Los integrantes de los pueblos originarios de Canadá padecen una de las más severas discriminaciones del Continente. A pesar de vivir en un país con los más altos índices de desarrollo humano y de nivel de vida del mundo, los indígenas generalmente subsisten en condiciones de pobreza y enfrentan una criminalización permanente de sus actividades
Yolaidy Martínez/Prensa Latina
Datos de un nuevo censo nacional revalidan a todas luces que el futuro demográfico de Canadá está en manos de los inmigrantes pero también en los indígenas, sector golpeado por añejos problemas de pobreza, marginación y discriminación.
El estudio Statistics Canada 2011 constató un acelerado crecimiento de la población autóctona, compuesta por 1 millón 400 mil 685 nativos de las comunidades mestizas o Metit, las esquimales o Inuit, y las llamadas primeras naciones.
En estos momentos, ese segmento constituye el 4.3 por ciento de los habitantes del país norteño –muy por encima del 3.8 por ciento reportado en 2006– y es el de mayor porcentaje de niños y jóvenes.
Sin embargo, desde hace siglos los pueblos originarios arrastran grandes brechas socioeconómicas y son objeto de perfiles discriminatorios que los mantienen con una alta tasa de desempleo y excluidos del resto de la sociedad canadiense.
Incluso, el relator de Naciones Unidas determinó en 2012 que 800 mil hogares no tienen acceso a una alimentación sana y suficiente, lo cual incrementa el riesgo de enfermedades, trastornos de conducta e impacta en el desarrollo físico de cualquier ser humano.
Muchos analistas políticos atribuyen esas disparidades a que el Estado no cumple a cabalidad con los tratados que reconocen a los aborígenes, los eximen de impuestos, les dan derecho a la caza y pesca si viven en reservas, y ofrecen algunos beneficios de salud y educación.
También coinciden en que las desigualdades se acrecentaron bajo la administración conservadora del primer ministro Stephen Harper, censurado por distintas instituciones de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) por las fallas en la atención integral a ese segmento.
De acuerdo con un informe de la Oficina de Investigación Correccional, presentado en marzo pasado en la Cámara de los Comunes, la proporción de prisioneros indígenas en Canadá aumentó en 40 por ciento en el periodo 1991-2011 y enfrentan sentencias más fuertes bajo extremas medidas de seguridad.
Ese reporte mostró que los nativos son el 23 por ciento de la población carcelaria del país –es decir, uno de cada cuatro reos– son condenados a plazos más largos, permanecen más tiempo confinados y son víctimas de un estigma sistémico en los órganos de justicia.
El director de la Oficina, Howard Sapers, denunció que esas personas tienen menos posibilidades de obtener la libertad condicional y son más propensos a que se les revoquen por problemas menores.
“Las disposiciones legislativas específicas para aborígenes están financiadas insuficientemente de forma crónica, están sin utilizar y son aplicadas de forma desequilibrada por los servicios penitenciarios”, dijo el investigador.
El Comité de la ONU sobre los Derechos del Niño avaló esos argumentos cuando censuró al gobierno de Harper por aprobar una ley que estigmatiza y facilita juzgar como adultos a menores de origen indígena, pero también a afrodescendientes, inmigrantes y discapacitados.
Para esa entidad mundial, la legislación C-10 de 2011 incumple con las normas internacionales en materia de respeto a las garantías de los infantes, es demasiado punitiva y no lo suficientemente reparadora.
En consecuencia, el Comité estimó necesario crear una comisión nacional para velar por los derechos de los niños autóctonos al considerar que viven bajo total vulnerabilidad y están abandonados a su suerte por un sistema federal carente de transparencia y de una política clara para atenderlos.
La situación de las mujeres originarias también es crítica y éstas aún son víctimas de prácticas coloniales que las relegan a roles subordinados, las deshumanizan y alientan la imagen de verlas como meros objetos sexuales sin rostro.
Se estima que en los últimos años al menos 600 niñas y mujeres canadienses de ese sector desaparecieron, fueron asesinadas, maltratadas y violadas, muchas por la policía, pero el gobierno canadiense no indagó lo suficiente en ningún caso, no buscó culpables y sigue sin adoptar recursos legales para evitar esos crímenes.
Tras varios años de reclamo y denuncias en múltiples espacios internacionales, el Parlamento decidió en marzo pasado crear una comisión multipartidista para investigar esos sucesos violentos y proponer soluciones en febrero de 2014.
Esas y otras problemáticas de infraestructura, limitado acceso a la educación y a los servicios de salud, más las desigualdades consecuentes de las férreas políticas fiscales del Estado para compensar su déficit presupuestal, conllevaron a los originarios canadienses a agruparse bajo el movimiento Idle No More (No Más Pasividad) a finales de 2012.
El levantamiento creció a nivel nacional durante varios meses en busca de respuesta federal a esas cuestiones, así como respeto a los derechos ancestrales de los aborígenes y el cese de medidas gubernamentales nocivas para la naturaleza.
Expertos y medios de prensa llegaron a comparar a la campaña con la llamada Primavera Árabe de 2010 o con el movimiento global de protesta conocido como Occupy, que en 2011 sacudió las principales potencias del planeta en demanda de un nuevo modelo económico, político y social.
Los expertos citaron como similitud el móvil común de descontento popular que dio paso a tales procesos, su rápida expansión y aceptación entre diferentes sectores sociales, la visión final de construir sociedades más justas, sanas y sostenibles, así como la repercusión a escala internacional.
Idle No More ganó eco en naciones como Estados Unidos, Reino Unido, Australia, Nueva Zelanda, Ucrania y Colombia, donde organizaciones civiles destacaron la férrea decisión de los indígenas canadienses de poner fin a la relación colonial con Ottawa y defender sus garantías constitucionales.
Gracias a los esfuerzos de los originarios, funcionarios de la ONU revisarán el año próximo la atención que les concede el gobierno en esferas como el acceso al agua potable, la vivienda y la educación, además de las gestiones federales para resolver los casos de mujeres y niñas desaparecidas y asesinadas.
Ottawa autorizó al relator especial de la ONU sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas, James Anaya, así como a los miembros del Comité para la Eliminación de la Discriminación contra la Mujer y la Comisión Interamericana de Derechos Humanos a realizar las visitas.
Ahora resta saber si Harper y sus conservadores tomarán en cuenta las recomendaciones de esas inspecciones internacionales e implementen medidas inmediatas y decisivas para poner fin a la larga historia de indiferencia, abuso y exclusión de las comunidades ancestrales de Canadá.
Fuente: Contralínea 338 / junio 2013