Sobrevivir a la emboscada

Sobrevivir a la emboscada

Un grupo de más de 20 hombres con armas largas se desgajó de uno de los cerros. Emboscó a la caravana de paz que se dirigía a San Juan Copala. Las balas de AK-47 o cuerno de chivo entraron por decenas en cada automóvil. Mataron a dos personas e hirieron a casi una decena. Dos periodistas de Contralínea se encontraban en el lugar para documentar la conflictiva situación de la región triqui. Los reporteros se convirtieron en víctimas y en presa de la organización paramilitar que mantiene cercado al municipio autónomo. Fueron casi tres días de huir por la montaña y sobrevivir hasta el rescate

 

 

La Sabana, Oaxaca. “¡No me quiero morir!”, grité con desesperación cuando la primera ráfaga de plomo traspasó el auto donde viajaba con mi compañero fotógrafo David Cilia.

Habíamos ingresado a la zona triqui dominada por la organización Unidad para el Bienestar Social de la Región Triqui (Ubisort). Un disparo al aire precedió al ataque.

 

Minutos antes, alrededor de las 14:30 horas, todo transcurría con normalidad en esta comunidad indígena: los niños, en la escuela; mujeres cargando víveres rumbo a sus casas; hombres caminando las veredas del monte. Una nube de humo blanco llenó el ambiente de olores fétidos, parecía que quemaban el cuerpo de algún animal. Olía a muerte.

La caravana de paz, que acompañábamos como periodistas, arribaba a la zona. El objetivo de los organizadores: llevar “apoyo activo a la organización del municipio autónomo de San Juan Copala y su lucha por unir al pueblo triqui, así como contribuir a detener cualquier tipo de agresión contra la comunidad”; también llevaban alimentos y agua.

Los maestros de la Sección 22 del Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación pretendían entablar un diálogo que les permitiera regresar a las aulas, de las que fueron “expulsados” por los paramilitares desde enero pasado.

Nosotros acudíamos a documentar el estado de sitio y la violencia en que sobreviven las personas del municipio. Además, pretendíamos recuperar las historias de vida de las locutoras asesinadas en 2008, Teresa Bautista y Felícitas Martínez. El mismo 27 de abril habían secuestrado a dos adolescentes en la zona.

La emboscada

Una hilera de piedras, colocadas sobre el camino terregoso en el paraje Los Pinos, comunidad La Sabana, detuvo la marcha de la camioneta blanca al frente del contingente.

En el vehículo tipo Van, viajaban unas 12 personas. Como copilotos, Alberta Cariño Trujillo, directora del Centro de Apoyo Comunitario Trabajando Unidos (Cactus), y Jiry Jaakkola, observador de derechos humanos de origen finlandés, hoy asesinados.

El cofre de la camioneta portaba una manta blanca que decía: “Prensa y Caravana de Observación”. Enseguida viajábamos David Cilia y yo en un auto Dodge, Attitude, rentado la tarde anterior.

 

Nos seguía una camioneta negra Ford, modelo Explorer, abordada por maestros y los activistas David Venegas y Noé Bautista, integrantes de la organización social Voces Oaxaqueñas Construyendo Autonomía y Libertad, (VOCAL).

 

Un estruendo a lo lejos puso en alerta a David Cilia, quien de inmediato gritó: “Están disparando”.

“No es cierto”, dije, todavía incrédula. Alcé la mirada y cerré el libro que leía. Busqué en el monte que teníamos frente a nosotros. Una veintena de gatilleros portaban armas largas, bajaban corriendo del cerro. Nos disparaban.

Las balas entraron en cuestión de segundos por el parabrisas; perforaron las puertas. Los impactos nos hicieron reaccionar de inmediato.

Me tiré al piso del carro, traté de cubrirme con el tablero. David se abalanzó sobre mí para protegerme. Entonces le hirieron su pierna y su costado izquierdo.

—¡Ya me dieron!” –gritó.

 

Herido, trató de echar a andar el auto en reversa para escapar. Éste colisionó con la Ford Explorer negra que se había paralizado detrás de nuestro vehículo, con placas de Quintana Roo.

Cilia volvió a caer sobre mí. “Vámonos”, me dijo. “¡Salte, salte!”, ordenó. Intenté abrir la puerta del lugar del copiloto en donde viajaba. El seguro se atoró. Quedamos atrapados por unos instantes mientras la ráfaga de plomo continuaba sobre nosotros.

