En América Latina, la decadencia ideológica ha concernido a la dogmática del pensamiento único neoliberal y al campo del neodesarrollismo liberal. Y la respuesta social ha sido la formación de gobiernos de amplia base popular que luchan contra la pobreza generada, precisamente, por los modelos económicos voraces
Desde la perspectiva de la historia de la cultura y las ideas, el pensar de los grandes constructores de nuestra América ha tenido un carácter crítico, desde fines del siglo XIX hasta nuestros días. La crítica de ese pensar ha estado referida, en una medida decisiva, a la visión Occidental –Noratlántica sería más preciso– de la civilización como marco superior de relaciones de los seres humanos entre sí.
A eso se refería José Martí en 1884 cuando calificaba la civilización como “el nombre vulgar con que corre el estado actual del hombre europeo”, que le otorga “derecho natural de apoderarse de la tierra ajena perteneciente a la barbarie, que es el nombre que los que desean la tierra ajena dan al estado actual de todo hombre que no es de Europa o de la América europea.” [1]
Ese carácter se ha expresado en una ruptura progresiva de certidumbres aparentes. Una, como veremos, ha sido la del conflicto entre la civilización y la barbarie como clave explicativa de nuestro devenir establecida en 1845 por Domingo Faustino Sarmiento en su Facundo, texto indispensable para conocernos y comprendernos. Otra, la de la incapacidad del marxismo para aportar al conocimiento de nuestras sociedades; otra más, la de la religiosidad como pilar monolítico del orden aquí establecido y otra, aun, la de nuestra incapacidad para desarrollar un pensamiento original sobre la crisis que aqueja al sistema mundial contemporáneo.
El objeto de la crítica
Así las cosas, cualquier discusión sobre el pensamiento crítico en nuestra América debe asumir como su objeto inmediato la circunstancia de deterioro general de las condiciones de vida y esperanza de amplios sectores de nuestras sociedades. Esa circunstancia combina hoy un crecimiento económico incierto, una inequidad social persistente, una degradación ambiental constante y un deterioro institucional creciente.
Todo esto, además, en un marco de decadencia ideológica de nuestros sectores dominantes, que promueven de manera cada vez más activa la judicialización de la política, la militarización del poder, el acotamiento conservador de los derechos políticos y sociales de las ciudadanías, y la desarticulación de los vínculos entre las organizaciones de trabajo intelectual y los movimientos sociales y populares, que tanta importancia llegaron a tener entre nosotros a partir de la reforma universitaria de Córdoba, cuyo centenario se cumple en este 2018.
Ese proceso de decadencia ideológica tiene especial importancia en cuanto es, precisamente, en el terreno de las ideas donde los seres humanos adquieren conciencia de los conflictos que animan el desarrollo histórico de sus sociedades y luchan por resolverlos, al decir de Carlos Marx. Las formas que adopta esa toma de conciencia, y las expresiones políticas que anima, dan cuenta así de los objetivos que esas sociedades pueden alcanzar, en la medida en que estos “sólo surgen cuando ya se dan o, por lo menos, se están gestando, las condiciones materiales para su realización.” [2]
Esa decadencia ideológica se expresa, tanto en lo que concierne a la dogmática del pensamiento único neoliberal como en el campo del neodesarrollismo liberal que llevó, entre fines del siglo pasado y principios de éste, a la formación de gobiernos de amplia base popular, que adoptaron importantes medidas de construcción de ciudadanía y de lucha contra la pobreza.
Se trata, en todo caso, de dos aspectos de un mismo problema: el de la bancarrota política del liberalismo a partir del fin de la Guerra Fría, y sus crecientes limitaciones para conducir la transición del mercado mundial desde su fase internacional hacia la global sin poner en riesgo la civilización que conocemos y la propia existencia de nuestra especie.
La construcción del objeto
La construcción del objeto del pensamiento crítico debe prestar especial atención a determinados rasgos de la decadencia ideológica que tienen un peso relevante en la cultura dominante en nuestras sociedades. Uno de ellos, por ejemplo, consiste en la prioridad otorgada al análisis de los problemas que emergen en la crisis, concentrándose en asumir como natural una circunstancia que es, ante todo, histórica.
Ello incluye el uso de categorías tomadas de las ciencias naturales, como la de desarrollo –que señala el proceso de formación, maduración y muerte de un organismo– para utilizarlas como metáforas de procesos inevitables, sin incluir por supuesto la crisis y desaparición del sistema social y económico que así se desarrolla. En este sentido, cobra una renovada importancia la advertencia que nos hiciera José Martí en 1891:
“A lo que se ha de estar no es a la forma de las cosas, sino a su espíritu. Lo real es lo que importa, no lo aparente. En la política, lo real es lo que no se ve. La política es el arte de combinar, para el bienestar creciente interior, los factores diversos u opuestos de un país, y de salvar al país de la enemistad abierta o la amistad codiciosa de los demás pueblos.” [3]
¿Qué es lo aparente, aquí? ¿Qué es lo real? Lo es el hecho de que la crisis del desarrollismo liberal dominante en nuestra América durante las décadas de 1950 a 1970 no llevó a trascender las contradicciones que la generaban, sino a restaurar en nuevos términos el viejo Estado liberal oligárquico como forma concreta de modernidad en nuestra América.
