El debate científico que durante largos siglos se ha hecho sobre la objetividad de la ciencia alcanza las concepciones que se tienen acerca del tema de la evaluación, quizás porque este sea un tópico de relevancia en la sociedad contemporánea, pero también porque efectivamente los fines y usos que de ella se han hecho obligan a adoptar una posición ética y política frente a lo que está sucediendo en nuestro país.
Desde principios del siglo XX, la Escuela Crítica puso de manifiesto que la racionalidad instrumental es heredera de la visión positivista de la ciencia, la cual navega con bandera de imparcialidad ante un mundo que es consecuencia de la dinámica del capitalismo, hoy en franca crisis de viabilidad porque su mecanismo de “desarrollo” desigual se sustenta en el progreso material y económico, selectivo de muy pocos; su crecimiento se hace sobre la base de la explotación humana y el deterioro de la naturaleza.
Según esta perspectiva, se niega cualquier posibilidad de intervención subjetiva; es decir, de interpretación y comprensión de la realidad desde una visión histórica. El sujeto social que se educa y conoce, no puede ser protagonista de su propia realidad, está incapacitado para revertir, reorientar y transformar el devenir de la sociedad capitalista, que se presenta como la única opción posible.
Pretender que la ideología, la intención política y el sentido orientador de las acciones humanas sean parte de los procesos educativos, atentaría contra los principios de la objetividad científica. La lógica matemática es para la ciencia positivista la forma más sublime de representación del mundo: sólo aquello cuantificable es susceptible de alcanzar la cientificidad, lo válido y rescatable para considerarse conocimiento verdadero.
Al adentrarse al campo de la evaluación permea la misma idea, de tal modo que la medición sustituye incluso a la evaluación; para tal razonamiento se requiere un estándar comparable, un instrumento matemáticamente medible, que arroje números y no propuestas, estadísticas y no soluciones, panoramas y no acciones transformadoras.
La evaluación objetiva hace del instrumento evaluador su mayor carta para alcanzar la verdad casi absoluta, ella debe prescindir del sujeto, de sus intenciones y pasiones, porque contaminan y enturbian lo imparcial, lo vuelven subjetivo, entonces la evaluación positivista, convierte a los actores educativos en entes ajenos a su propio hacer pedagógico.
Los intereses, percepciones, vivencias, intenciones, opiniones y condiciones humanas de los actores educativos, son abruptamente soslayadas por la dictadura de la supuesta imparcialidad de los instrumentos de medición evaluativa a los que se les rinde culto, como si no fuesen creaciones humanas; se trata del imaginario instituyente que ha instalado la única verdad aceptada, la que viene de arriba, verticalmente impuesta por las instituciones que hasta han adoptado su carácter “autónomo” frente a las comunidades educativas y ese sólo adjetivo las purifica de cualquier humanidad corrompida.
De vez en cuando la sumisa academia desliza alguna crítica conservadora, al considerar la evaluación como un acto centrado en el currículo, como si el objetivo superior de la educación fuera aprender contenidos seleccionados a priori por un grupo hegemónico; se olvidan que se educa para la vida, para la democracia, la libertad o la justicia, para hacer de este mundo algo mejor para todos. Es ahí donde radica el carácter estratégico de lo educativo, cada paso en ese sendero constitutivo de un nuevo mundo es el que debe ser valorado, evaluado y visto en prospectiva.
La miopía de la evaluación se ha enclaustrado en las mentes herméticas de los funcionarios de la Secretaría de Educación Pública (SEP) y el Instituto Nacional para la Evaluación Educativa (INEE), por tal motivo les parece fundamental que la fuerza creativa y vital de los maestros se suicide para ser capaces de resolver exámenes o, bien, de seguir instrucciones digitalizadas que individualizan la burocratización, controlan y entorpecen el tiempo pedagógico que debe ser socializado con todos los sujetos partícipes de lo educativo.
La evaluación instrumental, de fines puramente pragmáticos y de control social se presenta como un proceso exógeno, que se hace desde fuera de los contextos y de los protagonistas de la educación: cuanto más alejada esté de ellos, será mejor, porque de otro modo empodera, informa, concientiza, organiza y moviliza a estos actores, que no son sólo maestros, también son alumnos y padres de familia; entonces debilitará los mecanismos de sujeción de los grupos hegemónicos.
Esta evaluación está diseñada para fortalecer la gobernanza de una oligarquía a través del miedo constante. La promesa de una educación de fuertes pilares, garante de la movilidad social e impartida por maestros arraigados en añejos imaginarios como el nacionalismo, ahora se fundamenta en la constante incertidumbre. Mientras menos solidez se condense sobre la figura docente, su estabilidad laboral y preparación profesional a través de los procesos evaluativos, mayor es el grado de manipulación que se ejerce sobre la educación y sus principales actores.
La evaluación para el control social la hacen los investigadores del poder, la avalan los hombres de bien, los que entienden que la cultura y la educación son parte de la gran industria del siglo XXI que debe ser privatizada; la aplican y califican técnicos que nada saben de pedagogía, ni de planeación curricular o didáctica y mucho menos conocen el entramado de relaciones que se tejen en la comunidad escolar y su contexto social; pero la padecen, ajenamente a su vida cotidiana, los educadores, los alumnos y los padres de familia, quienes miran danzar cifras y números, como simples espectadores detrás del teatro escolar.
La evaluación crítica no niega el contexto histórico social, por el contrario es parte fundamental para emprender tan compleja tarea educativa, tampoco deslinda al sujeto de la necesidad y su capacidad para pensarse así mismo en la formación de sí como ser humano y su proyecto de vida. La evaluación técnica, instrumental, estandarizada y cuantitativa, de ningún modo puede abstraerse del contexto histórico, la acción y los instrumentos para evaluar son una construcción social cuyos fines pretenden ser ocultados por un sector hegemónico que quiere legitimar su visión dominante, tornándola supuestamente objetiva.
La evaluación, así como el acto educativo y la construcción científica implican una definición frente a la realidad concreta, aun cuando se representen matemáticamente, los fines son construidos predeterminada y deliberadamente por ciertos sujetos que, para nuestro sistema de relaciones de dominación y explotación, no son más que la reproducción del propio orden, es decir, la conservación del estado de cosas.
Una evaluación crítica se pregunta desde los sujetos que somos, desde nuestra geografía y condición social, no puede ser externa, necesariamente es parte de la reflexión sobre lo que consciente y colectivamente se quiere alcanzar a través del acto educativo; la comunidad escolar se autoevalúa por medios horizontales y dialógicos, desde la crítica y la autocrítica. Es por supuesto investigación que propone, transforma y construye nuevas realidades y conocimientos.
La evaluación no puede ser individualista, selectiva, excluyente, clasificadora, punitiva y mucho menos competitiva. Es lectura analítica del pasado, comprensión de la realidad presente que deriva en la toma de conciencia sobre las prospectivas para la proyección utopística de un futuro emancipatorio.
Despedir, intimidar, estresar, denostar, exhibir y clasificar no es evaluar, pero sí son componentes, procesos y resultados de formas de control social, como las que caracterizan a la propuesta regresiva que la SEP se ha empeñado en presentar como evaluación, pero que sólo se ha exhibido como mecanismo de terror educativo.
Lev Moujahid Velázquez Barriga*
*Doctor en Pedagogía Crítica y Educación Popular, miembro de la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación en Michoacán
[BLOQUE: ANÁLISIS][SECCIÓN: EDUCATUVO]
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