Los organismos de inteligencia de los Estados aliados permiten el desarrollo de servicios secretos paralelos y la realización de operaciones no controladas. Éste fue el método que permitió a los conspiradores del 11 de septiembre de 2001 utilizar los mecanismos del aparato estatal estadunidense a espaldas de sus propios colegas
Peter Dale Scott/Red Voltaire, segunda parte
Khaled al-Mihdhar y Nawaf al-Hazmi –dos de los presuntos piratas aéreos del 11 de septiembre de 2001– posiblemente tuvieron protección desde el principio porque habían sido enviados a Estados Unidos por los servicios de inteligencia de Arabia Saudita, conocido en el mundo por su nombre en inglés General Intelligence Directorate (GID). Eso explicaría por qué, después de su llegada, parecen haber sido financiados de forma indirecta por la Embajada de Arabia Saudita en Washington. Paul Church resume esos hechos en Asia Times Online (edición del 12 de febrero de 2012):
“Entre 1998 y 2002, hasta 73 mil dólares en cheques bancarios fueron transmitidos por Hayfa bint Faisal [la esposa del embajador de Arabia Saudita en Washington, el príncipe Bandar], a dos familias californianas conocidas por haber financiado a al-Midhar [sic] y a al-Hazmi (Bandar describió un día a George H W Bush y su esposa como ‘mi madre y mi padre’). La princesa Hayfa enviaba con regularidad pagos mensuales que iban de 2 mil a 3 mil 500 dólares a Majeda Dweikar, la mujer de Osama Basnan (quien era un espía del gobierno saudita, según varios investigadores).
“Numerosos cheques estaban [también] destinados a Manal Bajadr, la mujer de Omar al-Bayuni, a su vez sospechoso de trabajar en secreto para el reino [saudita]. Anteriormente, las familias Basnan, al-Bayuni y los dos piratas aéreos del 11 de septiembre habían vivido en el mismo inmueble en San Diego. Fue Omar al-Bayuni quien recibió a los asesinos cuando llegaron a Estados Unidos por primera vez y fue también él quien les proporcionó un apartamento y tarjetas de seguridad social (además de otras formas de colaboración). Incluso los ayudó a inscribirse en varias escuelas de pilotaje aéreo en la Florida”.
Si los dos sauditas habían sido realmente enviados por el GID es prácticamente seguro que fueron admitidos en Estados Unidos en el marco de un acuerdo de enlace entre el GID y la CIA (Agencia Central de Inteligencia estadunidense). El príncipe Turki ben Faisal, exdirector del GID, declaró que él mismo intercambiaba con la CIA sus informaciones sobre Al Qaeda y que en 1997 los sauditas “establecieron una comisión de inteligencia con Estados Unidos para intercambiar informaciones sobre el terrorismo en general y sobre […] Al Qaeda en particular”. El Informe de la Comisión sobre el 11 de Septiembre agrega que, como consecuencia del paso al año 2000, se emprendieron reformas en el Centro de Contraterrorismo (CTC), lo cual incluía a Alec Station (la Unidad bin Laden, de la CIA). En ese contexto, el CTC quería instaurar su plan, adoptado seis meses antes, que consistía en “mejorar las capacidades de los servicios de seguridad extranjeros que habían proporcionado información a través del enlace”.
Ésa era una especialidad de Richard Blee. Steve Coll informó que Blee y su superior, Cofer Black, estaban muy entusiasmados con las posibilidades que se abrían gracias a los acuerdos de enlace, ya que permitían extender la influencia y la capacidad de acción de la CIA en regiones cruciales. Así que, en 1999, Cofer Black y Richard Blee volaron juntos a Taskent, donde negociaron un nuevo acuerdo de enlace con Uzbekistán. Según Steve Coll y el Washington Post, aquel arreglo condujo al rápido establecimiento de un enlace de la CIA con la Alianza del Norte, en Afganistán, a través de Taskent. Thomas Ricks y Susan Glasser reportaron en el Washington Post que después de los atentados con bombas contra las embajadas de Estados Unidos en Dar es Salaam y Nairobi, en 1998, “Estados Unidos y Uzbekistán realizaron discretamente operaciones secretas comunes tendentes a contrarrestar el régimen talibán en el poder en Afganistán, así como a sus aliados terroristas […], según los responsables de esos dos países”.
