de intermediarios en su trato con los generales y almirantes y deben confiar en sus asesores para lidiar con los temas militares. Pero la labor de los asesores no siempre es suficiente. La debilidad presidencial en el manejo de esos temas quedó demostrada por la forma tan ligera en que los gobiernos anteriores han tomado el tema de la administración militar.
Los militares, por su parte, tampoco son proclives a la idea de un secretario civil de la Defensa. Aunque las relaciones horizontales de los militares han crecido en los últimos años, y a pesar de la obligación legal de trabajar con otras dependencias del gobierno federal en los grupos de coordinación, los generales y almirantes prefieren mantener sus relaciones verticales y acordar directamente con el presidente cuando se trata de tomar decisiones castrenses.
Esta dinámica lleva ya décadas. Para aligerar la carga y reducir el número de generales con los cuales tenía que interactuar, Miguel Alemán, el primer presidente de origen civil que tuvo México (aunque algunos historiadores militares anotan que hubieron presidentes efímeros de origen civil), cambió la distribución territorial del Ejército y creó las regiones militares que agrupaban cada una dos o tres zonas militares. En lugar de tener que interactuar con decenas de generales, Miguel Alemán prefirió acortar ese número a un puñado de generales de división. La decisión de Alemán tuvo resultados históricos, pues el Ejército sigue participando principalmente en misiones internas y está distribuido con fines de control territorial. Esa organización territorial sigue vigente: actualmente existen 12 regiones militares, cada una encabezada por un general de división, y 46 zonas militares encabezadas por generales de brigada.
México ha permanecido fuera de la tendencia en América Latina de crear a ministros civiles de Defensa, que son los encargados de encabezar la formulación de las políticas de defensa, administrar los recursos castrenses, encabezar las relaciones políticas de los militares y representar a las Fuerzas Armadas ante otras instancias del gobierno. En teoría, esos ministerios civiles de la defensa facilitan el control civil de los militares y permiten que los soldados se dediquen a cultivar la profesión y la disciplina militares.
La interlocución directa entre militares y presidentes que ignoran de temas castrenses, la inexistencia de una política de defensa en México y la escasez de asesores civiles especializados en temas de defensa, representan una situación problemática que puede orillar a cualquier presidente a tomar decisiones equivocadas en asuntos militares. No sólo se trata de un problema de falta de legitimidad política como ocurrió en los casos de Carlos Salinas de Gortari y de Felipe Calderón, sino también de una camisa de fuerza para los gobernantes civiles independientemente de su partido de procedencia.
Después de Miguel Alemán, ningún otro presidente mexicano ha reformado el marco jurídico de las Fuerzas Armadas para facilitar el control civil y permitir la formulación de una política de defensa con alcances de largo plazo, estratégicos y, por consiguiente, el diseño de Fuerzas Armadas eficientes para la defensa nacional. Aunque el presidente Enrique Peña Nieto tiene en su cartera el pendiente de la reforma militar, tampoco está claro si logrará transformar el marco jurídico, reordenar las políticas gubernamentales hacia las Fuerzas Armadas y crear un sistema de toma de decisiones basado en criterios de Estado, alejado de las aspiraciones de las fracciones o individuos en el poder. Ojalá lo haga, antes de que la inercia histórica lo atrape y comience a tomar decisiones e impartir órdenes en materia de política militar y naval.
*Especialista en Fuerzas Armadas y seguridad nacional; egresado del Centro Hemisférico de Estudios de la Defensa, de la Universidad de la Defensa Nacional en Washington, DC, Estados Unidos
Fuente: Contralínea 334 / mayo 2013