Durante los últimos 35 años, Arabia Saudita ha venido apoyando todos los movimientos yihadistas, incluyendo los más extremistas. Pero ahora Riad parece cambiar súbitamente de política. Al ver amenazada su propia existencia por la posibilidad de un ataque del Emirato Islámico, Arabia Saudita ha dado la señal para la destrucción de esa organización. Pero, a pesar de las apariencias, el Emirato Islámico sigue disponiendo del respaldo de Turquía e Israel, países que comercializan el petróleo robado por ese grupo yihadista
Thierry Meyssan/Red Voltaire
Damasco, Siria. La unanimidad del Consejo de Seguridad de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) contra el Emirato Islámico y la adopción de la resolución 2170 no pasan de ser una imagen de fachada que no puede hacernos olvidar el respaldo estatal que el Emirato Islámico ha recibido y que aún sigue recibiendo.
Para referirnos únicamente a los recientes acontecimientos de Irak, todo el mundo ha podido observar que los hombres del Emirato Islámico entraron en ese país a bordo de columnas de Humvees, tan relucientes que parecían acabados de salir de las fábricas de la firma estadunidense American Motors Corporation, y con armamento ucraniano, igualmente acabado de fabricar. Fue con ese equipamiento que se apoderaron del armamento estadunidense del ejército iraquí. Y todo el mundo se sorprendió al ver que el Emirato Islámico disponía de administradores civiles capaces de hacerse cargo al momento de la administración de los territorios conquistados y de especialistas en propaganda capaces de divulgar sus acciones utilizando internet y la televisión, personal claramente formado en Fort Bragg.
Aunque la censura estadunidense impidió la difusión de información al respecto, a través de la agencia Reuters pudo conocerse la realización de una sesión secreta del Congreso de Estados Unidos donde se aprobó –en enero de 2014– el financiamiento y la entrega de armamento al Ejército Libre Sirio, al Frente Islámico, al Frente al-Nusra y al Emirato Islámico (entonces conocido como Estado Islámico de Irak y el Levante) hasta el próximo 30 de septiembre. Unos días después, la televisión saudita Al-Arabiya se jactaba de que el verdadero jefe del Emirato Islámico era el príncipe saudita Abdul Rahman. Más tarde, el 6 de febrero, el secretario del estadunidense Departamento de Seguridad de la Patria (Homeland Security) se reunía en Polonia con los principales ministros de Interior europeos para pedirles que mantuviesen a los yihadistas europeos en el Levante prohibiéndoles el regreso a sus países de origen. El verdadero objetivo de esa medida era garantizar que el Emirato Islámico contara con suficientes hombres para su ofensiva contra Irak. Y, finalmente, a mediados de febrero, un seminario de 2 días reunió a los miembros del Consejo de Seguridad Nacional de Estados Unidos con los jefes de los servicios secretos aliados implicados en Siria, probablemente para preparar la ofensiva del Emirato Islámico en Irak.
Es indignante observar cómo los medios de prensa internacionales han comenzado últimamente a denunciar los crímenes de los yihadistas en Irak, sin mencionar que se trata de los mismos actos de barbarie que vienen perpetrando ininterrumpidamente en Siria desde hace 3 años.
No son nuevos los degollamientos y las decapitaciones públicas ni tampoco las crucifixiones. Por ejemplo, en febrero de 2012, el Emirato Islámico creado en el barrio de Baba Amro –en la ciudad siria de Homs– creó un “tribunal religioso” que condenó a más de 150 personas a ser degolladas, sin que esas muertes diesen lugar a ningún tipo de reacción de parte de las potencias occidentales ni de la ONU. En mayo de 2013, el comandante de la Brigada al-Faruk del Ejército Sirio Libre (los famosos “moderados” que tanto defiende Occidente) difundió en internet un video donde se le veía mutilando el cuerpo de un soldado sirio y comiéndose su corazón. A pesar de tales atrocidades, en aquella época los occidentales seguían presentando a aquellos yihadistas como “opositores moderados”, pero desesperados, que luchaban por la “democracia”. La británica y flemática BBC incluso llegó a entrevistar al caníbal anteriormente mencionado para darle la oportunidad de justificar su acto de barbarie.
No cabe duda de que la diferencia que el ministro francés de Relaciones Exteriores, Laurent Fabius, establecía entre yihadistas “moderados” (el Ejército Sirio Libre y el Frente al-Nusra –es decir Al-Qaeda– hasta inicios de 2013) y yihadistas “extremistas” (el mismo Frente al-Nusra, pero a partir de 2013, y el Emirato Islámico) es un mero truco de propaganda.
El caso del califa Ibrahim resulta perfectamente esclarecedor. En mayo de 2013, durante el encuentro del senador estadunidense John McCain con los jefes del Ejército Sirio Libre, este personaje era simultáneamente miembro del estado mayor “moderado” y líder de la facción “extremista”. Asimismo, en una carta del 17 de enero de 2014, el general Salim Idriss, jefe del estado mayor del Ejército Sirio Libre, reconoció que Francia y Turquía le suministraban cargamentos de municiones, de las que una tercera parte estaba destinada al Ejército Sirio Libre mientras que los otros dos tercios iban a parar a manos de Al Qaeda a través del “moderado” Ejército Sirio Libre. La delegación de Francia no se atrevió a cuestionar la autenticidad de ese documento, presentado al Consejo de Seguridad de la ONU por el embajador de Siria, Bachar Jaafari.