Aquella implicación en Uzbekistán correspondía a un esquema regional mucho más amplio. Desde 1997, Estados Unidos había iniciado una serie de maniobras militares con las Fuerzas Armadas de Kazajstán, Kirguistán y Uzbekistán. Aquellos ejercicios simulaban un posible despliegue de fuerzas de combate estadunidenses en la región:
“Centrazbat’97 [sic], como se designaba, era claramente un test sobre la capacidad estadunidense de proyección de fuerzas en la cuenca del Caspio en caso de crisis. ‘No existe sobre la faz del planeta ninguna nación que esté fuera de nuestro alcance’, declaró el general Jack Sheehan […], el oficial de más alto rango en este ejercicio. Y para quien tenga dudas sobre la naturaleza de nuestros intereses en esta región, Catherine Kelleher, quien acompañaba a Sheehan como asistente del secretario adjunto de Defensa, citó ‘la presencia de enormes recursos energéticos’ como justificación de la implicación militar de Estados Unidos. La operación de 1997 fue la primera de una serie de ejercicios anuales [llamados] Centrazbat, concebidos para poner a prueba la rapidez con la que Washington podría directamente desplegar en esta región fuerzas basadas en Estados Unidos y emprender aquí operaciones de combate”.
En otras palabras, la actividad del Pentágono en Uzbekistán precedía en cuatro años el acuerdo público firmado en octubre de 2001 por Donald Rumsfeld y el presidente Islom Karimov.
Respecto del acuerdo de enlace que Richard Blee y Cofer Black negociaron con Uzbekistán –como exdiplomático que soy– permítanme observar que éste probablemente habría requerido acreditaciones especiales para quienes estuvieran al tanto de ese arreglo y para quienes intercambiaran información en el marco de ese enlace. Eso explicaría la exclusión de los agentes del FBI (Oficina Federal de Investigación estadunidense) no autorizados a tener acceso a aquella información, así como el comportamiento de los demás agentes no acreditados de la CIA, que seguían recogiendo y diseminando información sobre los dos supuestos piratas aéreos. El Grupo Alec Station necesitaba a las dos categorías de agentes para proteger la doble identidad del tándem de sauditas, y para garantizar que el FBI no les arrestara, lo cual hubiera traído complicaciones.
Es casi seguro que la CIA tenía importantes acuerdos de enlace, no sólo con el GID saudita y con Uzbekistán sino también con la Dirección de Inteligencia Interservicios de Pakistán (ISI, por su sigla en inglés). La CIA también había establecido acuerdos con los servicios de inteligencia de Egipto, y probablemente incluso con los de Yemen y Marruecos. Existen incluso razones para pensar que Ali Mohamed fue admitido para residir en Estados Unidos como agente de un servicio extranjero (probablemente egipcio) en el marco de algún arreglo de ese tipo.
Mohamed era un doble agente cuyo arresto en Canadá había sido impedido por el FBI, lo cual le permitió organizar los atentados de 1998 contra las embajadas estadunidenses. Figura simultáneamente entre las fuentes y el contenido del célebre Contacto Presidencial Cotidiano del 6 de agosto de 2001 (PDB, por su sigla en inglés), en el que la CIA avisó al presidente Bush de que “[Osama] bin Laden [estaba] decidido a atacar Estados Unidos”.
Según Jack Cloonan, el enlace de Ali Mohamed con el FBI, “todas esas informaciones [contenidas en el contacto presidencial] venían de Ali”, mientras que el PDB atribuía aquellos importantes descubrimientos a lo que “un agente operativo de la Yihad Islámica Egipcia (JIE, por su sigla en inglés) declaró a un servicio”. Es evidente que Ali Mohamed era miembro de la JIE y que el servicio en cuestión probablemente era egipcio, pero cuando Ali Mohamed fue inoportunamente admitido en Estados Unidos, al igual que Khaled al-Mihdhar y Nawaf al-Hazmi, no fue la CIA sino “otra agencia federal” quien se hizo cargo de él.
