El 27 de febrero de 2009, 11 años después de su captura, Daniel Arizmendi López, el Mochaorejas; su hermano Aurelio, y una decena de sus cómplices fueron sentenciados por el juez Tercero de Distrito en materia de procedimientos penales, con sede en la cárcel de máxima seguridad del Altiplano, en el Estado de México, a 80 y 120 años de prisión, respectivamente, por los delitos de asociación delictuosa y secuestro. Contralínea retoma algunos de los testimonios de las víctimas que padecieron el terror a manos de uno de los delincuentes más sanguinarios de las últimas décadas
José Réyez / Primera parte
“Atado de pies y manos, un tipo me tira al suelo, me pone cinta canela en los ojos y tapones con algodón en los oídos. Ya boca arriba, siento que me jalan la oreja izquierda, luego una punzada y un profundo dolor; me escurre sangre por el cuello. Cicatrizan la herida con estopa quemada, casi ardiente. Me cortan la oreja después de escribir un recado que me dictan mis secuestradores. Les pido a mis hermanos que negocien mi libertad, que si no pagan mi rescate, me van a matar. Pegada al mensaje colocan mi oreja, manchada de sangre, y la envían a mis hermanos. Los presionan para que paguen más dinero por mi rescate. Me amenazan en todo momento con que me van a matar. Cortan cartucho. Disparan al aire. Me golpean en las costillas. Horas después, puedo ver la mutilación en un espejo viejo y oxidado incrustado en la pared.”
Es el testimonio de Armando Sánchez Rodríguez, quien el 16 de octubre de 1996, a las ocho de la mañana, se encontraba en las canchas de futbol rápido, ubicadas en Joaquín Herrera y Avenida Circunvalación, colonia Morelos del Distrito Federal. Al caminar por el estacionamiento, un sujeto lo encañona por atrás con un arma de fuego y lo amenaza: “Tranquilo, tranquilo”. Le pide las llaves de su vehículo Windstar, Ford, Modelo 1995, y que se suba a una camioneta tipo Van. Adentro están otros tres sujetos que le colocan cinta canela en los ojos, en las manos y los pies, y lo acuestan boca abajo en la parte trasera del vehículo. Ahí empieza su viacrucis.
Relata Armando: “Durante media hora, me pasean. Llegamos a una casa de dos pisos; subimos una escalera. Uno de los sujetos me guía al caminar. Permanezco en el interior de un baño en forma rectangular, encadenado del cuello con un candado y soportado a un orificio de la pared, sin venda y en una esquina. Cuando entran los sujetos en las mañanas o en la noches, apagan la luz para que no vea sus rostros. Hacen disparos de arma de fuego en el baño. Me exigen más dinero. Les digo que sólo tengo 400 mil pesos; se enojan. Me dan de comer sólo fruta y agua, y, en ocasiones, un vaso de leche y un pan”.
“Para poder liberar a mi hermano, inicialmente me exige el secuestrador 8 millones de pesos. Le ofrezco 400 mil pesos. Como no accedo a darle más dinero, me dice el secuestrador que le va a hacer daño a mi hermano”, refiere Hermilio Sánchez Rodríguez en su declaración ministerial del 11 de agosto de 1998.
El mismo día del secuestro, cuenta Armando, a las ocho y media de la noche, llega un sujeto que “me da una jerga y me dice que me quite el sudor. Siempre estuve con ropa interior durante mi cautiverio. Me pasa mi ropa y me ordena que me la ponga. Me entrega mis pertenencias, mi cartera con mis identificaciones, y 1 mil 500 pesos. Me pregunta qué me falta y le digo que la cara de un cristo con brillantes en la corona, con una cadena plana, ambos de oro de 18 quilates”.
El lunes 21 de octubre de 1996, el secuestrador llama a Hermilio Sánchez a su domicilio y le dice que tiene un mensaje de su hermano Armando. Le pide que lo vaya a recoger en la parte de atrás del depósito de agua del sanitario de una gasolinera, ubicada en las calles Presidente Mazaryk y Moliere, en Polanco. Lo acompaña su otro hermano, Salvador, quien lo recoge. Efectivamente, contiene un pedazo de papel con la letra de Armando y en medio se encuentra una parte de su oreja ensangrentada. La impresión de Hermilio es escalofriante. Confirma que los facinerosos hablan en serio.
