Nuestra solidaridad con Miguel Badillo, defensor de la libertad de expresión
En Guerrero y en nuestro país, el trabajo de los defensores y defensoras de derechos humanos se ha transformado en una actividad de alto riesgo por la falta de garantías por parte del gobierno que no respeta, no reconoce ni protege a los que alzan la voz a favor de los silenciados, perseguidos y encarcelados.
Los defensores y defensoras de derechos humanos son el núcleo del movimiento creciente de ciudadanos que se organizan contra los abusos del poder y que buscan la verdad y la justicia; luchan contra el hambre, la pobreza, la discriminación y el racismo, defienden los derechos de los pueblos indígenas, la igualdad de género y los derechos económicos, sociales y culturales de los excluidos.
Ante la debacle económica y la crisis del sistema de justicia estatal, los nuevos gobiernos han relegado el tema de los derechos humanos y lo han supeditado a los problemas de la inseguridad pública y la narcoviolencia. Con esta concepción policiaca sobre la seguridad nacional y la estabilidad política, los opositores al gobierno son tratados como enemigos de México. Los actos de protesta que realizan son calificados por las autoridades como acciones ilegales; a los líderes de estos movimientos se les fabrican delitos para amedrentarlos y colocarlos fuera de la legalidad. Los gobiernos, en lugar de atender las justas demandas de los pueblos y de las organizaciones, prefieren judicializar estos problemas para debilitar la lucha social y negociar delitos que no ha cometido la población que se moviliza.
En Guerrero, varios defensores y defensoras de derechos humanos enfrentan denuncias penales y son víctimas de amenazas, hostigamiento, tortura y encarcelamiento. Un caso emblemático es el de la Organización del Pueblo Indígena Me’Phaa (OPIM): desde hace 10 años –con motivo de la masacre de El Charco, municipio de Ayutla, donde el Ejército Mexicano mató a 10 indígenas del pueblo mixteco– los militares se han obstinado en perseguirlos por el simple hecho de defender los derechos de los indígenas. Con el pretexto de que en la zona había presencia del Ejército Revolucionario del Pueblo Insurgente (ERPI), las autoridades civiles permitieron que el Ejército Mexicano implantara su estrategia de guerra de baja intensidad.
En febrero de 2002, varios elementos del Ejército Mexicano cometieron una violación tumultuaria contra Valentina Rosendo Cantú, una indígena menor de edad originaria de Barranca Bejuco, municipio de Acatepec, que se encontraba lavando su ropa en el arroyo de su comunidad. En su testimonio, Valentina narra que los soldados llevaban a una persona amarrada y que se detuvieron para pedirle información sobre las personas que andan en el cerro encapuchadas y sobre los que siembran amapola. Al no poder responder en español, los militares golpearon y violaron a Valentina.
En marzo de 2002, en Barranca Tecuani, municipio de Ayutla, elementos del Ejército entraron a la casa de Fortunato Prisciliano e Inés Fernández con el pretexto de que en su patio tenían tendidos varios trozos de carne de res. Para los militares esto era un indicio de que se trataba de una familia que sembraba amapola, porque no es común que los indígenas se den el lujo de comer carne. Entraron sin permiso a su casa y encontraron a Inés trabajando en su cocina, preguntaron por su esposo, sobre su trabajo y sobre por qué tenía mucha carne en su patio. También le peguntaron sobre los encapuchados y los que siembran droga. Inés, llena de temor y acorralada por el Ejército, lo único que atinó a hacer fue acariciar a su hijo pequeño. Los militares no sólo se robaron la carne sino que de manera cobarde sometieron y violaron a Inés frente a sus hijos.
A pesar de las denuncias interpuestas ante el Ministerio Público del fuero común, las autoridades civiles decidieron turnar los dos casos a la Procuraduría de Justicia Militar, quien se ha encargado de encubrir a los militares y utilizar el fuero militar para impedir que los elementos castrenses sean investigados por la justicia civil.
Estos antecedentes han causado una persecución encarnizada contra la OPIM: el 17 de abril de 2008, cinco indígenas de esta organización fueron detenidos en un retén del Ejército, acusados de ser los responsables de la muerte de Alejandro Feliciano García, un informante del Ejército que fue asesinado el primero de enero del mismo año en la comunidad de El Camalote, municipio de Ayutla. Existen otras 10 órdenes de aprehensión contra miembros de la OPIM por este mismo delito. Amnistía Internacional ha declarado como presos de conciencia a los cinco miembros de la OPIM, porque su detención tiene una motivación política que busca dañar el trabajo que realizan como defensores de las comunidades me’phaa de la zona. Actualmente, Obtilia Eugenio y Cuauhtémoc Ramírez son objeto de amenazas de muerte y sufren un hostigamiento sistemático a causa de su compromiso con las que han sido víctimas de los abusos militares.
Otro caso de defensores es el del profesor Máximo Mojica, un dirigente histórico de la organización Tierra y Libertad que ha luchado por el derecho a la vivienda en el municipio de Teloloapan. El 27 de noviembre de 2008 fue detenido y torturado por la Policía Ministerial para luego ser arraigado junto con su esposa, María de los Ángeles Hernández Flores, y Santiago Nazario Lezma. Los tres son acusados por los delitos de secuestro y homicidio, y antes de cumplir los 80 días de arraigo el juez les dictó el auto de formal prisión. La Comisión Estatal de Derechos Humanos ha acreditado la tortura; sin embargo, las autoridades judiciales omitieron esta violación a sus derechos humanos y actuaron por consigna para someterlos a un proceso penal.
De 2005 a 2008, el Centro de Derechos Humanos de la Montaña Tlachinollan ha documentado 207 casos de defensores y defensoras de derechos humanos que han sido señalados por las autoridades del estado como responsables de cometer delitos por haber ejercido el derecho a la protesta. Las organizaciones y personas que se encuentran procesadas son: la OPIM, de Ayutla; la Coordinadora Regional de Autoridades Comunitarias, conocida como Policía Comunitaria; los dirigentes del Consejo Regional del Pueblo Me’Phaa Bathaa; los representantes del Consejo Ciudadano Indígena de Chilapa; los egresados de la Normal Rural de Ayotzinapa; los líderes del Consejo de Ejidos y Comunidades Opositoras a La Parota, y el dirigente de Tierra y Libertad.
Este patrón de criminalización contra los defensores y defensoras de derechos humanos deja entrever el rostro autoritario de un gobierno supuestamente de izquierda, que no respeta los derechos humanos y que no tolera el trabajo de los defensores y defensoras.
*Director del Centro de Derechos Humanos de la Montaña Tlachinollan