Probablemente se trataba de una agencia del Pentágono ya que entre 1987 y 1989, Ali Mohamed “estuvo destacado en el Comando de Operaciones Especiales (Socom, por su acrónimo en inglés) del Ejército estadunidense en Fort Bragg, la base de los Boinas Verdes y de Delta Force (la unidad de elite del contraterrorismo). El Socom, que incluye el Comando Mixto para las Operaciones Especiales (JSOC, por su sigla en inglés), tiene su propia división de inteligencia. Por otro lado, el Socom es el Comando que estableció en 1999 el programa Able Danger para vigilar a los agentes de Al Qaeda, y que también detuvo ese mismo programa, sin la menor explicación, antes del 11 de septiembre de 2001 y destruyó su base de datos. Por otra parte, el Socom operaba en Uzbekistán con agentes de la CIA gracias al acuerdo de enlace que habían negociado Cofer Black y Richard Blee, ambos miembros del CTC, el Centro de Contraterrorismo de la CIA.
Por todas esas razones, sugiero reconceptualizar lo que Kevin Fenton llama el “anormal” Grupo Alec Station. Pudiéramos considerar a esa facción como un equipo (o varios equipos) de enlace interagencias que disponía de acreditaciones especiales y que incluía miembros de Alec Station, colaboradores del FBI y probablemente elementos del Socom. Uno de esos colaboradores era la agente Dina Corsi, agente del FBI que, según Fenton, ocultó información vital a su colega, el agente Steve Bongardt, incluso después de que la NASA?(Administración Nacional de Aeronáutica y del Espacio estadunidense) autorizara el acceso de dicho agente.
Obligado recuento: el Safari Club y William Casey
Bajo diferentes formas, esos arreglos tienen su origen, al menos, en la década de 1970. En aquella época, importantes oficiales de la CIA, tanto en activo como ya retirados (entre los que se encontraba Richard Helms), estaban descontentos por los recortes de personal que el director de la CIA, Stanfield Turner, había realizado bajo la presidencia de James Carter. En respuesta, organizaron una red alternativa conocida como Safari Club.
Supervisado por los directores de los servicios de inteligencia de Francia, Egipto, Arabia Saudita, Marruecos e Irán (en aquel entonces bajo el poder del Shah), el Safari Club se convirtió en una base para oficiales de la CIA que, como Theodore Shackley y Thomas Clines, habían sido marginados o despedidos por el director de la CIA, Stanfield Turner. Como explicara después el príncipe Turki bin Faisal, el objetivo del Safari Club no era el simple intercambio de información, sino también dirigir operaciones secretas que la CIA no podía seguir realizando directamente a causa del escándalo del Watergate y de las reformas que se realizaron como consecuencia de aquel escándalo.
Hacia la década de 1970, el director de la CIA, William Casey, tomó decisiones cruciales en la dirección de la guerra secreta en Afganistán. Pero todas aquellas decisiones se elaboraron fuera del marco burocrático de la CIA dirigida por Casey ya que habían sido preparadas con los directores de la inteligencia saudita (primeramente con Kamal Adham y después con el príncipe Turki ben Faisal). Entre aquellas decisiones podemos citar la creación de una legión extranjera destinada a ayudar a los muyahidín afganos que luchaban contra los soviéticos. En otras palabras, la creación de una red de apoyo que posteriormente conocimos como Al Qaeda cuando finalizó aquella guerra entre la Unión Soviética y Afganistán. Casey puntualizó los detalles de aquel plan con los dos jefes de la inteligencia saudita y con el director del Bank of Credit and Commerce International (BCCI), el banco pakistano-saudita en el que tenían acciones tanto Kamal Adham como el príncipe Turki ben Faisal.
Al hacerlo, Casey estaba dirigiendo entonces una segunda agencia, o una CIA de dos canales construyendo con los sauditas la futura Al Qaeda en Pakistán, a pesar de que la jerarquía oficial de la agencia, la que Casey tenía bajo su mando en Langley, “pensaba [con toda razón] que aquello era una imprudencia”.
En American war machine (edición francesa: La machine de guerre américaine), incluí al Safari Club y al BCCI en una sucesión de arreglos elaborados en el seno de una “CIA alternativa” o de una segunda CIA que databan de la creación, en 1948, de la Oficina de Coordinación Política (OPC, por la sigla en inglés de Office of Policy Coordination). Es por lo tanto comprensible que George Tenet, el director de la CIA en tiempos de George W Bush, haya seguido el precedente de Casey y que se reuniera casi mensualmente con el príncipe Bandar, el entonces embajador de Arabia Saudita en Washington, sin revelar el contenido de aquellas conversaciones a los oficiales de la agencia a cargo de los temas sauditas.