Nuevamente mi compañero se alzó un poco para desactivar el seguro de las puertas, desde el lugar del conductor. Los tres impactos de bala lo desangraban.

La puerta del Dodge azul se abrió; me tiré al piso inmediatamente, justo a la altura del auto. David saltó hacia los matorrales. Me vigilaba. La lluvia de proyectiles seguía. Éstos pasaban cerca de nosotros, cortaban el aire, la respiración.

No paraban, cada vez se oían más cerca. Recordé las declaraciones de Rufino Juárez, dirigente de la Ubisort, a los medios unos días antes: que “bajo ninguna circunstancia permitirían la entrada de ninguna caravana”.

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La huida

 

Paralizada, tirada en el piso, boca abajo, abrazaba la mochila de tela en la que siempre cargo libretas, bolígrafos, una grabadora, un frasco de vitaminas, un estuche de lentes y artículos para sostener el cabello. En soliloquio repetía: “No me quiero morir, no me quiero morir”. Lloraba.

“¡Quítate de ahí, te van a atropellar!”, me advertía David Cilia, quien, resguardado desde una cuneta, me vigilaba. La camioneta tipo Van intentaba, nuevamente, escapar. Chocó contra nuestro auto, lo movió. Yo seguía debajo de él.

Rodé un par de metros por el camino terregoso; alcancé a David, quien estiraba su mano para auxiliarme. “¡Ahora corre!”, ordenó.

“En pocos minutos, yo ya no podré hacerlo”, me dijo, al momento que levantaba su pantalón, ya cubierto de sangre. Una ojiva había entrado y salido de su pierna izquierda. El hueso de su espinilla estaba expuesto.

 

Corrimos juntos. Una diadema de estambre azul se convirtió en torniquete para cortar el sangrando.

 

El tiroteo seguía. Bajamos por la pendiente del cerro, en dirección recta. Nos arrastramos, rodamos, deslizamos entre matorrales espinosos. Coincidimos con dos jóvenes que huían en la misma dirección que nosotros: David Venegas y Noé Bautista, este último también iba herido de bala. Una había atravesado su brazo; otra, su nalga derecha.

 

Descalzo, Noé auxilió a Cilia; lo cargó. Sus zapatos se habían atorado con el tablero de la Ford Explorer al momento de escapar. Con muchos esfuerzos, y casi sin aliento, llegamos al límite de nuestro recorrido: un río que dividía al monte. La boca seca, sangre e incertidumbre entre nosotros.

Ahí nos refugiamos entre enormes piedras de río. El desasosiego nos invadía. Nos preguntábamos quién además de nosotros había podido librar el ataque, quién había quedado tirado, muerto.

Las hipótesis eran terribles. Creíamos que llegarían hasta nosotros para ejecutarnos; que los que no habían podido escapar eran ejecutados. Los disparos se seguían escuchando, ahora de uno en uno. Cilia comenzó a sentir dolor en la pierna y debíamos salir de ahí.

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Auxilio sin respuesta

 

Habían pasado unos 10 minutos desde el inicio del ataque. Cesó. David Venegas se aventuró a subir en busca de sobrevivientes, iniciaron entonces otra vez las detonaciones. Lo imaginamos muerto.

 

Permanecíamos en nuestro primer refugio. Bebimos agua del río y limpiamos un poco la sangre que escurría de los cuerpos de Noé y David.

Una libreta negra Moleskine se convertía en bitácora de la embestida. Si algo nos pasaba y llegaba a las autoridades, sabrían cómo ocurrió todo.

 

Venegas regresó pálido, sin respiración: había sorteado la ráfaga de plomo que le tiraron cuando trataba de acercarse a los automóviles embestidos.

—Oí el quejido de una mujer –nos dijo–. No sé quién haya quedado vivo. No vi a nadie.

El activista prendió un radio transmisor, lanzó la señal de auxilio.

 

La respuesta fue corta: “Resistan, vamos por ustedes”. Luego, conversaciones en lengua triqui nos impedían saber más. Pensamos que los gatilleros sabían nuestro paradero.

El joven de VOCAL recomendó salir de ahí: “Si nos buscan, nos encontrarán pronto”, advirtió. La Moleskine ya tenía los primeros detalles de la embestida. También pequeños mensajes de despedida para Yamilé, hija de David Cilia, y para Emiliano, mi pequeño.