Después de recoger el recado, ese mismo día en la noche, el secuestrador llama de nuevo a Hermilio y le dice que le va a cortar la otra oreja si no accede a pagar lo que exige. Le ofrece 2 millones de pesos. El secuestrador pide 3 millones 500 mil pesos. Después se baja a 3 millones de pesos, cantidad con la que no cuenta. Se cierra la negociación en 2 millones 500 mil pesos, y le notifica a su familia para que reúna el dinero, a todos los hermanos y la esposa de Armando. Finalmente, paga al secuestrador y sus cómplices para liberar a su hermano.
Mientras tanto, Armando se debate entre la vida y la muerte. Cuenta: “Al día siguiente de que me cortan mi oreja, me sacan tapado de los ojos con cinta canela, me suben a un vehículo que avanza 15 minutos. Por un teléfono celular me comunican con mi hermano Hermilio Sánchez Rodríguez, quien se hace pasar por mi hermano Salvador, que es con quien exige hablar el secuestrador. Me dejan en la avenida Zaragoza, en una calle antes de Bulevar Aeropuerto. Del trayecto de la casa donde estuve cautivo a la avenida Zaragoza, hacemos 20 minutos. Sé la hora porque mi reloj siempre lo tuve en mi poder”.
Ya con el dinero en la mano, el cual le exigen en billetes de 500 pesos y en fajillas de cinco paquetes de 500 mil pesos, y que los ponga en bolsas de fundas de almohada, y lo entregue debajo de un puente a la altura del 14.5 de la calzada Ignacio Zaragoza, recibe por teléfono las instrucciones del lugar y hora para la entrega. Le indican que debe llevar un palo con una bandera blanca. “El dinero se lo entrego a dos sujetos, uno de ellos moreno, de baja estatura, delgado, cabellos muy recortados, color negro, con aspecto de joven de provincia. Al llevar el dinero, en todo momento me siento vigilado por varias camionetas Suburban, en cuyo su interior viajan varios sujetos”.
Al denunciar el delito de privación ilegal de la libertad, en su modalidad de secuestro, en contra de Aurelio y Daniel Arizmendi López, la víctima reconoce la voz del Mochaorejas, grabada en un casete y que pudo constatar hasta que fue trasmitida por televisión el miércoles 23 de octubre de 1998.
Martín: cuatro días en manos del Mochaorejas
A bordo de una Van, Martín transita en medio de la penumbra de las calles que los faros de la camioneta suele romper. Son las nueve de la noche y se apresta a ir a su casa luego de una jornada de trabajo en su negocio, una gasolinera de Cerrada Pantitlán número 82, esquina Cuauhtémoc, en la colonia México, en Ciudad Netzahualcóyotl, Estado de México. Es el fin de año de 1995.
Apenas avanza tres cuadras, cuando se le cierra un vehículo Chrysler con cuatro sujetos a bordo. Es copado por dos de ellos a punta de pistola. Uno rompe el vidrio de la puerta del conductor con una pistola tipo escuadra, al tiempo que le ordena: “¡Quítate del volante, hijo de tu chingada madre y pásate para atrás!”. Mete la reversa para escapar, y a cambio recibe un disparó. La bala pega en la puerta delantera del copiloto. En medio de la confusión, brinca hacia la parte trasera de la camioneta, donde ya lo espera otro de los facinerosos que lo jala de los cabellos y lo tira al piso del vehículo. El que le dispara se pone al volante y avanza a toda velocidad.
Sus captores son Antonio Muñoz Guadalupe, Daniel y Aurelio Arizmendi López, de la banda del Mochaorejas.
Rápidamente, enfilan rumbo a la autopista México-Puebla. Apenas avanzan 10 calles sobre la avenida Zaragoza, cuando Martín es vendado de los ojos con una cinta canela. Se detiene el vehículo y lo trasladan a otra camioneta, que Martín, aún vendado, identifica como una Van por la amplitud del vehículo, el ruido de la máquina y el lugar donde lo acuestan en posición fetal. Siguen avanzando durante 40 minutos sin detenerse. Salen de la autopista y, poco antes de llegar a la guarida de los maleantes, pasan por una brecha de terracería. Martín siente cómo la camioneta brinca por el accidentado camino.