El propio Kevin Fenton invocó el ejemplo del Safari Club para proponer una posible explicación del hecho que Richard Blee y Tom Wilshire utilizaban una “red paralela” para vigilar a al-Mihdhar y al-Hazmi en territorio estadunidense. Según Kevin Fenton, “retener las informaciones sobre Almihdhar et Alhazmi [sic] sólo tiene sentido si la CIA estaba vigilando a los dos hombres en el propio Estados Unidos, oficialmente o no”. Sin embargo, pudiéramos analizar una tercera posibilidad. En efecto, el GID pudiera haber estado vigilando sus movimientos, lo cual correspondería a las afirmaciones del príncipe Bandar de que los servicios de seguridad sauditas habían “seguido activamente los movimientos de la mayoría de los terroristas de manera detallada”.
Joseph y Susan Trento oyeron decir a un exoficial de la CIA –que había estado basado en Arabia Saudita– que “Hazmi y Mihdhar ambos eran agentes sauditas”. Si eso es cierto, es evidente que eran agentes dobles, que actuaban como terroristas (o se hacían pasar por terroristas) a la vez que actuaban como informantes (o se hacían pasar por informantes). En el campo del espionaje, los agentes dobles son extremadamente valiosos y a veces útiles, pero confiar en ellos puede resultar peligroso, como lo demuestra el ejemplo de Ali Mohamed.
Y así resultó para la CIA en relación con Arabia Saudita. En efecto, el GID respaldaba enérgicamente a Al Qaeda en países como Bosnia, en virtud de un acuerdo que estipulaba que esa organización yihadista “no interferiría en los asuntos políticos de Arabia Saudita ni de ningún otro país árabe”. El ministro del Interior de Arabia Saudita, Nayef ben Abdel Aziz, había negociado aquel compromiso con Osama bin Laden. El ISI pakistaní estaba mucho más activamente implicado con Al Qaeda y ciertos elementos de esa agencia de inteligencia probablemente se sentían más cercanos de los objetivos ideológicos de esa organización que del gobierno nominalmente laico de Pakistán.
En todo caso, recurrir a informantes ilegales no sólo es peligroso y puede arrojar resultados imprevisibles sino que es, además, un factor de corrupción. En efecto, para desempeñar su papel, los informantes tienen que violar la ley, y quienes los supervisan conociendo esa necesidad tienen que protegerlos absteniéndose a denunciarlos. También sucede, con demasiada frecuencia que los supervisores se ven obligados a intervenir para evitar que los informantes sean arrestados por otras agencias. Así que los supervisores se convierten constantemente en cómplices de los crímenes de sus informantes.
Incluso en las mejores circunstancias, la agencia interesada se ve obligada a decidir si autoriza al informante a perpetrar su crimen o si se lo impide, arriesgándose en ese último caso a que el informante deje de serle útil. Ante esa disyuntiva, las agencias tienden la mayoría de las veces a tomar decisiones contrarias al interés general.
Un buen ejemplo de lo anterior es el primer atentado con bomba cometido contra el World Trade Center (WTC) en 1993. Es un caso interesante porque Khalid Sheikh Mohamed, el supuesto cerebro del 11 de septiembre de 2001, también estuvo entre los organizadores del atentado de 1993, entre los que se hallaba también Emad Salem, informante del FBI. Posteriormente, basándose en pruebas provenientes de las grabaciones de sus encuentros con el FBI, Salem declaró que el propio FBI había decidido –por propia iniciativa– no impedir el proyecto terrorista. Ralph Blumenthal escribió para The New York Times un detallado recuento de aquella acción, anterior al misterio del 11 de septiembre de 2001:
“Se reveló a los funcionarios de las fuerzas del orden [el FBI] que había terroristas tratando de concebir una bomba, finalmente utilizada para volar el World Trade Center. Pensaron frustrar a los malhechores sustituyendo secretamente los explosivos por una pólvora inofensiva, declaró un informante después del atentado.
“El [informante] supuestamente debía ayudar a los malhechores a fabricar la bomba y proporcionales la pólvora falsa, pero aquel plan fue anulado por un supervisor del FBI que tenía otras ideas sobre la manera de utilizar al informante [llamado] Emad A Salem.