Sabiendo lo anterior, resulta evidente que durante el mes de agosto de 2014 se produjeron cambios en la actitud de algunas potencias miembros de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) y del Consejo de Cooperación del Golfo, que han pasado de un respaldo secreto –aunque masivo y permanente– a una franca hostilidad. ¿Por qué?
La doctrina Brzezinski del yihadismo
Es necesario remontarnos a hace 35 años atrás para comprender la importancia del viraje que está dando hoy Arabia Saudita –y quizá Estados Unidos–. Desde 1979, Washington, instigado por el entonces consejero de seguridad nacional Zbigniew Brzezinski, decide respaldar el islam político para contrarrestar la influencia soviética, apuesta a la que ya había recurrido anteriormente en Egipto, donde Estados Unidos respaldó a la Hermandad Musulmana para debilitar el gobierno de Gamal Abdel Nasser.
Brzezinski decidió iniciar una gran “revolución islámica” desde Afganistán –entonces bajo el régimen comunista de Nur Muhammad Taraki– e Irán, donde el propio Brzezinski organizó el regreso del imam Ruhollah Jomeini. Según la visión de Brzezinski, aquella revolución islámica debía extenderse por el mundo árabe, arrasando a su paso con los movimientos nacionalistas vinculados a la entonces Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas.
La operación alcanzó un éxito inesperado en Afganistán: los yihadistas de la Liga Anticomunista Mundial (WACL), reclutados entre los miembros de la Hermandad Musulmana y encabezados por el anticomunista Osama bin Laden, emprendieron una campaña terrorista que llevó al gobierno afgano a reclamar la ayuda de los soviéticos. El Ejército Rojo entró en Afganistán, donde se empantanó durante 5 años, lo cual aceleró el derrumbe de la Unión Soviética.
Pero en Irán fue un desastre: Brzezinski se quedó estupefacto al descubrir que Jomeini no era el hombre que le habían descrito –un viejo ayatola deseoso de recuperar las tierras confiscadas por el sha– sino un verdadero antiimperialista. Al darse cuenta, tardíamente, de que la palabra “islamista” no significaba lo mismo para todo el mundo, Brzezinski decidió establecer una diferencia entre los “buenos” sunitas (colaboradores) y los “malos” chiítas (antiimperialistas) y poner la dirección de los primeros en manos de Arabia Saudita.
Finalmente, en el marco de aquella renovación de la alianza entre Washington y los Saud, el entonces presidente estadunidense James Carter anunció, en su discurso sobre el Estado de la Unión pronunciado el 23 de febrero de 1980, que en lo adelante el acceso al petróleo del Golfo era para Estados Unidos un objetivo de seguridad nacional.
Desde aquel momento, los yihadistas recibieron la tarea de hacerse cargo de todos los golpes bajos contra los soviéticos (y posteriormente contra los rusos) y contra los regímenes árabes nacionalistas o recalcitrantes. Las cosas se complicaron durante el periodo transcurrido desde que se acusó a los yihadistas de haber fomentado y realizado los atentados del 11 de septiembre de 2001 hasta el anuncio de la supuesta muerte de Osama bin Laden en Pakistán (en mayo de 2011). Había que negar toda relación con los yihadistas y, al mismo tiempo, utilizarlos como pretexto para intervenir. Pero en 2011 las cosas se hicieron nuevamente más claras con la colaboración oficial entre los yihadistas y la OTAN contra los gobiernos de Libia y Siria.
El viraje saudita de agosto de 2014
Durante 35 años Arabia Saudita financió y armó todas las corrientes políticas musulmanas, a condición:
1) de que fueran sunnitas;
2) de que afirmaran que el modelo económico de Estados Unidos es compatible con el islam; y
3) de que garantizaran que mantendrían cualquier contrato que su país hubiese firmado con Israel.
Durante 35 años, la inmensa mayoría de los sunitas prefirió ignorar la complicidad entre los yihadistas y el imperialismo; se declaró solidaria con todo lo que estos hicieron y todo lo que les atribuyeron. Y también legitimó el wahabismo como una forma auténtica del islam, a pesar de las destrucciones de lugares sagrados en Arabia Saudita.
Sorprendida ante el inicio de la llamada Primavera Árabe, a cuya preparación no había sido invitada, Arabia Saudita se inquietó al ver el papel que Washington confiaba a Catar y a la Hermandad Musulmana. Así que Riad no tardó en entrar en competencia con Doha para servir de padrino a los yihadistas en Libia y, sobre todo, en Siria.