Bouchers de banco se convirtieron en nuestra identificación; nombre y teléfonos particulares fueron anotados y depositados en los bolsillos de nuestro pantalón. Esperábamos lo peor.

Venegas encabezó la búsqueda de un nuevo refugio: caminó sobre el río. Los disparos se escuchaban interrumpidamente. Luego pararon. Trepó el monte, volvió a desaparecer.

Noé y yo caminábamos en el sentido en que fluía el agua del río. Cilia montaba el cuerpo del joven oaxaqueño. No podíamos parar, tampoco hacer mucho ruido: no llorar ni gritar en caso de escuchar nuevas detonaciones. Ése fue el acuerdo. Avanzamos cautelosos.

La hojarasca nos delataba, y las piedras de río no eran amables con nuestro andar: filosas, resbaladizas. Habían transcurrido un par de horas.

 

Las aves que saltaban sobre las copas de los árboles activaban nuestro sistema de alerta: parábamos intentando saber si se trataba de los gatilleros que venían en nuestra búsqueda.

Venegas regresó. Encontró un brazo de río seco. Ahí esperaríamos nuestro rescate o muerte. Eran las únicas dos posibilidades en nuestra vida.

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60 horas de infierno

 

Bebimos el último trago de agua de ese día. Trepamos unos metros por el cerro. Los jóvenes de VOCAL se turnaban para cargar a Cilia; él hacía todo su esfuerzo por no dejar caer todo su peso sobre ellos. Yo los seguía.

Dejamos atrás la corriente de agua. Dieron las 18:15 horas. Volvíamos a tomar nota en la Moleskine. Nadie llegaba al lugar en el que habían asaltado a tiros a una caravana de paz.

Saqué la grabadora de reportero de la mochila de tela. Había que dejar testimonios de que libramos la muerte por todos los medios posibles. Noé comenzó a filmar con el celular que cargaba en el bolsillo de su pantalón.

Dimos pequeños detalles de nuestra situación. Todo era registrado en voz baja, no podíamos exponernos más. Los compañeros mostraban sus heridas. Yo, ilesa, sentenciaba que si algo más nos ocurría, sería culpa de las autoridades que no acudían en nuestro auxilio. En tanto, la sangre coagulada de los heridos se convertía en festín de los insectos.

 

La noche caía. El zumbido de los animales se agudizaba. Luciérnagas a nuestro alrededor. Los rayos de luz se despedían entre los árboles. La oscuridad dominó.

Regresó el estallido de las armas de fuego. Retumbaban nuestros oídos; algo ocurría muy cerca de nosotros. Silenciosos, nos colocábamos en posición fetal entre las piedras. No teníamos otra opción que esperar.

Incertidumbre

Las lajas húmedas nos hacían titiritar de frío; los cuatro que llegamos al brazo de río vestíamos playeras ligeras y pantalones de mezclilla. Animales rastreros se subían por nuestros cuerpos, se agazapaban en nuestra piel, nos llenaban de ronchas.

Cada movimiento extraño nos sobresaltaba. La naturaleza nos traicionaba y nos hacía alucinar cuerpos en movimiento entre los matorrales, luces, pasos, voces.

Nadie debía dejarse vencer por el sueño, era el siguiente acuerdo. Las vitaminas salieron de la mochila de tela, quizá nos servirían de algo para resistir, pensé. Cada uno de nosotros tragó una con su propia saliva.

Un ejemplar del periódico El Gráfico de Oaxaca servía para proteger nuestras espaldas; las hojas de papel bond que contenían el proyecto periodístico sirvieron para recubrir un poco nuestros pechos. La mochila de tela fue el respaldo de David Cilia, quien era el más delicado.

Creíamos que el amanecer traería buenas noticias: nuestro rescate. No fue así.

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28 de abril

 

La mañana del día siguiente llegó sin nada que nos alentara. La amenaza seguía; toda la madrugada escuchamos detonaciones. No sabíamos si la noticia de la emboscada ya había llegado a nuestra redacción, a nuestras familias, a nuestra gente.

 

Cada minuto que pasaba era eterno. Contamos 18 horas desde el ataque, luego 24, 48, y nada. Ni una torreta de patrulla ni un altavoz voceando nuestros nombres, ni motores encendidos. Creíamos que alguien tendría que recoger los cuerpos de los caídos en la emboscada, de los heridos, que ese sería el momento de nuestro rescate. Comenzó la desesperación, la desolación.

