Los latinoamericanos no son criminales natos ni inventaron las drogas. Los aztecas, los mayas y otros grupos humanos precolombinos de México y Centroamérica, por ejemplo, eran excelentes agricultores y ni siquiera conocían el cultivo de la coca.
Los quechuas y aymaras fueron capaces de producir nutritivos alimentos en perfectas terrazas que seguían las curvas de nivel de las montañas. En altiplanos que sobrepasaban a veces los 3 y 4 mil metros de altura, cultivaban la quinua, un cereal rico en proteínas, y la papa. Conocían y cultivaban también la planta de coca, cuyas hojas masticaban desde tiempos inmemorables para mitigar el rigor de las alturas. Se trataba de una costumbre milenaria que los pueblos practican con productos como el café, el tabaco, el licor u otros. La coca era originaria de las abruptas laderas de los Andes amazónicos. Sus pobladores la conocían desde mucho antes del Imperio Inca, cuyo territorio, en su máximo esplendor, se extendía en el espacio actual del Sur de Colombia, todo Ecuador, Perú, Bolivia, el Este de Chile, y el Noroeste de Argentina; que sumaba cerca de 2 millones de kilómetros cuadrados. El consumo de la hoja de coca se convirtió en privilegio de los emperadores Incas y de la nobleza en las ceremonias religiosas. Al desaparecer el Imperio tras la invasión española, los nuevos amos estimularon el hábito tradicional de masticar la hoja para extender las horas de trabajo de la mano de obra indígena, un derecho que perduró hasta que la Convención Única sobre Estupefacientes de Naciones Unidas prohibió el uso de la hoja de coca, excepto con fines médicos o científicos. Casi todos los países la firmaron. Apenas se discutía cualquier tema relacionado con la salud. El tráfico de cocaína no alcanzaba entonces su enorme magnitud actual. En los años transcurridos se han creado gravísimos problemas que exigen análisis profundos. Sobre el espinoso tema de la relación entre la droga y el crimen organizado, la propia Organización de las Naciones Unidas afirma delicadamente que “Latinoamérica es ineficiente en el combate al crimen”. La información que publican distintas instituciones varía debido a que el asunto es sensible. Los datos a veces son tan complejos y variados que pueden inducir a confusión. De lo que no cabe la menor duda es que el problema se agrava aceleradamente. Hace casi un mes y medio, el 11 de febrero de 2011, un informe publicado en la ciudad de México por el Consejo Ciudadano para la Seguridad Pública y la Justicia de ese país ofreció interesantes datos sobre las 50 ciudades más violentas del mundo, por el número de homicidios ocurridos en 2010. En él se afirma que México reúne el 25 por ciento de ellas. Por tercer año consecutivo, la número uno corresponde a Ciudad Juárez, en la frontera con Estados Unidos. A continuación expone que “…ese año la tasa de homicidios dolosos de Juárez fue 35 por ciento superior a la de Kandahar, Afganistán, la número dos en el lista, y 94 por ciento superior a la de Bagdad…”. Significa que es casi 10 veces superior a la capital de Irak, ciudad que ocupa el número 50 de la lista. Casi de inmediato añade que la ciudad de San Pedro Sula, en Honduras, ocupa el tercer lugar, con 125 homicidios por cada 100 mil habitantes; siendo sólo superada por Ciudad Juárez, en México, con 229; y Kandahar, Afganistán, con 169. Tegucigalpa, Honduras, ocupa el sexto, con 109 homicidios por cada 100 mil habitantes. De este modo, se puede apreciar que Honduras, la de la base aérea yanqui de Palmerola, donde se produjo un golpe de Estado ya bajo la presidencia de Obama, tiene dos ciudades entre las seis en que se producen más homicidios en el mundo. La ciudad de Guatemala alcanza 106. De acuerdo con dicho informe, la ciudad colombiana de Medellín, con 87.42, figura también entre las más violentas de América y el mundo. El discurso del presidente estadunidense Barack Obama en El Salvador y su posterior conferencia de prensa me condujeron