Al llegar a la casa de seguridad, Martín escucha el ruido de un zaguán. En ese momento, dos sujetos lo bajan de la camioneta, lo toman de los cabellos, y lo suben por una escalera, de escalones altos y sin barandal. Lo colocan en una esquina de uno de los cuartos del inmueble que sirve de taller de autos robados. Hincado y de espalda hacia ellos, lo amarran de las manos con un cordón. Entonces le anuncian: “Martín, esto es un secuestro; no te va a pasar nada si cooperas con nosotros”.
Martín, lleno de pánico y preso de adrenalina, intenta contestar. Apenas alcanza a balbucear algo cuando es interrumpido bruscamente por uno de de los sujetos que le dice: “Vas a hablar sólo cuando yo te lo autorice”. Reina el silencio y lo dejan solo en la penumbra. Escucha que los hombres platican a lo lejos. Media hora después, Daniel Arizmendi le pide los números telefónicos de su familia “para negociar”. Martín se los da.
?¿En qué tiempo pueden reunir 10 millones de pesos? –le pregunta el Mochaorejas a Martín.
?Voy a cooperar con ustedes para que todo salga bien, pero si se trata de esa cantidad, me van a tener que matar, porque no la tengo yo ni mi familia. Sólo puedo disponer de 300 mil pesos.
?Yo sé que tu hermano tiene dos gasolineras. Por 300 mil pesos yo no trabajo, pues somos varios entre los que hay que repartir el dinero –le dice Daniel. No hay más diálogo. Sale el Mochaorejas y lo dejan solo.
Solo con sus pensamientos y aquel temblor que estremece su cuerpo cubierto de cobijas pestilentes, que hasta entonces percibe, tirado en el piso, titiritando, ya no sabe si por el estrés o por el intenso frío invernal que desde noviembre azota el Valle de Chalco, trata de controlarse, de pensar y de encomendarse a su familia. Piensa en sus hermanos, en sus padres, en su novia. Llora. Abatido, dormita, se revuelca, se estira y vuelve a la posición fetal. Pasa de la media noche. No sabe, agotado en cuerpo y alma, cuándo se queda dormido. Como una descarga eléctrica, un sobresalto lo hace despertar y seguir en la pesadilla. Vuelve a dormitar en horas interminables de tormento hasta que escucha el canto de los gallos, el ladrido de los perros, el trajinar de ese lugar.
Dos cómplices del Mochaorejas, de vez en vez, suben al cuartucho: son los responsables de vigilar que la víctima no escape. Para eso les pagan. Son sicarios del secuestro, la fase superior del robo de autos. Lo llevan al baño, distante a tres pasos de la esquina donde lo arrinconaron y al que se llega subiendo un escalón grande, difícil de escalar. Lo cargan para que suba y baje del escalón. No hablan entre ellos, nada más cuchichean, se hacen señas, nada más pujan. Cuando Martín les pregunta algo, o les pide un cigarro, o permiso para ir al baño, los malosos hacen sonar una corneta para distorsionar sus voces. Unas voces chillonas que van del “chale al no mames y al chinga tu madre, te toca a ti primero cuidar a este güey; y del ya vas al me avisas cuando me toque a mí, carnal, mientras me echo una coyotita”. Unas voces que se pierden en la oscuridad infinita de esa noche que Martín supone puede ser la última de su vida. Luego viene el silencio, ya no hay voces humanas, nadie se mueve. Pareciera que está abandonado a su suerte.
Quince horas después, a las cinco de la tarde del día siguiente, reaparecen sus captores, quienes le dan una torta de jamón, una cocacola en una bolsa de plástico con popote, un sándwich y tamales. Así se mantuvo durante el secuestro, con una comida al día. Con la esperanza de salir del cautiverio, también se fue el hambre.
Los cómplices
Habla Erick Juárez Martínez, cómplice del Mochaorejas: “Aurelio Arizmendi me invitó a participar en un secuestro. Recibí la indicación de su hermano Daniel de que me fuera al taller de la calle Norte 17, Manzana 275, Lote 11, colonia Independencia, Ejido de Ayotla, en el municipio de Chalco, para arreglar los cuartos, para que en cuanto ellos llegaran con el secuestrado, no hubiera papeles o cosas que pudieran ser identificadas.
