El secretario general de la Organización de Estados Americanos, Luis Almagro, quedó fuera de balance -aunque casi siempre lo está- con la intempestiva solicitud del delegado de México en la OEA, Jorge Lomónaco, de que presente una aclaración sobre el estatus jurídico del venezolano Juan Guaidó.
Si un señor sin antecedentes políticos ni vida pública, sin lustre ni esencia, surge de la nada y de improviso se autotitula “presidente” interino de un país que no está en una guerra de posiciones ni dividido en cuartones y es gobernado por un mandatario en ejercicio, electo en las urnas en votación libre, resulta lógico que alguien indague su estatus jurídico.
Públicamente, al menos, lo único que se sabe es que Guaidó no existía en las redes ni en los periódicos, incluidos los de la oposición, hasta el 5 de enero de 2019, cuando por una rotación de partidos pasó a ser presidente de una Asamblea Nacional que ni se reúne ni legisla, porque es una entelequia por voluntad propia de una parte de sus integrantes y está declarada en desacato.
A los pocos días de saberse “líder” legislativo, se le vio organizando manifestaciones desfasadas contra el gobierno, reviviendo turbulencias de las guarimbas que en su última etapa en 2017 dejaron 43 muertos, incluidos algunos quemados vivos, y el 23 de enero, efemérides gloriosa nacional, se encaramó en una tarima y se proclamó “presidente” interino, ya con ocho fallecidos a sus espaldas.
La OEA actuó veloz -aunque no tanto como Donald Trump y su carnal Mike Pompeo querrían- y proclamó su apoyo al “nuevo presidente” y en eficiente magisterio convocó a una reunión urgente de la organización para pedir el reconocimiento al desconocido personaje, tal como había solicitado de forma abierta el Departamento de Estado norteamericano. Por supuesto se sabía de antemano quiénes lo secundarían, primero los 11 del Grupo de Lima con Jair Bolsonaro de Brasil a la cabeza y Lenín Moreno de Ecuador en la cola, y ese número fue suficiente para que Trump amenazara desde Washington con cualquier tipo de acción (se entiende que militar) contra el gobierno de Nicolás Maduro.
Todo, según el guion preestablecido, estaba consumado, incluidos espacios para la improvisación cuando Maduro, en enérgica reacción, acusó a Estados Unidos de organizar un golpe de Estado de nuevo tipo y rompió relaciones con el gobierno de Trump.
Fue un momento donde la impericia diplomática del secretario Pompeo fue subrayada por sus antecedentes trogloditas y, haciendo trizas el Derecho Internacional y todo lo que se ha construido durante años en favor de la independencia y soberanía de los pueblos, desconoció el mandato de Maduro y desafió su autoridad y la dignidad de la nación al rechazar su orden de retirar a los diplomáticos estadounidenses destacados en Venezuela.
En un acto intolerable y arrogante colocaba al desconocido Guaidó por encima del presidente constitucional y acusaba a Maduro del desorden que exprofeso habían organizado con grupos delincuenciales mientras el propio Trump, en persona, ni siquiera por encargo, designaba a aquel señor como “presidente encargado” de Venezuela, como la antigua monarquía española con los virreinatos.
Acción injerencista y agresiva de las tantas que han perpetrado gobiernos de Estados Unidos desde tiempos inmemoriales.
La razón de política interna que mueve a Trump a hacer esa barbaridad con Venezuela es un acto desesperado para tratar de salir de la trampa en la que él mismo se ha metido al crear su propia crisis política provocada por múltiples investigaciones por corrupción, colusión con intereses extranjeros y obstrucción de justicia que podría poner en duda su legitimidad.
Son estas razones, al margen de la permanente ambición geoestratégica de apoderarse de un país clave económica y geográficamente en Suramérica, en especial por el petróleo, el oro y otros minerales, las que en estos momentos marcan la intervención de la Casa Blanca y el Departamento de Estado en la crisis artificial reavivada en Venezuela mediante un apresurado plan desarrollado durante las últimas semanas con gobiernos aliados y la oposición interna coordinada por un viejo lobo hartamente conocido desde Vietnam y Nicaragua con el escándalo Irán-Contras, Elliot Abrams.
La comparsa mediática acompañó las voces de Trump y Pompeo, aunque sin hacer tanto énfasis en la OEA por su archiconocido desprestigio, y acuñaron frases indecorosas e insustentables en referencia a Maduro, como dictador, ilegítimo y otras más que a quien les vienen a medida exacta es al tal Guaidó.
Y he allí la lógica de la solicitud mexicana a Almagro para que le presente al mundo el estatus jurídico que debe derivarse de una designación de esa naturaleza, y su currículum político que debe ser muy infeliz.
Más preguntas deben surgir al respecto. ¿Por qué es ilegítima la presidencia de una persona que la ganó en las urnas? ¿Por qué es un usurpador si su presidencia salió de la voluntad popular que lo eligió entre seis candidatos de 16 partidos políticos y los tres que no participaron fue por voluntad propia?
¿Por qué ilegítimo y usurpador si puso a escrutinio público su puesto y lo retuvo por el 67.84 por ciento de los votos, sin fraudes, con el mismo sistema y máquinas con las que la oposición ganó en los comicios parlamentarios la Asamblea Nacional, en un proceso verificado por decenas de observadores internacionales y 14 comisiones electorales de ocho países? ¿Quién es el usurpador? ¿El presidente electo en sufragio universal o el desconocido designado por Trump “presidente encargado”?
Es claro que el gobierno de Donald Trump impulsa a un criminal y un injusto golpe de Estado, pues resulta evidente que de la única manera que pueden intentar instalar a un régimen fantoche en Venezuela es mediante la violencia, y va a ser algo muy costoso porque, además, constituye un reto a la dignidad de las fuerzas armadas bolivarianas que apoyan a Maduro, y una provocación demasiado peligrosa que el mundo no puede dejar pasar.
Unos pocos gobiernos satélites aliados a Estados Unidos no podrán irse por encima del resto del mundo que mantiene relaciones con Venezuela y su reconocimiento a Maduro.
La flagrante violación del Derecho Internacional, de la Carta de Naciones Unidas, de la Declaración Universal de los Derechos Humanos y de numerosos tratados generalmente aceptados que consagran la no intervención, ni la injerencia en los asuntos internos de otros estados, y preservan la paz por encima de cualquier consideración, no se puede permitir sobre todo en esta época de angustias y de tantas amenazas a la supervivencia misma del ser humano como especie.
Esa es la gran reflexión a la que incita la solicitud de México a la OEA, de que presente el estatus jurídico de un provocador que está jugando con el fuego de una manera irreverente, irrespetuosa y muy peligrosa, con el aliento de quienes se creen procónsules del universo.
Luis Manuel Arce*/Prensa Latina
*Corresponsal en México
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