No habíamos ingerido un solo alimento y tampoco nos atrevíamos a bajar al río para calmar nuestra sed. Sí, teníamos miedo.

Ese día Venegas salió del refugio en busca de un camino. Se despidió de su compañero de VOCAL; le aseguró que regresaría. Pararon varias horas. Noé, Cilia y yo sólo nos mirábamos las caras, desencajados, desalentados.

Platicábamos en voz baja de nuestras vidas, de los problemas sociales de Oaxaca, de nuestros hijos y familia. De por qué debíamos resistir. El joven de VOCAL regresó. Juntó unos frutos diminutos, silvestres, unos cinco para cada uno. Fue nuestro único alimento. El frasco de vitaminas sirvió para subir un poco de agua para David Cilia, el resto de nosotros había bajado al río con toda cautela.

Una vez que bebimos un poco de agua y tragamos los frutos, escuchamos la propuesta que había planeado Venegas para salir y, quizá, encontrar la carretera que lleva al distrito de Juxtlahuaca.

Expuesto el plan, propusieron que saliéramos los cuatro juntos. Había que atravesar dos cerros, trepar. Se ofrecieron para cargar a Cilia.

David, mi compañero, se negó. Argumentó que sólo entorpecería la huida, arriesgaría más nuestras vidas: se sentía débil. Dudaba en apoyar la pierna herida.

—Vete con ellos. Tienes más posibilidades de salir y pedir auxilio, yo espero aquí. Si nada pasa antes de las tres de la tarde de mañana, me entrego a la comunidad. Ya veré cómo le hago –me dijo.

Mi respuesta fue un rotundo no. Habíamos llegado juntos, juntos saldríamos. No podía abandonar a mi compañero, quien me cubrió con su cuerpo a la hora del ataque.

Noé y Venegas saldrían por la madrugada, a las cuatro de la mañana. Si llegaban a algún lugar, tenían la misión de mostrar el video grabado, contactar con nuestros compañeros de la revista y decir que estábamos vivos. Fue la promesa.

 

29 de abril

 

La madrugada de ese día fue más larga que la anterior, el frío nos acicalaba el cuerpo. Decidimos salir del brazo de río y recostarnos sobre la tierra seca, dormitamos por lapsos cortos. Uno vigilaba mientras el resto trataba de reparar el sueño. Ya no resistíamos.

Pasaron 40 horas después del ataque. Llegó el tiempo establecido. La partida de Noé Bautista y David Venegas fue puntual. Se despidieron con la esperanza de volvernos a ver.

Cilia y yo nos quedamos solos con el ruido de los animales, la luz de las luciérnagas y la alucinación que nos provocaba la naturaleza. “Debiste irte”, dijo. Yo no hice más comentarios.

La luz comenzó a entrar por las copas de los árboles. Era el día límite para nosotros. Algo debía pasar. Cada media hora prendíamos el radio, con la esperanza de que Noé y David enviaran alguna señal. Nada.

Al medio día, decidimos abandonar nuestro refugio. Si nos entregaríamos a las tres de la tarde, debíamos de ir avanzando. Yo lloraba, temía caer en manos de los gatilleros. David me alentaba: “No va a pasar nada”, decía.

 

Llegamos otra vez al río, bebimos agua, orinamos. Iniciamos la partida. Cilia, apoyado de una rama de árbol y sostenido de mi hombro. Las lajas y el río nos complicaban el camino. Andaba descalzo. Unos calcetines de algodón protegían sus pies. Se le iban enterrando ramas, piedras, hojas secas. Descansábamos apenas un par de segundos en el trayecto. Las pastas gruesas de una libreta protegieron sus pies, atrapadas con mis calcetines blancos.

Ese día sólo escuchamos un par de tiros al aire, parecía que se había dado un toque de queda. No como las horas anteriores, que vivimos en sobresalto.

Avanzamos lentamente. Llegamos a la altura del ataque, caminando sobre el río y sus orillas. Nos resistimos a subir, nos resistimos a entregarnos. Seguimos en dirección opuesta al flujo del agua. “¿Qué más nos podía pasar?”, pensamos. “Si ya libré las balas, la suerte está de nuestro lado. No te preocupes”, me decía.

Desesperanza

El sol caía sobre nosotros y no veíamos rumbo. Caminamos. El río comenzaba a traicionarnos, se partía, se dividía, se perdía. Había tramos casi secos que nos confundían. Seguíamos avanzando en búsqueda de la carretera que nos había permitido el acceso a la zona.