“Como a las 10 de la noche, Daniel y Aurelio Arizmendi llegaron con Martín. Iban acompañados de 10 personas que participaron en el levantón, en un Ford Econoline donde lo llevaban atado de las manos y vendado de los ojos. Yo le daba de comer, lo llevaba al baño y platicaba con él, mientras que otras cuatro personas lo vigilaban para impedir que se fugara. Al cuarto día, Daniel me ordenó que le dijera al secuestrado que no se preocupara, que ya iba a ser liberado, que su familia había pagado el rescate. En la madrugada, lo liberamos atrás de una gasolinera ubicada en la calzada Ignacio Zaragoza, donde Daniel le advirtió que no hiciera nada indebido porque lo rafaguearían. Por este asunto, me pagaron 10 mil pesos”.
A las nueve de la noche del cuarto día, Martín es liberado. Lo dejan a dos calles de la avenida Zaragoza, en la colonia Santa Martha Acatitla, hincado, con la cabeza hacia el suelo, sobre la banqueta. Le dieron una chamarra y 100 pesos. Le devolvieron una cadena de oro en forma de torzal, con un dije con el logotipo de un gimnasio. Ahí queda, pasmado y vendado de los ojos. Antes de irse, los secuestradores le advierten que cuente hasta el 300. Si se levanta antes de 300, lo matan.
Martín rememora su tragedia como si aún no acabara: “Cuando acabé de contar hasta 300, me quité la venda de los ojos, tomé un taxi y me fui a mi casa. Nunca me golpearon durante mi secuestro, solamente me jalaron de los cabellos bruscamente en mi detención. Me dijeron que si todo salía bien, primero dios, cuando me soltaran, no debía avisar a mi familia ni a la policía, y que nunca me volverían a molestar. Dos de los cuatro días que estuve secuestrado, pusieron a una persona a que platicara conmigo. Con él me desahogaba; era evangelista. Decía que participaba de los secuestros porque necesitaba dinero. Después de mi liberación, me enteré que se pagó por mi rescate 600 mil pesos, que juntaron mis hermanas”.
Tres años después, al ver que sus captores son exhibidos en cadena nacional, Martín los denuncia. La aprehensión se anunció como un gran logro de la justicia mexicana.
En realidad, detalla uno de los participantes en la detención del Mochaorejas, que omite su nombre por seguridad: “Su captura no fue un operativo de inteligencia de las fuerzas policiacas como se anunció, sino una traición de uno de sus cercanos, quien lo puso (avisó a la policía) y dijo la hora en que Daniel Arizmendi pasaría cerca del Toreo de Cuatro Caminos a bordo de su vochito. Fue una felonía de su gente”.
“Mi primer secuestro”
Ése fue el primer secuestro de Daniel Arizmendi, el Mochaorejas, y de sus cómplices, según el mismo Daniel describe en su declaración, contenida en el expediente de sentencia penal 78/2004-1, del 27 de febrero de 2007: “Mi primer secuestro fue el de un muchacho de nombre Martín, como de 30 años de edad a finales de 1995. Era dueño de una gasolinera, ubicada en avenida Cuauhtémoc, esquina con avenida Pantitlán.
“Cuando iba saliendo de la gasolinera solo y a bordo de una camioneta Dodge, color blanca, Erick Juárez Martínez le cerró el paso con un vehículo Tsuru blanco, y otra camioneta que manejaba Joaquín Parra Zúñiga, en la cual también iban Raciel, Antonio Zúñiga y su hermano Epigmenio, el Epi. El secuestro fue sugerido por Parra Zúñiga y Juan Salgado Rogel”.
Daniel se comunicó con la familia de Martín: la negociación duró dos días. El monto del rescate fue entregado en billetes usados de diferentes denominaciones en una caja de jabón Fab. Para recogerlo, Daniel envió a un testaferro, quien entregó el dinero a un tercero que se fue directo al taller de Valle de Chalco para contarlo y repartirlo.
En el mismo expediente, Aurelio Arizmendi López cuenta de su participación en el secuestro de Martín Gómez Robledo: “Desde 1995, inicié mis actividades en los secuestros, cuando mi hermano Daniel, Joaquín Parra Zúñiga y Víctor Alcalá me comentaron que iban a secuestrar a Martín. Víctor nos dijo que esta persona tenía dinero y que podía pagar el rescate. Ellos ya tenían el plan de campanearlo (observarlo) cuando salía de su negocio y de levantarlo a tres calles de su establecimiento, para llevarlo a mi taller de la calle 17, de la colonia Valle de Chalco.