Posteriormente, el rey Abdalá acudió en ayuda de la economía egipcia cuando el general Abdelfatah Al-Sisi, ya convertido en presidente de Egipto, puso en manos de Riad y de los Emiratos Árabes Unidos los expedientes policiales de todos los miembros de la Hermandad Musulmana. Además, ya en el marco de la lucha contra la cofradía, en febrero de 2014, el general Al-Sisi descubrió y reveló a los interesados el plan detallado de la Hermandad Musulmana para derrocar los gobiernos en Riad y Abu Dabi. En unos días, los conspiradores fueron arrestados y confesaron mientras que Arabia Saudita y los Emiratos Árabes Unidos amenazaban al padrino de la Hermandad Musulmana –Catar– con destruirlo si no renunciaba de inmediato a seguir apoyando la cofradía.
Riad no tardó en descubrir que la gangrena también abarcaba el Emirato Islámico y que este último se disponía a atacar Arabia Saudita después de apoderarse de un tercio del territorio iraquí.
Los Emiratos Árabes Unidos y Egipto pulverizaron el candado ideológico pacientemente construido a lo largo de 35 años. El 11 de agosto, el gran imam de la Universidad Al-Alzhar, Ahmed el-Tayeb, condenaba severamente el Emirato Islámico y Al Qaeda. Lo mismo hizo, al día siguiente, el gran muftí de Egipto, Shawki Allam.
Los días 18 y el 22 de agosto, Abu Dabi bombardeó, con ayuda del Cairo, las posiciones de grupos terroristas en Trípoli, la capital de Libia. Dos estados sunitas se aliaban por primera vez en un ataque contra extremistas sunitas en territorio de un tercer Estado sunita. El blanco de los ataques fue una alianza en la que figuraba Abdelhakim Belhadj, el exnúmero tres de Al Qaeda, nombrado gobernador militar de Trípoli por la OTAN después del derrocamiento de Gadafi. Hasta ahora parece que esas acciones fueron emprendidas sin que Washington fuese informado previamente.
El 19 de agosto, el gran muftí de Arabia Saudita, jeque Abdul-Aziz Al al-Sheikh, se decidía –por fin– a calificar a los yihadistas del Emirato Islámico y de Al Qaeda de “enemigos número uno del Islam”.
Las consecuencias del viraje saudita
El viraje de Arabia Saudita ha sido tan repentino que los actores regionales no han tenido tiempo de adaptarse a él y ahora se ven en posiciones contradictorias en diferentes aspectos. En general, los aliados de Washington condenan las acciones del Emirato Islámico en Irak, pero no en Siria.
Más sorprendente aún. Aunque el Consejo de Seguridad de la ONU condenó el Emirato Islámico en su declaración presidencial del 28 de julio y en su resolución 2170 del 15 de agosto, es evidente que la organización yihadista sigue recibiendo apoyo de varios estados: en franca violación de los principios que esos textos invocan y establecen, el petróleo iraquí robado por el Emirato Islámico transita a través de Turquía, allí –más exactamente en el puerto de Ceyhan– se carga en barcos cisterna que hacen escala en Israel, de donde parten nuevamente hacia Europa. Por el momento no se mencionan los nombres de las empresas involucradas, pero es evidente la responsabilidad de Turquía e Israel.
Por su parte, Catar, país que alberga numerosas personalidades de la Hermandad Musulmana, sigue afirmando que ya no tiene nada que ver con el Emirato Islámico.
En conferencias de prensa previamente coordinadas, los ministros de Relaciones Exteriores de Rusia y Siria, Serguéi Lavrov y Walid Muallem, llamaron a la formación de una coalición internacional contra el terrorismo. Pero Estados Unidos, mientras sigue preparando con los británicos la realización de operaciones terrestres en territorio sirio (la Fuerza de Intervención Negra), ha rechazado aliarse a la República Árabe Siria y se obstina en exigir la renuncia del presidente sirio Bashar al-Asad.
El choque que acaba de poner fin a 35 años de política saudita ahora se transforma en enfrentamiento entre Riad y Ankara. Ya en este momento, el Partido de los trabajadores de Kurdistán (PKK) –partido kurdo presente en Turquía y Siria, formación que Washington y la Unión Europea aún tienen clasificada como una organización terrorista– está recibiendo apoyo del Pentágono contra el Emirato Islámico. En efecto, contrariamente a las afirmaciones equívocas de la prensa atlantista, no son los peshmergas del Kurdistán iraquí sino los combatientes del PKK provenientes de Turquía y Siria quienes rechazaron durante los últimos días las embestidas del Emirato Islámico, con apoyo de la aviación estadunidense.
Conclusión provisional
Es difícil saber si la actual situación es real o un simple montaje. ¿Estados Unidos tiene realmente intención de destruir el Emirato Islámico que ayudó a construir y que se le ha ido de las manos o sólo quiere debilitarlo y conservarlo como instrumento político regional? ¿Ankara y Tel Aviv apoyan el Emirato Islámico por cuenta de Washington o contra Washington? ¿O será que están utilizando las disensiones internas existentes en Estados Unidos? ¿Se atreverán los Saud, con tal de salvar su monarquía, a aliarse con Irán y Siria, poniendo así en peligro el dispositivo de protección de Israel?
Thierry Meyssan/Red Voltaire
Contralínea 402 / Domingo 07 al Sábado 13 Septiembre de 2014