Entramos, de ese modo, a navegar en la crisis contemporánea –de complejidad y conflictividad tan extraordinarias–, con una institucionalidad que, en el plano ideológico y cultural, había cumplido su papel histórico fundamental entre 1880 y 1930. Y en virtud de ello, esa institucionalidad dedicó un especial empeño a la desestructuración de los vínculos políticos e ideológicos entre los trabajadores manuales e intelectuales forjados en nuestra América de la década de 1920 en adelante.
Considerado esto, la construcción del objeto del pensamiento crítico pasa, en primer término, por la reconstrucción de su historicidad, asumida desde las amenazas y las esperanzas que nos plantea a todos el futuro. Esa reconstrucción incluye, además, a la de nuestro propio pensar crítico en sus autores y sus fuentes principales.
Esto incluye, por ejemplo, a nuestra gran tradición liberal democrática radical, que tiene a su vocero mayor en José Martí, entre 1875 y 1895; a José Carlos Mariátegui, que hizo del marxismo una herramienta de nuestra cultura, sobre todo con sus Siete Ensayos de Interpretación de la Realidad Peruana, de 1928, y sin duda al Padre Gustavo Gutiérrez, que en 1968, con su Teología de la Liberación, abrió espacios de diálogo y encuentro entre la religiosidad popular y la intelectualidad laica de nuestros países, que siguen dando frutos hasta hoy.
De allí nos viene el hecho no sólo de que esa tradición de pensamiento crítico haya alcanzado una expresión de singular importancia en relación con los problemas ambientales de nuestro tiempo en la Encíclica Laudato Si, del primer Papa latinoamericano en la historia de la Iglesia, sino además que antes, en Evangelii Gaudium, ese mismo pontífice propusiera cuatro principios para orientar “el desarrollo de la convivencia social y la construcción de un pueblo donde las diferencias se armonicen en un proyecto común”.
En primer lugar, nos dice, es importante recordar que el tiempo es superior al espacio, precisamente porque lo que demanda ese proceso de construcción es “ocuparse de iniciar procesos más que de poseer espacios”, privilegiando “las acciones que generan dinamismos nuevos en la sociedad e involucran a otras personas y grupos que las desarrollarán, hasta que fructifiquen en importantes acontecimientos históricos.
Ese proceso, al propio tiempo, sólo será posible en la medida en que la unidad prevalezca sobre el conflicto. Esto exige conocer los intereses de las partes en términos que permitan expresarlos en un interés general del todo social, desarrollando “una comunión en las diferencias, que sólo pueden facilitar esas grandes personas que se animan a ir más allá de la superficie conflictiva y miran a los demás en su dignidad más profunda”, y haciendo de la solidaridad “un modo de hacer la historia, en un ámbito viviente donde los conflictos, las tensiones y los opuestos pueden alcanzar una unidad pluriforme que engendra nueva vida.”
En esa perspectiva, advierte, importa recordar que la realidad es superior a la idea. “La realidad simplemente es,” dice, mientras que “la idea se elabora.” El pensar crítico, en este sentido, debe “instaurar un diálogo constante” entre ambas, pues lo que convoca “es la realidad iluminada por el razonamiento.” [4] Y en ese razonar, agrega, se encuentra la clave para alcanzar una visión de la totalidad que no excluya a ninguna de sus partes, recordando que el modelo a lograr:
“No es la esfera, donde cada punto es equidistante del centro y no hay diferencias entre unos y otros, sino el poliedro, que refleja la confluencia de todas las parcialidades que en él conservan su originalidad. Esa vía nos acerca, así, a la conjunción de los pueblos que, en el orden universal, conservan su propia peculiaridad; es la totalidad de las personas en una sociedad que busca un bien común que verdaderamente incorpora a todos.” [5]
Aquí, el ayer se encuentra con el mañana. Lo planteado por Francisco confirma, a siglo y casi cuarto de distancia, lo planteado por Martí en su ensayo mayor, Nuestra América, en el cual el pensar crítico es un objeto privilegiado de reflexión: aquí, entre nosotros, “el libro importado ha sido vencido en América por el hombre natural. Los hombres naturales han vencido a los letrados artificiales. El mestizo autóctono ha vencido al criollo exótico. No hay batalla entre la civilización y la barbarie, sino entre la falsa erudición y la naturaleza”. [6]
Tal nuestra tarea, tal el medio de cumplirla.
*Ensayista, investigador y ambientalista panameño.
Referencias:
[1] “Una distribución de diplomas en un colegio de los Estados Unidos”. La América, Nueva York, junio de 1884. Obras Completas. Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1975. VIII, 442.
[2] Prólogo a la Contribución a la Crítica de la Economía Política, (1859). http://www.marxists.org/espanol/m-e/1850s/criteconpol.htm
[3] “La Conferencia Monetaria de las Repúblicas de América”. La Revista Ilustrada, Nueva York, mayo de 1891. Obras Completas. Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1975. VI, 158.
[4] “Hay políticos –e incluso dirigentes religiosos– que se preguntan por qué el pueblo no los comprende y no los sigue, si sus propuestas son tan lógicas y claras. Posiblemente sea porque se instalaron en el reino de la pura idea y redujeron la política o la fe a la retórica. Otros olvidaron la sencillez e importaron desde fuera una racionalidad ajena a la gente.”
[5] Evangelii Gaudium. http://www.aciprensa.com/Docum/evangeliigaudium.pdf
[6] Nuestra América. El Partido Liberal, México, 30 de enero de 1891. Obras Completas. Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1975.VI, 17.
Guillermo Castro H*/Prensa Latina
[ANÁLISIS INTERNACIONAL]