Seis horas y nada. Entramos en un tramo en donde la vegetación cambiaba, había bambúes, hojas de plátano; atrás habían quedado los árboles del monte. Me sentí perdida, lloré. “Tranquila, vamos a salir de ésta”, dijo mi compañero.

Llegamos a un punto en donde ya no veíamos el cielo, las copas de las palmeras nos cubrían. Un helicóptero se oyó sobrevolar.

“Nos están buscando. Debemos regresar”, grité. Desalentado, Cilia se resistió a regresar. “No están buscando bien, subamos a algún punto para que nos vean”, dijo.

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La búsqueda

Volvimos a trepar, subimos el monte. Sacamos fuerza no sé de dónde. Él se apoyaba en el palo de árbol; yo subía, luego lo jalaba. Así se nos fueron un par de horas. La noche amenazaba de nuevo y el helicóptero se dejó de escuchar.

Eran las ocho de la noche del 29 de abril. Otra vez perdíamos la esperanza. Nos disponíamos a pasar la noche nuevamente en el monte. Muy alejados de nuestro primer refugio. Habíamos perdido el rastro de todo.

Hacíamos a un lado la hojarasca del lugar donde descansaríamos…

Un grito hizo eco… “¡Érika!”

Grité de la emoción y respondí de inmediato. Cilia desconfiaba. Pasaron unos minutos antes de que se escuchara el segundo grito. Esta vez: ¡David!

Nos quedamos atónitos y comenzamos a gritar juntos: “¡Auxilio! ¡No nos dejen!”

 

La voz de David Cilia Olmos se escuchó por un altavoz; vimos las luces de una torreta encendidas, gritamos. Emocionados, abandonamos el lugar y nos resbalamos por el monte hasta llegar al río.

Caminamos nuevamente iluminados con la lámpara de un celular. Volvimos a atravesar el espacio selvático del monte. Dejamos de escuchar nuestros nombres, pero no cejamos. Ése era el día límite. Teníamos que salir.

Cerca de las 10 de la noche, volvimos a escuchar las voces que nos llamaban. Cada vez más cerca. La luz del celular se agotó. Prendimos una memoria USB para iluminarnos. Seguimos el camino.

Las luces de varias lámparas y gritos nos anunciaban que estábamos cerca de alguien. Gritamos más fuerte. Nos acercamos. Las voces del equipo de búsqueda y las nuestras eran cada vez más nítidas. “¡Érika, David!”, nos llamaban.

Cilia gritó: “Quiénes son”. Un oficial de la policía estatal se adelantó para responder. Miguel Badillo alzó la voz con su nombre. Llegaron, llegamos. Rompimos en llanto, nos abrazamos.

Un indígena triqui había apoyado la búsqueda, encabezada por Miguel Badillo y David Cilia Olmos. Los oficiales, que horas antes se habían resistido a explorar el monte supuestamente por temor a ser atacados por los paramilitares, nos apresuraron a salir del lugar. Estábamos juntos, vivos.

 

Nos esperaba un dispositivo de 60 elementos de la policía estatal, patrullas y camionetas. El indígena triqui desapareció. Su vida seguía y sigue en peligro. Abandonamos la zona a toda velocidad.

Llegamos al hospital rural de Juxtlahuaca, donde fuimos recibidos por autoridades de todas las instancias de seguridad de Oaxaca: ministerios públicos, juzgados de distrito, funcionarios de la Procuraduría Estatal. Los mismos que 60 horas nos habían dejado a nuestra suerte.

Hoy estamos aquí, después de una búsqueda intensa de los amigos y compañeros de Contralínea, de nuestras familias y periodistas que se preocuparon por nosotros. Los habitantes del municipio autónomo de San Juan Copala siguen en estado de sitio. A ellos ¿quién los va a rescatar?

 

Solidaridad en la sierra triqui

“¡No disparen!”, grito, pero parece que ésa es la señal para mostrar el blanco. Una ráfaga atraviesa la carrocería, los vidrios me brincan al rostro. El sonido de las balas cortando el aire es más intenso. Siento un golpe en la cintura, veo sangre, pienso que me cortaron los cristales.