al deber de publicar estas líneas sobre el tema. En la Reflexión de marzo 21, le critiqué su falta de ética al no mencionar en Chile siquiera el nombre de Salvador Allende, un símbolo de dignidad y valentía para el mundo, quien murió como consecuencia del golpe de Estado promovido por un presidente de Estados Unidos. Como conocía que al día siguiente visitaría El Salvador, un país centroamericano símbolo de las luchas de los pueblos de nuestra América que más ha sufrido como consecuencia de la política de Estados Unidos en nuestro hemisferio, dije: “Allí tendrá que inventar bastante, porque, en esa hermana nación centroamericana, las armas y los entrenadores que recibió de los gobiernos de su país derramaron mucha sangre.” Le deseaba buen viaje y “un poco más de sensatez”. Debo admitir que, en su largo periplo, fue un poco más cuidadoso en el último tramo. Monseñor Óscar Arnulfo Romero era un hombre admirado por todos los latinoamericanos, creyentes o no creyentes, así como los sacerdotes jesuitas cobardemente asesinados por los esbirros que Estados Unidos entrenó, apoyó y armó hasta los dientes. En El Salvador, el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional, organización militante de izquierda, libró una de las luchas más heroicas de nuestro continente. El pueblo salvadoreño le concedió la victoria al partido que emergió del seno de esos gloriosos combatientes, cuya historia profunda no es hora de construir todavía. Lo que urge es enfrentar el dramático dilema que vive El Salvador, del mismo modo que México, el resto de Centroamérica y Suramérica. El propio Obama expresó que alrededor de 2 millones de salvadoreños viven en Estados Unidos, lo cual equivale al 30 por ciento de la población de ese país. La brutal represión desatada contra los patriotas y el saqueo sistemático de El Salvador impuesto por Estados Unidos obligaron a cientos de miles de salvadoreños a emigrar a aquel territorio. Lo nuevo es que, a la desesperada situación de los centroamericanos, se une el fabuloso poder de las bandas terroristas, las sofisticadas armas y la demanda de drogas, originadas por el mercado de Estados Unidos. El presidente de El Salvador, en el breve discurso que precedió al del visitante, expresó textualmente: “Le insistí que el tema del crimen organizado, la narcoactividad, la inseguridad ciudadana no es un tema que ocupe sólo a El Salvador, Guatemala, Honduras o Nicaragua y ni siquiera a México o Colombia, es un tema que nos ocupa como región, y en ese sentido estamos trabajando en la construcción de una estrategia regional, a través de la Iniciativa CARFI”. “…Le insistí, en que éste es un tema que no sólo debe ser abordado desde la perspectiva de la persecución del delito, a través del fortalecimiento de nuestras policías y nuestros ejércitos, sino que también enfatizando en las políticas de prevención del delito y, por lo tanto, la mejor arma para combatir en sí a la delincuencia en la región es invirtiendo en políticas sociales”. En su respuesta, el mandatario estadunidense dijo: “El presidente Funes se ha comprometido a crear más oportunidades económicas aquí en El Salvador para que la gente no sienta que debe enrumbarse al Norte para mantener a su familia”. No necesito una palabra más para expresar la esencia de una situación dolorosamente triste. La realidad es que muchos jóvenes centroamericanos han sido conducidos por el imperialismo a cruzar una rígida y cada vez más infranqueable frontera o prestar servicios en las bandas millonarias de los narcotraficantes. ¿No sería más justo una ley de ajuste para todos los latinoamericanos, como la que se inventó para castigar a Cuba hace ya casi medio siglo? ¿Seguirá creciendo hasta el infinito el número de personas que mueren al cruzar la frontera de Estados Unidos y las decenas de miles que ya están muriendo cada año en los pueblos a los que usted ofrece una “alianza igualitaria”? Fuente: Contralínea 227 / 3 de abril de 2011