El éxodo de los pobladores de El Castaño, diezmados y amenazados por las pandillas, descubre el agudo problema del desplazamiento forzoso que vive El Salvador. En 2015, en el país se registraron 103 homicidios por cada 100 mil habitantes
Edgardo Ayala/Inter Press Service
Caluco, El Salvador. Una cancha de baloncesto se ha transformado, de un día para otro, en un albergue donde una veintena de familias desplazadas por la violencia de las pandillas encuentran cobijo y comida caliente, en el primer centro de su tipo en El Salvador.
Pero el temor, la tristeza y la incertidumbre aún los embarga. “Estoy triste y desconsolada, he perdido a mi padre y ahora andamos huyendo con mi familia, como si hubiéramos hecho algo”, cuenta una mujer de 41 años, que espera la hora del almuerzo en el albergue levantado en Caluco, un municipio rural del occidental departamento de Sonsonate. Ella y el resto de víctimas entrevistadas por Inter Press Service (IPS) en el lugar pidieron reserva de sus nombres, por temor a represalias.
Su padre fue asesinado a mediados de septiembre por integrantes de la pandilla Barrio 18, y luego amenazaron de muerte al resto de la familia. Ese grupo delictivo, junto a la Mara Salvatrucha, es responsable de buena parte de la actividad criminal que sufre este país centroamericano de 6.3 millones de habitantes.
En 2015, en El Salvador hubo 103 homicidios por cada 100 mil habitantes, lo que colocó al país como el más violento del mundo, sólo detrás de naciones en guerra, como Siria.
El gobierno izquierdista de Mauricio Funes (2009- 2014) propició en 2012 una tregua entre pandillas que bajó dramáticamente los asesinatos. Pero su sucesor, también del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional, el excomandante guerrillero Salvador Sánchez Cerén, desbarató ese proceso ante la animadversión que despertaba en la mayoría de la población, y los crímenes se dispararon nuevamente.
“Allá en El Castaño quedó la milpa que trabajaba mi marido, y yo dejé mi crianza de pollos”, agrega la mujer en el albergue, flanqueada por su esposo y sus dos hijos, y rodeada de niños que juegan en medio de tiendas de campaña y cuartos edificados improvisadamente con madera y plástico.
El refugio se montó de emergencia por las autoridades de Caluco, luego de que el 18 de septiembre pasado varias de las 60 familias de El Castaño, una comunidad agrícola perteneciente a ese municipio, salieran huyendo por la violencia desatada por Barrio 18, que controla el lugar desde hace unos 2 años.
El control del territorio implica que ese grupo delictivo tiene vía libre para someter a los pobladores a robos, violaciones y sobre todo extorsiones, señalan los desplazados. A quien no paga la cantidad exigida le dan 3 días para que abandone el lugar o la asesinan, aseguran.
De momento, los pandilleros se han replegado ante la presencia policial y militar que ha llegado al lugar tras divulgarse la fuga masiva, y el 4 de octubre algunos de los refugiados en Caluco fueron unas horas, custodiados por la policía, a ver sus cosechas y darle de comer a los animales.
La mayor parte de las familias de la comunidad buscó refugio con familiares y amigos en otras localidades de la zona. Dejaron sus casas cuando el albergue aún no había sido establecido.
“Me siento desubicado pero al mismo tiempo tranquilo, porque no hay gente con armas a mi alrededor”, dice otro afectado, de 64 años, que huyó a la casa de un amigo en Izalco, a unos 10 kilómetros de El Castaño.
Su modo de vida, la agricultura y la pequeña ganadería, ha quedado atrás, y ahora debe ingeniárselas para obtener recursos en otro lado. De momento, consigue algún dinero realizando viajes en un desvencijado camión.
“Hay que ver qué hago para que llegue la comida a la mesa”, narra a IPS, mientras bebe un refresco a la sombra de un árbol, en su forzada nueva localidad de residencia. Ya vendió sus seis vacas, que producían 70 litros diarios de leche y que él vendía en una lechería cercana.
El fenómeno no es nuevo en el país y ha venido siendo reportado aisladamente por los medios locales, pero el éxodo de los pobladores de El Castaño y el albergue montado en Caluco ha dejado al descubierto el agudo problema del desplazamiento forzoso que vive El Salvador.
La Mesa de la Sociedad Civil contra el Desplazamiento Forzado por Violencia y Crimen Organizado, en un informe difundido el 26 de septiembre, reportó 146 casos de ese tipo entre agosto de 2014 y diciembre de 2015, en un recuento parcial porque la organización no cubre todo el país.
Sólo en 36 por ciento de los casos, detalló el documento, las víctimas han interpuesto denuncias. La mayoría de los que no lo hicieron fue por el temor a represalias y a la desconfianza en las instituciones del Estado.
Las autoridades gubernamentales han minimizado el fenómeno, y recientemente el vicepresidente del país, Oscar Ortiz, declaró que el problema no se debe sobredimensionar, ya que “no estamos como en Afganistán”.
“El Estado no ha querido reconocer el problema de desplazamiento interno”, dice Nelson Flores, de la Fundación de Estudios para la Aplicación del Derecho, una de las 13 organizaciones que conforman la Mesa. Consecuentemente, tampoco ha querido elaborar un diagnóstico sobre el tema y sus impactos, añade a IPS.
“El fenómeno no es tan conocido porque camina silenciosamente: la gente es amenazada y tienen que salir de sus lugares de origen en silencio. Es más seguro así que poner denuncias”, señala Osvaldo López, director del Programa Dignidad y Justicia de la Iglesia Episcopal Anglicana de El Salvador, una de las organizaciones religiosas que sigue de cerca el fenómeno de la violencia causada por pandillas.
Agrega que el gobierno no declara oficialmente que hay una grave situación de desplazamientos internos por la violencia porque estaría reconociendo que ha perdido su capacidad de brindar seguridad a la población, y por tanto necesita de protección y apoyo internacional.
“Lo más probable es que las puertas de otros países se abran para que la gente salga, pero esa declaratoria trae repercusiones políticas y económicas fuertes para el país”, acota el religioso, en diálogo con IPS.
López fue responsable entre 2006 y 2014 del Programa de Atención a Personas Refugiadas y Solicitantes de Asilo en El Salvador, en nombre del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur).
Informes de organismos internacionales dan cuenta de que, en efecto, miles de personas son obligadas a dejar sus lugares silenciosamente, sin dejar rastro en las estadísticas oficiales. El Reporte global sobre desplazamiento interno 2016 revela que unas 289 mil personas fueron víctimas de esa situación en El Salvador hasta 2015, y la cifra aumenta a 1 millón de afectados al incluir México, Guatemala y Honduras, en una de las áreas más violentas del mundo.
“Los desplazamientos en la región tienden a mantenerse sin cuantificar y sin ser abordados por razones que van desde lo político a lo metodológico”, señala el informe, elaborado por el Centro de Monitoreo de Desplazamiento Interno, vinculado a la Organización de las Naciones Unidas y el Consejo Noruego para los Refugiados.
En algunos países de la región centroamericana hay una generalizada falta de reconocimiento de que la violencia causa éxodos internos, cita el documento, y Honduras es el único que lo ha aceptado oficialmente.
Mientras, las víctimas albergadas en Caluco esperan poder regresar en unos días a sus hogares, una vez que las autoridades establezcan un puesto policial permanente en El Castaño.
Edgardo Ayala/Inter Press Service
[BLOQUE: INVESTIGACIÓN][SECCIÓN: LÍNEA GLOBAL]
Contralínea 510 / del 17 al 22 de Octubre 2016