La última advertencia de no ir a San Juan Copala nos la dio Omar, ocho minutos antes. En ese momento, me enteraba que era el esposo de Beatriz Cariño. “Yo aquí me quedo, no puedo entrar, las cosas están muy calientes allá adentro. Al menor intento de que alguien impida su acceso, no insistan y regresen. Si hay un retén o el camino está bloqueado, inmediatamente se dan media vuelta. Si los de la Ubisort acceden a darles una entrevista, nosotros no tenemos problema, háganla pero no insistan. Cualquier cosa, estamos pendientes. Mi chava se va con ustedes, se las encargo.”

Con esa advertencia abandonamos la carretera que viene de Juxtlahuaca. Tomamos un camino de terracería. Ese punto se llama La Sabana, hay mucha gente en las calles sin pavimentar, en la cancha de basquetbol y la agencia municipal.

Las mujeres observan el paso de la caravana formada por dos camionetas y mi vehículo, lo hacen con desconcierto; otras, agachan la mirada cuando les sonrío y saludo con un gesto, es una costumbre que tengo al entrar a las comunidades rurales. Un hombre con pantalón tipo comando hace un gesto: “¿A dónde, a dónde?”

Continuamos el descenso. Dejamos el pueblo atrás: 100 metros adelante, unas rocas bloquean el camino. La Van blanca hace alto total y yo, en seguida de ella. Hay silencio y desconcierto. Supongo que todos recordamos las palabras de Omar. Tomo la palanca de velocidades y la coloco en posición de reversa. Me doy cuenta que hemos cometido un error: los tres vehículos están muy juntos, no podemos maniobrar.

Dos segundos después de hacer alto total suena el primer disparo. Es la señal para abrir fuego. Intento retroceder sin éxito. El silbido de los proyectiles se acerca. Las balas se impactan contra la carrocería. Suena el aire que se escapa de las llantas. Me vuelvo hacia atrás para ver si ya puedo retroceder, pero la camioneta negra detrás de mí sigue inmóvil.

Érika grita: “¡No me quiero morir, no disparen!” Los cristales se rompen. Sin salirme de mi lugar, me arrojo sobre su espalda. Ella pregunta desesperada qué hacemos. Me gustaría saber la respuesta. Lo único que se me ocurre es levantarme y gritar que dejen de disparar, pero la lluvia de plomo arrecia aun más. Me vuelvo a tender sobre ella. Siento un golpe en la cintura, veo vidrios y sangre pero no duele, sólo tengo un ligero ardor.

“¡Nos quieren matar!”, dice Érika. Ahora siento un fuerte golpe en la espinilla derecha, no miro la herida y sigo cubriéndola. Pienso que salir del auto nos convierte en un blanco más fácil. No conozco el terreno ni la ubicación de los tiradores.

Me levanto una vez más. Veo mi pierna llena de sangre. Hay que salir a como dé lugar. Retrocedo y golpeo a la camioneta detrás de mí, lo mismo hace la vanguardia con mi vehículo. De reojo veo un comando de hombres que se dirigen hacia nosotros desde el flanco izquierdo, de ahí vienen los disparos, su posición es más elevada; somos blanco fácil.

Érika sigue agachada, le grito que estoy herido. Es hora de abandonar el auto. Ella no puede abrir la puerta. Me levanto una vez más y libero los seguros, la empujo, salimos por su puerta y me tiro a la orilla del camino. Ella se queda agachada inmediatamente bajando de su puerta. La camioneta de la vanguardia insiste en retroceder, golpea mi auto una y otra vez. Está a punto de ser atropellada. Le grito insistentemente que me siga, pero no lo hace. Me pongo de pie y le grito al chofer que ya no retroceda; una bala pasa cerca de mi cabeza, escucho su silbido; me acerco a Érika y le insisto: “¡Vámonos!

Ahí dejamos el auto, descartamos la forma más rápida para salir del lugar. El equipo de video y fotografía, las computadoras personales y las chamarras se quedaron a bordo. Corremos desesperadamente en dirección opuesta al grupo armado.

Entre los matorrales, encuentro a dos jóvenes de la caravana, uno de ellos también se llama David, me propone regresar a rescatar a los heridos, pero los disparos no cesan. Me levanto el pantalón, veo mi pierna izquierda bañada en sangre: tiene dos orificios, veo el hueso astillado. David Venegas regresa, yo sólo alcanzo a dar un par de pasos, veo la camioneta de la vanguardia con las puertas abiertas. Escucho quejidos y súplicas. Cuando mueve los arbustos inmediatamente revela su posición y le disparan una ráfaga; retrocede.