“Esta historia, sacada de la retranscripción de cientos de horas de grabaciones que el señor Salem realizó en secreto durante sus conversaciones con agentes de las fuerzas del orden, demuestra que las autoridades estaban en mejor posición de lo que dijeron en cuanto a tratar de frustrar los atentados con bomba del 26 de febrero contra los edificios más altos de Nueva York. La explosión mató a seis personas, hirió a más de 1 mil y provocó daños que sobrepasaron los 500 millones de dólares. Cuatro hombres están siendo procesados ante la Corte Federal de Manhattan por aquel ataque”.
Lo que hace aún más interesante el complot de 1993 es el hecho de que, según varias fuentes, Emad Salem era un agente del servicio de inteligencia egipcio enviado a Estados Unidos para espiar las acciones de Omar Abdel Rahman, a quien llamaban el Jeque Ciego. Por lo tanto es posible que el supervisor del FBI, que tenía “otras ideas” sobre la manera de utilizar a Emad Salem, fuera miembro de un equipo de enlace que no podía revelar lo que sabía a los demás agentes del FBI. Por ejemplo, es posible que ese supervisor estuviera al tanto de una posible negativa de la inteligencia egipcia a que se revelara la cobertura de Salem.
Esa posibilidad es a la vez hipotética y problemática; pero permite dar una explicación relativamente coherente a un comportamiento del FBI que puede calificarse como desconcertante.
Esta explicación no excluye la posibilidad de que algunos funcionarios del FBI tuvieran motivaciones más siniestras para permitir la realización de atentados con bomba, y disimularlo posteriormente. En efecto, en aquel preciso momento el jeque Omar Abdel Rahman era uno de los elementos centrales de un programa saudita muy sensible, en el que también participaban funcionarios estadunidenses. Aquel programa estaba destinado a reclutar y enviar combatientes muyahidín a Bosnia para luchar contra Serbia (incluyendo individuos como Ayman al-Zawahiri), que posteriormente fueron acusados en el complot del 11 de septiembre de 2001.
Después de haber visto el comportamiento de los investigadores y de las autoridades judiciales, resulta evidente que cierto número de agencias estadonidenses no querían interferir en las actividades del jeque Rahman. Incluso después de su inculpación, en 1995, en un caso de asociación de malhechores con vista a cometer atentados contra varios monumentos de Nueva York, el gobierno de Estados Unidos siguió protegiendo a Ali Mohamed, que era un personaje crucial en ese caso.
Peor todavía, el hecho de que el FBI permitiera la realización de esos atentados con bomba, forma parte de una serie de errores y de oportunidades no aprovechadas –todas vinculadas entre sí– que alcanzaron su clímax el 11 de septiembre de 2001. La serie comienza en 1991, con el asesinato de extremista judío Meir Kahane. En ese caso, el FBI y la NYPD (sigla en inglés del Departamento de Policía de Nueva York) arrestaron a dos de los asesinos y después los soltaron, permitiendo así que participaran posteriormente en los atentados con bomba de 1993 contra el WTC. Uno de los principales instructores de aquellos dos individuos era Ali Mohamed, quien por aquel entonces aún era miembro de las Fuerzas Especiales estadunidenses. Pero Patrick Fitzgerald, el fiscal a cargo del caso, evitó sistemáticamente que se diera a conocer públicamente el nombre de Ali Mohamed. En 1994, cuando Ali Mohamed fue arrestado en el aeropuerto de Vancouver por la Policía Montada de Canadá, el FBI intervino para obtener su liberación. Aquella iniciativa del FBI permitió que Mohamed viajara a Kenia, donde se convirtió en el principal organizador del atentado con bomba de 1998 contra la embajada de Estados Unidos en Nairobi.
Ali Mohamed fue finalmente arrestado por los estadunidenses en 1998, pero no fue encarcelado de inmediato. Es evidente que fue como hombre libre, que Ali Mohamed confió sin reservas a Jack Cloonan, su contacto en el FBI, que él conocía al menos a tres de los presuntos piratas aéreos del 11 de septiembre de 2001, y que incluso había ayudado a enseñarles cómo secuestrar aviones. En un libro publicado en septiembre de 2011, Ali Soufan afirma que 12 años después de haber aceptado su culpabilidad, en mayo de 1999, Ali Mohamed seguía esperando su condena en 2011.
