El aguacero había cesado y la selva escurría. Noche cerrada, sin luna. Las chicharras, alborotadas por la lluvia, zumbaban en coros de miles: un chirrido atronador. Un huaco, a lo lejos, lanzaba su graznido de advertencia. El vaivén de la hamaca dejaba asomar una guitarra, apenas rasgada de vez en vez por Berto, quien dormitaba, susurraba, soñaba.
La jornada había sido intensa: una comunidad indígena y una mestiza. A la última llegamos trompicando luego de 2 horas de camino terregoso sierra adentro y 6 más de veredas quebradas. Cuando el rastro se perdía, era preciso usar machete para desmontar y atravesar los riscos. “Mejor para allá no vayan”, nos habían exhortado en la oficina que la Comisión de los Derechos Humanos del Estado de Guerrero tiene abierta en Ciudad Altamirano: el narco, los traficantes de maderas preciosas, las guardias blancas de los caciques, la guerrilla, el Ejército… es una guerra de todos contra todos, van más de 20 muertos en 15 días. Del doctor Bertoldo Martínez Cruz, el funcionario sólo obtuvo una mueca de sonrisa. Aparte, Berto me dijo: “Pues por eso vamos; allá la gente nos necesita”.
En medio de esa “guerra”, más de 30 rancherías y comunidades sufrían el exterminio: precisamente lo que estaba en disputa eran sus montes, sus aguas. Esos ejidos y colectividades agrarias estorbaban a los narcos, a los talamontes y a los caciques. Antes de llegar a la comunidad del Espíritu Santo atravesamos pequeños poblados abandonados, algunos con las chozas quemadas, sin gente y con una que otra acémila o burro deambulando con todo y mecate. También vimos trincheras, esquirlas y otros rastros de combates. Posteriormente, en una de las entrevistas que Contralínea ha sostenido con el Ejército Revolucionario del Pueblo Insurgente (ERPI), la guerrilla me aseguró que constantemente una de sus dos columnas de la sierra se enfrentaba al narco y que los pistoleros del cártel local, asociado al de Sinaloa, recibían apoyo, incluso aéreo, del Ejército Mexicano.
Apenas veían a Berto, las familias se acercaban silenciosamente y, poco a poco, le soltaban: “Doctor Bertoldo, mi hijo tiene diarrea y está muy jiotoso”; “doctor, mi mujer no se puede parar desde hace una semana”; “mi hermano se accidentó y le duele la cintura”; “yo casi ya no veo”… Ahora sabía qué contenía una de las maletas que cargaba: medicamentos. Berto, médico de profesión, pudo haberse contratado en un hospital citadino o haber abierto un consultorio en Cruz Grande, su pueblo natal, en la región de la Costa Chica. Pero lo suyo era “ser pueblo, hacer pueblo, estar con el pueblo”, como diría otro caminante de esta misma sierra algunas décadas atrás (apenas ayer), el profesor Lucio Cabañas Barrientos. Ahí, en cada comunidad, antes de hacer asamblea y al final de la misma, se veían las filas de los pobladores esperando que Berto los auscultara. A mi comentario sobre la ausencia de médicos y su generosa labor (claro que no cobraba o pedía retribución alguna a los paupérrimos pobladores), sólo respondió: “Pero estas consultas no los curan porque su problema es mayor; lo que necesitan es organizarse para construir una transformación social”.
Su discurso no era estridente, pero sí claro, sencillo. Se había echado a cuestas la defensa de los derechos humanos de quienes más lo necesitaban: los campesinos que estaban siendo desplazados por los caciques (en ese entonces sólo mencionar el nombre del cacique y narcotraficante Rogaciano Alba generaba pavor en toda la Costa Grande, la Sierra y la Tierra Caliente), los defensores del medio ambiente (asesinados y torturados por oponerse a la tala clandestina) y las comunidades alejadas acosadas por el Ejército Mexicano sólo para que no se les ocurriera la peregrina idea de hablar con “los del paliacate rojo”, mucho menos cobijarlos o nutrirlos. Y lo asumió hasta sus últimas consecuencias.
