En Haití quedó plenamente descalificada la idea decimonónica de que la mano invisible del mercado es la que determina la marcha de la sociedad. Los alcances apocalípticos del terremoto del martes 12 de enero se magnificaron dramáticamente por la inexistencia del Estado como entidad organizadora de las actividades públicas. Se demostró que sin Estado no hay mercado, mucho menos sociedad capaz de ver por su propio bienestar. El caos imperante en Puerto Príncipe es consecuencia de que el Estado había dejado de existir en los hechos, aun cuando formalmente tuviera una presencia con fines utilitarios del grupo encaramado en el poder.
Es un absurdo pretender que sea el mercado el que sustituya al Estado como el ente responsable de la organización social y política de una nación, particularmente de las menos desarrolladas. Ya vimos, el año pasado, que incluso los países más firmemente convencidos de las bondades del mercado libre (el Grupo de los Siete) se vieron obligados a intervenir con toda su fuerza institucional para paliar los efectos de la crisis económica. Así lo hizo, como líder del movimiento, Barack Obama, quien hace unos días se apresuró a cobrar a los banqueros beneficiados con el apoyo gubernamental los montos convenidos una vez que aquéllos mostraron su verdadera cara al pretender beneficiarse con cuantiosos bonos.
Si la actitud asumida por Obama, de rescatar a los bancos no a los banqueros, se hubiera puesto en práctica aquí por Ernesto Zedillo, otro gallo nos cantara en estos momentos, y la economía del país no presentaría los enormes hoyos que la caracterizan. Sin embargo, el negocio para el exmandatario y los banqueros estaba precisamente en los acuerdos del Fondo Bancario de Protección al Ahorro, motivo por el que seguimos pagando los ciudadanos una deuda impagable e injusta. A partir de entonces se debilitó aún más la capacidad del Estado mexicano para ejercer su predominio sobre la oligarquía, hasta llegar a la etapa actual, muy parecida a la que se vivía en Haití antes del sismo, es decir, con un Estado fantasma bueno para nada.
Pero tal situación provoca una contradicción muy grave, pues sin Estado no hay posibilidad de enfrentar los retos del trabajo cotidiano que demanda la sociedad, la puesta en marcha de políticas públicas que favorezcan la buena marcha de las instituciones, la mejor opción para asegurar la debida gobernabilidad. Así quedó de manifiesto en Haití, donde los ciudadanos se enfrentan ahora al reto de asegurar su supervivencia, absolutamente en riesgo por la incapacidad del Estado para organizar las tareas de rescate y la reorganización de la vida social y económica. De ahí que sea el gobierno estadunidense el que en lo sucesivo se habrá de encargar de las labores propias que le corresponderían al Estado haitiano, con el beneplácito del pueblo y el aplauso del mundo. Con todo, esta magna obra no será gratuita, desde luego, sino que la Casa Blanca sabrá cobrarla con altos réditos a su debido tiempo.
Ante el acelerado desmantelamiento del Estado mexicano, no es descabellado afirmar que vamos por el mismo camino de Haití. Sobre todo porque la oligarquía se ha cuidado muy bien de poner a buen resguardo sus caudales. La Reserva Federal estadunidense ha informado que hay más de 300 mil millones de dólares de oligarcas “mexicanos” en bancos de la nación vecina y de otros países del primer mundo. Como buenos previsores que son, están listos para evitar cualquier daño una vez que llegue el colapso final de la nación mexicana, ya sea por un estallido social imparable, por un macrosismo como el de 1985, o simple y sencillamente porque se llevó a la bancarrota a la economía, al prevalecer la fuerza invisible del mercado sobre la racionalidad del Estado.
El actual “gobierno federal” panista no quiere dejar pasar la oportunidad y está poniendo su grano de arena para impulsar la velocidad del colapso. Allá el Partido Revolucionario Institucional si se sigue prestando a esa labor de zapa del Estado mexicano, como lo demuestran múltiples hechos. Allá ellos, la cúpula priista, si aprueban las reformas del blanquiazul con esa finalidad, hechas a modo para apuntalar el poder de la oligarquía sobre las instituciones y la sociedad en su conjunto. La reforma política que propuso recientemente Felipe Calderón al Congreso lleva esa dedicatoria.
Se busca asegurar un bipartidismo de derecha al estilo estadunidense, con una “izquierda” de pacotilla, fácilmente domesticable, que se contentará con el consabido plato de lentejas y no tuviera malos pensamientos, como sería el caso si pretendiera hacerse del poder.