Lo anterior hace pensar que hay en Estados Unidos un grave problema de funcionamiento muy anterior al 11 de septiembre. Se trata en realidad de un problema que ha seguido existiendo bajo las dos mayorías políticas. Las condiciones de confidencialidad garantizadas por las acreditaciones especiales no sólo impidieron que se conocieran las anomalías de funcionamiento –como demostraré más adelante– sino que contribuyeron a engendrarlas. La historia del espionaje demuestra que el poder, cuando se ejerce en la esfera de las actividades ilegales, se convierte poco a poco en una fuerza contraria al poder público democrático. Mientras más restringido es el grupo de planificadores especiales que dispone de sus propias acreditaciones, menos posibilidades hay de que sus decisiones correspondan a las exigencias de las legislaciones nacionales e internacionales, y menos aún a la moral y al sentido común.
A esas ambiguas condiciones de confidencialidad hay que agregar las relaciones fundamentalmente malsanas y corruptas que mantienen las agencias de inteligencia estadunidenses con las de Arabia Saudita y Pakistán. Esas relaciones han sido, hasta ahora, profundamente antidemocráticas, tanto en Asia como en Estados Unidos. Mediante un mecanismo de reciclaje de riquezas, la dependencia estadunidense del petróleo saudita ha subvencionado en realidad una propagación del islamismo por todo el mundo. Al mismo tiempo, el dinero que el 99.9 por ciento de los estadunidenses paga por su gasolina y su gas genera sumas gigantescas, sumas que los sauditas reciclan en las instituciones financieras del 0.1 por ciento que conforma la cúpula dominante en Wall Street.
De la misma manera, la oscura relación de Estados Unidos con el ISI pakistaní dio lugar a un considerable aumento del tráfico internacional de droga, esencialmente gracias a los clientes afganos de la CIA y del ISI. En resumen, el mal funcionamiento burocrático que ya mencionamos al referirnos al 11 de septiembre es síntoma de un problema mayor. Ese problema tiene su principal origen en la relación que Estados Unidos mantiene con Arabia Saudita, con Pakistán y –a través de esos países– con el resto del mundo.
Los acuerdos de enlace y la protección de Khaled al-Mihdhar y Nawaf al-Hazmi
Aún sin tener en cuenta el sugestivo precedente del atentado con bomba de 1993 contra el World Trade Center, resulta totalmente justificado pensar que ciertos acuerdos de enlace hayan podido impedir el arresto de Khaled al-Mihdhar y de Nawaf al-Hazmi. Analicemos, en primer lugar, lo que descubrió Kevin Fenton: “Es evidente que esas informaciones [sobre los dos individuos] no fueron retenidas como resultado de una sucesión de incidentes extraños sino de forma intencional”. Yo pienso que se trata de un descubrimiento importante e irrefutable. Pero no podemos estar tan seguros de la explicación que propone Fenton, según la cual “el objetivo de la retención de información era, en lo adelante, permitir el desarrollo de los ataques”.
En realidad, yo pienso que tras esa intención hay cierto número de posibilidades, que van desde la explicación relativamente inocente (los bloqueos provocados por un acuerdo de enlace) hasta la más espantosa. Antes de analizarlas tenemos que estudiar la noción de “permitir el desarrollo de los ataques”. Es evidente que si los presuntos piratas aéreos no eran arrestados en las puertas de embarque de los aeropuertos, la consecuencia sería que habría muertos. ¿Pero cuántos? Recordemos que en los documentos de la operación Northwoods, sobre la planificación de ataques bajo bandera falsa [las operaciones “bajo bandera falsa” o false flag son provocaciones organizadas y realizadas secretamente con la intención premeditada de atribuirlas al adversario] que debían justificar una intervención militar contra Cuba, varios responsables del Comité de Jefes de Estados Mayores Interarmas (JCS) habían escrito: “Podríamos desarrollar una campaña de terrorismo [falsamente atribuida a los comunistas de Cuba]” durante la cual “podríamos hundir un barco lleno de cubanos”. ¿Sería acaso muy diferente a ese plan la pérdida de cuatro aviones comerciales llenos de pasajeros?
Por supuesto, la dimensión trágica del 11 de septiembre de 2001 se vio considerablemente amplificada cuando los aviones se estrellaron contra las Torres Gemelas y contra el Pentágono. A pesar de ello es posible pensar que las personas que estaban al corriente del acuerdo de enlace sobre los dos sauditas no pensaran que dichos individuos fuesen capaces de concretar algo de aquellas proporciones. Debemos recordar que las lecciones de vuelo que recibieron, a pesar de ser simplemente a bordo de un Cessna, fueron tan desastrosas que terminaron prematuramente. El instructor les dijo que “simplemente no estaban hechos para pilotear”.