Desde sus épocas preparatorianas y universitarias se vinculó a la lucha social. Se indignó en 1995 con la masacre de Aguas Blancas y asumió la búsqueda de justicia para los deudos y castigo para los perpetradores. Luego de la aparición en ese mismo sitio del Ejército Popular Revolucionario (EPR) 1 año después, fue acusado de ser parte del movimiento armado (incluso se dijo que era uno de los “comandantes”) y fue recluido el 3 de febrero de 1997 en el Centro Estatal de Readaptación Social ubicado en Acapulco. Casi 3 años después, junto con otros líderes sociales y activistas, como Benigno Guzmán, Efrén Cortés Chávez, Ángel Guillermo Martínez, Érika Zamora y Virginia Montes González, fue trasladado a un penal de máxima seguridad: el Centro Federal de Readaptación Social 2, de Puente Grande, Jalisco. Durante su detención y sus traslados fue sometido a severas torturas que lo marcarían para siempre. Logró su excarcelación el 6 de abril de 2000. Apenas libre, se dio a la tarea de fundar el Frente de Organizaciones Democráticas del Estado de Guerrero (FODEG) y, en 2004, junto con otros activistas y sobreponiéndose a las secuelas del tormento, fundó el Colectivo Contra la Tortura y la Impunidad (CCTI).
Redobló sus esfuerzos y recorrió cientos de comunidades de la Costa Chica, la Costa Grande, la Sierra y la Tierra Caliente. Siempre estuvo al pendiente de los muchachos de la Escuela Normal Rural Raúl Isidro Burgos, de Ayotzinapa, y de la organización estudiantil a la que pertenecen (la Federación de Estudiantes Campesinos Socialistas de México, FECSM). Se solidarizó con la lucha del Consejo de Ejidos y Comunidades Opositoras a la Presa La Parota (CECOP) y participó en sus movilizaciones. Estuvo al frente de la lucha por la presentación con vida de desaparecidos forzados y presos políticos. Cuando paramilitares asesinaron al comandante Ramiro, del ERPI, Berto reclamó el cuerpo del guerrillero para sepultarlo en una tumba con su nombre. Denunció los asesinatos de líderes comunitarios y el desplazamiento de familias de comunidades como La Laguna y Puerto las Ollas. Se solidarizó con la lucha de la Coordinadora Estatal de Trabajadores de la Educación de Guerrero (CETEG); padeció y denunció el asesinato de compañeros de lucha…
Su salud quedó mermada desde las torturas que padeció en prisión. A mediados de 2014 se convirtió en una necesidad vital para él realizarse hemodiálisis tres veces a la semana. Debía de convalecer cuando ocurrió la desaparición de los 43 en Iguala. Aquello literalmente lo sacó de la cama. Se puso al frente de las búsquedas y de la organización para pedir justicia. Regresó a sus responsabilidades en el FODEG y el Movimiento Popular Guerrerense. Al mismo tiempo se encargaba de demandar libertad para Nestora Salgado y los demás integrantes de la Coordinadora Regional de Autoridades Comunitarias-Policía Comunitaria…
Tuvo que ser hospitalizado a principios de este mes. El doctor Bertoldo Martínez Cruz murió el pasado 6 de mayo a las 3:30 horas en un hospital público. Contaba apenas con 59 años de edad.
…El sol llegaba casi al cenit. Íbamos sierra abajo. En lomos de burros prestados por pobladores del Espíritu Santo, bajamos senderos y cruzamos ríos. Aquella vez Berto no sólo hablaba de la lucha social, la política y la defensa de derechos humanos. Músico también, cantaba corridos, chilenas y sones (algunos de su autoría). Se mostraba orgulloso de la “tercera raíz” del mestizaje mexicano y le gustaba escucharse con el léxico caló de los “negros de la costa”. Resuenan algunos versos de la chilena El toro rabón, en la voz de Berto: “Qué bonita, qué bonita es la Costa de Guerrero/de mujeres sensitivas, hombres bravos y de acero…”.
Zósimo Camacho
[BLOQUE: OPINIÓN][SECCIÓN: ZONA CERO]
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