El amor (y la familia) en los tiempos de la clandestinidad

El amor (y la familia) en los tiempos de la clandestinidad

Parte I: Jacobo Silva Nogales: de profesión guerrillero
Parte II: Tercera pinta: instrucciones para ingresar a la guerrilla
⇒ Parte III: El amor (y la familia) en los tiempos de la clandestinidad

El guerrillero que pasa a la clandestinidad deja una familia… Y comienza la construcción de otra: la familia revolucionaria

Tercera parte
 
La  vio en actitud de espera, quizá un poco inquieta. “Es una mujer guapa”, pensó. “Ojalá sí sea ella”.
 
—¿Sabe dónde compran monedas antiguas? –se había acercado con la mayor tranquilidad y despreocupación que pudiera fingir. Buscó que su voz sonara con claridad.
 
Ella se turbó. Abrió más los ojos y no supo qué responder. Él ya se retiraba, frustrado, cuando ella se repuso y le dijo la contraseña. Sonrieron nerviosos. Él le dijo: “yo soy el compañero que vino a verte”. Así se conocieron Jacobo Silva Nogales y Gloria Arenas Agís, quienes a la postre serían el Comandante Antonio y la Coronela Aurora, del Ejército Revolucionario del Pueblo Insurgente. La guerrilla los había presentado. Formaron una familia. Durante años no se revelaron sus nombres verdaderos. El protocolo de seguridad se cumplió a cabalidad.
 
—¿Tiene vida familiar un guerrillero?
 
—Me quedé sin familia al incorporarme a la guerrilla –responde Jacobo Silva Nogales–; todos los nexos con mis padres y mis hermanos los rompí. Fue una decisión difícil, pero no podía poner en riesgo ni al movimiento ni a mí ni a ellos. Fue una ruptura total de manera intempestiva para ellos. Sólo dejaron de saber de mí. No sabían en qué andaba. Pero al quedarme sin la familia biológica, surgió otra: la familia revolucionaria. Mis familiares eran ahora mis compañeros; tanto mis responsables [superiores] como a quienes yo organizaba eran mis hermanos. Claro, no quiero decir que una familia sustituye a la otra. Son diferentes.
 
—También construiste, junto con Gloria, una familia nuclear…
 
—Al principio tenía que platicar con Gloria, estudiar con ella, encargarle pequeñas tareas. Y la función de ella era darme cobertura. Decíamos que éramos hermanos. Ya ni me acuerdo qué nombres usé con ella. Poco a poco fue dándose el vínculo sentimental y decidimos formar una familia, aunque mucho tiempo estuve sin saber que ella se llamaba Gloria. Ni que esta pequeña se llamaba Leonor Araceli.
 
—…Y al principio yo le llamaba “tío” –interviene Leonor.
 
“Era un cambiadero de nombres…, que nadie sabía el nombre real de nadie”. Los tres, Jacobo, Gloria y Leonor Araceli, ríen abiertamente y se miran entre ellos. Agrega Jacobo: “Lo único que conocíamos era que nos queríamos mucho. Me bastaba saber que yo quería mucho a Gloria y a esta niña, y que ellas también me querían. Éramos una familia feliz, aunque no tradicional, porque teníamos, Gloria y yo, una misión revolucionaria, y había que sacar el trabajo”.
 
—Cómo se adaptaron para cumplir con la misión.
 
—Al principio yo era guerrillero organizador. Entonces en la casa solamente estaba 1 día o 2; cuando mucho, 1 semana. Salía y tardaba hasta un par de meses en regresar. La versión que Gloria tenía que dar a los vecinos y la gente en general era que yo trabajaba en México y por eso salía constantemente. Así que no estábamos juntos de manera tan frecuente. Pero establecimos los tres una relación familiar muy intensa. Gloria y yo sabíamos del riesgo: cada despedida podía ser la última; y cada llegada era de mucha alegría. Y luego ya me ausentaba por más tiempo, porque entramos en la fase del crecimiento de las columnas. Ya no era nada más andarle diciendo a la gente que se unieran, sino “ya, vámonos”. Y había que organizar las primeras subidas a la sierra y luego campamentos. Y luego ya le dábamos al Ejército y nos perseguía y lo emboscábamos. Las separaciones se fueron haciendo cada vez más grandes y de mayor peligro. Vernos nos causaba mucha alegría. Después de salir de una situación de mucho peligro, estar con las personas que más quieres era un sentimiento muy bonito.
 
 
 

 

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Fuente: Contralínea 330 / abril 2013