Permítanme sugerir que los ataques del 11 de septiembre se dividen en tres etapas diferentes: los secuestros aéreos, los estrellamientos contra los edificios y los sorprendentes derrumbes de tres edificios del World Trade Center. Es posible que el equipo de enlace del Grupo Alec Station previera solamente la primera etapa, sin imaginarse la existencia de las dos etapas siguientes.
Una explicación inicial de las retenciones de información sobre dos de los presuntos piratas aéreos –explicación a la vez simple y menos retorcida– sería la hipótesis que propuse en el caso de Emad Salem: las restricciones de acceso a la información impuestas por la existencia de las acreditaciones especiales requeridas en el marco de un acuerdo de enlace. Sin embargo, al igual que en 1993, los poderes secretos constituidos tras la muralla de las acreditaciones restrictivas podían utilizarse para alcanzar otros objetivos. La peligrosa situación creada entonces –es decir, la existencia de posibles piratas aéreos protegidos del arresto precisamente en momentos en que se esperaba un ataque– pudiera haber incitado a ciertos individuos a explotar las condiciones de secreto ya creadas como una oportunidad para planificar un incidente necesario para justificar la guerra. Hay que subrayar entonces un importante parecido entre el 11 de septiembre y el falso segundo ataque del Golfo de Tonkín, en agosto de 1964, utilizado para justificar la agresión contra Vietnam del Norte. Efectivamente, al igual que en aquella época, existía en la cumbre del Estado una poderosa facción que estaba decidida a desencadenar una acción militar unilateral. Se trata de la camarilla del proyecto del nuevo siglo estadunidense (PNAC, por su sigla en inglés), que maniobraba en 2001 en el seno del gobierno de Estados Unidos.
Uno de los indicios de esa siniestra intención es el hecho de que el modelo de disimulación que detalla Kevin Fenton no se limita a los dos sauditas y a sus supervisores de la estación de la CIA. También podemos comprobar una cadena de retenciones de información por parte de otras agencias. Para ser más precisos, se trata de las informaciones del grupo Able Danger que fueron destruidas por el Socom y de la disimulación que evidentemente cometió la Agencia de Seguridad Nacional estadunidense (NSA, por su sigla en inglés) de una intercepción importante, que aparentemente tenía que ver con los presuntos piratas aéreos y con Zacarias Mussaui.
Si en aquel entonces la NSA disimulaba información a los responsables interesados se trataría de un comportamiento que recuerda el papel de esa agencia en tiempos del segundo incidente de Tonkín, en agosto de 1964.
En un momento crucial, la NSA envió 15 segmentos de ROEM (datos de inteligencia de origen electromagnético) que indicaban –equivocadamente– un supuesto ataque de los norvietnamitas contra dos destructores estadunidenses. Al mismo tiempo, la NSA disimuló 107 segmentos de ROEM que demostraban –con toda exactitud– que no se había producido ningún acto hostil de parte de los norvietnamitas. En aquella época, el comportamiento de la NSA encontraba su eco en la CIA. Ambas agencias estaban conscientes de la existencia de un poderoso consenso en el seno de la administración de Johnson. En efecto, dicha administración ya había decidido que era necesario provocar a Vietnam del Norte con la esperanza de crear una oportunidad para una respuesta militar.
Gracias a numerosos relatos provenientes de fuentes internas de la administración de Bush, sabemos que antes del 11 de septiembre de 2001 existía también en la cúpula del Estado un poderoso consenso a favor de la guerra. Ese consenso orbitaba alrededor de Dick Cheney, de Donald Rumsfeld y de la llamada facción del PNAC, que antes de la elección de George W Bush había desarrollado un enérgico cabildeo a favor de una acción militar contra Irak.
Sabemos también que la inmediata respuesta de Rumsfeld a los atentados del 11 de septiembre de 2001 fue proponer un ataque contra Irak, y que la planificación de ese ataque se inició el 17 de septiembre de ese mismo año. Es por lo tanto necesario analizar la posibilidad de que los individuos que protegieron a los presuntos piratas aéreos hayan podido compartir esas ambiciones guerristas.
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Fuente: Contralínea 310 / Noviembre de 2012