“Fue levantado como a las ocho de la noche. Lo transportamos a bordo de su camioneta, una Van de color blanca. Lo llevamos a mi taller, lo vendamos de los ojos y lo amarramos, mientras negociaba mi hermano Daniel con su familia, desde un teléfono público”. El hermano de Martín, una vez que Daniel lo amenazó con que si no daban 600 mil pesos lo iban a matar, dijo que lo esperáramos tres días para reunir el dinero. A los tres días, ya estaba listo el dinero del rescate.
“Quedamos de acuerdo que la entrega se iba a hacer colocando el dinero en una caja de galletas, en un billar que se encuentra al lado de la gasolinera. Mandamos a recogerlo a un amigo de Daniel que actualmente se encuentra preso en la Perla. Le dijimos que, una vez que tuviera la caja, se fuera para la avenida Zaragoza, cerca del puente del nueve y medio, donde nos la entregó. Mi hermano le dio 200 pesos por el servicio.
“Nos fuimos a mi taller por el secuestrado; lo subimos a la camioneta y lo llevamos vendado hasta el Peñón de Zaragoza. Lo dejamos atrás de un hotel, sentado y vendado en la banqueta. Le dije que una vez que nos fuéramos, caminara a mano izquierda y encontraría la avenida Zaragoza para que tomara un taxi. Le di un billete de 50 pesos y nos regresamos al taller para repartir el dinero. En esa ocasión, me tocaron 40 mil pesos. Después de tener cada quien nuestra parte, nos retiramos a nuestras casas.”
Secuestro, crimen en ciernes
Expolicía judicial de Morelos, a Daniel Arizmendi se le conoce como el secuestrador más sanguinario que ha operado en México, pero con su detención no se frenó el ilícito. Decenas de bandas, formadas muchas por sus pupilos, proliferaron en todo el país. El Instituto para la Seguridad y la Democracia dice que en los años en que operaba la banda del Mochaorejas, entre 1995 y 1998, se registraban en México 1 mil 42 secuestros denunciados al año. Hoy las cifras apuntan a más de 8 mil.
Con datos aportados por diversas organizaciones de la sociedad civil, apenas en mayo México se ubicó como el país de mayor incidencia en secuestros a nivel mundial.
Un estudio realizado por el Grupo Multisistemas de Seguridad Industrial, difundido por su director, Alejandro Desfassiaux, también presidente del Consejo Nacional de Seguridad Privada, revela que en México se denuncian, en promedio, 8 mil secuestros anuales. A ellos se suman los cientos de secuestros exprés que no se denuncian.
El informe ubica al Distrito Federal con mayor incidencia del ilícito, con el 6.6 por ciento de los casos denunciados, seguido de Guerrero, con el 6.4 por ciento; luego Sinaloa, con el 5.2 por ciento; el Estado de México, con el 4.3 por ciento, y Chihuahua, con el 1.5 por ciento.
La incidencia del secuestro exprés ubica también al Distrito Federal a la cabeza, seguido de Jalisco, Morelos, Sinaloa, Chiapas, Guerrero, Michoacán y Oaxaca.
De la simple petición del rescate, Daniel Arizmendi innovó en sus maneras de presión mucho más sanguinarias: cercenar la oreja a sus víctimas y enviársela a la familia para presionar el pago. Se le atribuyen 21 secuestros y tres homicidios, dos de ellos porque no se pagó el rescate y uno más durante el intento de secuestro. En la mayoría de ellos, hubo cercenamiento de sus víctimas.
Las autoridades judiciales contabilizaron la fortuna de Arizmendi por dichos ilícitos en 4.7 millones de dólares, 43 millones de pesos, 601 centenarios y 25 casas.
Después de su captura, María de Lourdes Arias, esposa de Daniel, contó cómo su marido le anunció que ya no se dedicaría al robo de autos, ilícito en el que ingresó desde sus años como policía judicial, y que ya tenía otro negocio. Le dijo que había una persona que pagaría dinero por su libertad. Se refería a Martín, el muchacho de la gasolinera.