Así, los cuatro corremos loma abajo; lo hacemos agachados para evitar los disparos. Todo es incierto, no sabemos a dónde nos dirigimos. Hacemos una pausa, descansamos. Érika está sofocada, no deja de decir que nos quieren matar. David va a explorar, busca un escondite, una ruta de escape tal vez.

Los disparos cada vez suenan más cerca. Los paramilitares se encuentran en el sitio de los automóviles. Creo que nos persiguen. Decidimos avanzar pero David Venegas no regresa. Cuando intento dar el primer paso se me dobla el pie, ya no resiste mi peso, duele excesivamente. Noé, el otro muchacho que huye con nosotros, se ofrece a cargarme. Me niego, pero me apoyo en su hombro. Avanzamos unos cuantos metros. Mi pierna ya no resiste más. Érika me da un trapo para improvisar un torniquete. Me levanto, ya no puedo siquiera apoyarme, entonces Noé se coloca frente a mí: “Te cargo de caballito, carnal. Si éstos nos alcanzan, nos matan”. Avanzamos, yo sobre la espalda de Noé. La prisa hace perder el cuidado, pasamos por encima de todo: piedras, ramas, espinas; me araño el rostro y golpeo mis heridas. Veo mis manos llenas de sangre, pero no es mía; suelto su hombro: tiene una herida de bala que lo atraviesa.

Llegamos a un río, no es caudaloso, se puede caminar sobre las piedras sin mojarse. Reposamos. Tengo la boca seca pero recuerdo el testimonio de una joven que días antes me dijo en la capital de Oaxaca que los de la Ubisort le envenenan el río a los de San Juan Copala. Huelo el agua, luce clara y limpia pero sólo mojo mis labios.

No sabemos a dónde ir, especulamos, discutimos en voz muy baja. Veo que Noé está descalzo, le pregunto. Me explica que perdió los zapatos cuando escapó de la camioneta, se le atoraron. También tiene una herida en el glúteo, no deja de sangrar. Le doy mis tenis, dadas las condiciones en que me encuentro no me sirven de mucho. Caminamos río abajo. Nuevamente me carga. Después de avanzar un poco, David se separa, va a explorar. Regresa, dice que encontró un posible refugio mientras llega la ayuda.

El temor y la duda prevalecen. Escuchamos el ruido de las hojas que se quiebran, alguien se acerca, tal vez un paramilitar. Se mueve el follaje, las ramas se quiebran conforme avanza hacia nosotros. Cada quien toma una piedra, nuestra única arma para defendernos. Ese alguien que se oculta tras los arbustos también nos detecta, guarda silencio, sus movimientos son sigilosos.

Pasan cinco minutos, nadie se mueve ni habla. La persona avanza hacia nosotros, que apretamos con más fuerza las piedras.

“¡Compas, se me perdieron, los estaba buscando!” Es David Venegas, por fin respiramos. Nos dice que encontró un escondite, nos explica, inspira confianza. Necesitamos un lugar para guarecernos y muy posiblemente pasar la noche.

David me carga, subimos la loma por un afluente seco del río. Cuando se cansa, me arrastro. Ellos me jalan. En el refugio me brindan el escondite más protegido, se trata de un riachuelo seco, revisamos nuestras lesiones. Érika me da una diadema de tela para cubrir la herida de la pierna. Aprieto fuertemente. La sangre sigue brotando. Me revisan la cintura, me dicen que la bala entró y salió en mi llantita izquierda. “Bueno, de algo me tendrían que servir estas llantas”, fue una de las pocas bromas que hice durante esos largos e inciertos días.

Las balas, aunque más espaciadamente, siguen sonando constantemente. Tratamos de hacer un recuento: la lista de las personas que conformaban la caravana, las que vimos heridas y las que huyeron, el pronóstico no es muy optimista. Agradecemos seguir con vida. Los disparos no cesan, imaginamos que están ejecutando a los sobrevivientes. Decidimos no salir hasta que llegue la autoridad a levantar los cadáveres. Suponemos que eso no tardará. Esa misma tarde o en el transcurso de la noche. Nunca imaginamos que estábamos por vivir 60 horas ocultos en tierra de nadie. Las peores 60 horas de nuestras vidas. (David Cilia)

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Fuente: Contralínea 181 / 9 de mayo de 2010

 

 

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