Hasta 1982, la Comisión Federal de Electricidad (CFE), la Compañía de Luz y Fuerza del Centro (CLFC) y Petróleos Mexicanos (Pemex), entre las empresas paraestatales, eran consideradas como las joyas de la nación, propiedad del pueblo, que tenían que ser resguardadas y desarrolladas por el Estado, como representante constitucional de sus intereses y responsable de las riquezas y los sectores estratégicos del país, a favor de las necesidades del crecimiento mexicano.
Los bienes y servicios ofrecidos a través de esos monopolios públicos, a precios subsidiados, tenían un doble propósito. Por un lado, eran considerados como parte de los instrumentos disponibles para ampliar el acceso de la población a los productos básicos y, con ello, elevar su calidad de vida, sus niveles de bienestar, y mejorar la distribución del ingreso; por otro, para proporcionar y diversificar los insumos requeridos por las empresas que, al abaratar los costos de producción, patrocinaban la acumulación privada de capital y, por añadidura, en la inversión, el crecimiento y el empleo. Era parte del sacrificio social considerado como necesario, financiado con los impuestos de la misma población, que redundaba en el beneficio colectivo. El control de dichas empresas y las bajas tarifas eran una respuesta lógica de una nación que recuperaba la energía eléctrica, los hidrocarburos y sus derivados, cuya explotación, entregada por la dictadura porfirista, había sido subordinada a la maximización de las ganancias de las empresas extranjeras. Bajo ese principio, ellas determinaban el destino de la industria energética: las cotizaciones, los planes de inversión, los mercados que se atenderían, las tecnologías empleadas, las relaciones laborales, los impuestos pagados, la repatriación de las utilidades, con escaso beneficio para México. Imponían el interés privado sobre el interés público. Su recuperación, elevada a rango constitucional, fue resultado de la Revolución Mexicana.
La nacionalización de los recursos energéticos y de las empresas citadas, paradigmáticas para el antiguo régimen autoritario que se calificaba a sí mismo como “nacionalista revolucionario”, fue la manifestación de otros objetivos trascendentales: el ejercicio de la soberanía nacional y la búsqueda de un desarrollo nacional autónomo. Bajo la rectoría del Estado, y los efectos multiplicadores de las obras públicas, se aspiraba que el país superara su condición de subdesarrollado, sometido a la lógica de metrópolis capitalistas, sobre todo al imperialismo estadunidense. Esos principios se sobrepusieron a la ineptitud, la corrupción y el manejo inescrupulosos de sus recursos que a menudo caracterizó a sus directivos y el gobierno. ¿Quién no recuerda, por ejemplo, a Jorge Díaz Serrano?
Desde hace 28 años que los neoliberales asaltaron el Estado. El sector energético, Pemex, la CFE, la desaparecida CLFC y las obras públicas son el símbolo de la degradación de los gobiernos priistas y panistas, y de los oligarcas hombres de presa que han envilecido a la nación al convertirla en un hediondo botín. Son la alegoría de los impunes abusos de poder cometidos en contra de quienes supuestamente son sus dueños, la población y los trabajadores que carecen de las instituciones que defiendan sus derechos, el manejo arbitrario de las leyes y la ineficiencia oficialmente programada; del manejo turbio del presupuesto y el campo fértil del contratismo y la corrupción descarados.
El reciente escándalo que involucra a las empresas ABB, Ltd, y Lindsey Manufacturing Co –que entre 1997 y 2003 sobornaron a varios funcionarios de la CFE para obtener millonarios contratos, el cual empezó a ser investigado en Estados Unidos porque Alfredo Elías, director de la paraestatal, y la señora Georgina Kessel, secretaria de Energía, duermen el inocente sueño de los justos– no es más que una anécdota de vulgares delincuentes, a menos que los presuntos corrompidos, Arturo Hernández, Néstor Moreno y Salvador Torres, sean las víctimas propiciatorias de algo mayúsculo. Esto si se consideran los multimillonarios contratos en las obras públicas concedidos a los hombres de presa por los poderes Ejecutivo y Legislativo, torciéndole el cuello a la Constitución, y pontificados por el Judicial, y que priistas quieren ampliar hasta 40 años, con ganancias aseguradas, sin preocuparles que el Estado, es decir, los contribuyentes, asuman las pérdidas, con la iniciativa de ley de asociaciones público-privadas enviada por Felipe Calderón al Congreso. Esa propuesta, que todavía no logra el consenso priista-panista-Verde-Nueva Alianza, pero que ya fue aprobada en el Senado, abriría completamente las puertas a los oligarcas para que depreden la seguridad pública, la salud, la educación, la construcción y administración de cárceles, entre otras actividades. Al cabo, las mayorías ya se acostumbraron a aceptar la privatización de las ganancias y la socialización de las pérdidas. Por ejemplo, por la fraudulenta quiebra de los bancos privados y su rescate igualmente fraudulento, les debemos a los banqueros 757.6 mil millones de pesos (MMDP), por los cuales, desde 1995, les hemos pagado 363.6 MMDP por concepto de intereses. Además, en una patológica relación sadomasoquista, aceptan pasivamente su servidumbre ante esos usureros que les cobran intereses y comisiones por, al menos, 300 por ciento más de los que imponen en sus países de origen. Por el rescate de las empresas constructoras, les deben a esos “empresarios” 139.2 MMDP. En total, 896.8 MMDP, el 20 por ciento de los pasivos totales del Estado que, con Calderón, llegaron a 4.5 billones. Al inicio del panismo, en 2000, las deudas sumaban 2 billones.
La CFE, la CLFC y Pemex sintetizan cómo las elites han convertido al patrimonio nacional en su zona privada de saqueo, que sólo comparten con sus socios foráneos. Un año después de la brutal desaparición de Luz y Fuerza del Centro (LFC), son más que evidentes las razones que justificaron la decisión de Calderón. Con la elocuente procacidad que le caracteriza al gran violador de las leyes laborales y experto en el uso del garrote en contra de los trabajadores, especialmente los mineros y los electricistas, Javier Lozano dijo que “el balance es positivo en términos de la prestación del servicio, del costo y del impacto para la economía nacional”, además que “se logró una indemnización voluntaria a 28 mil 42 extrabajadores”. El Consejo Coordinador Empresarial y la Confederación Nacional de Cámaras de Comercio comparten esa opinión. En cambio, Gerardo Gutiérrez, de la Confederación Patronal de la República Mexicana, urge a la CFE superar los rezagos y mejorar la calidad y los precios del servicio y, de paso, señala que “todos los monopolios no son buenos, ya sean públicos o privados”, aunque nunca se han escuchado sus denuestos en contra de Televisa, TV Azteca, Banamex, Cemex, Wal Mart o Telmex.
Con sus descaradas mentiras, Lozano y los empresarios no lograron ocultar los detalles: que los electricistas que aceptaron sus liquidaciones fueron los que traicionaron a sus compañeros por problemas económicos; que, al menos, 20 millones de personas sufren uno de los peores servicios ofrecidos por la “empresa de clase mundial” –cortes de servicios, daños a aparatos, el alza y el cobro arbitrario de los precios– y que, impotentes, no pueden hacer nada porque quienes deben de velar por el estado de derecho son responsables del desastre. Según la Procuraduría Federal del Consumidor, la CFE es la empresa líder en demandas y multas en el último año: 7 mil 619 quejas, 124 procedimientos por infracciones a la ley y sanciones por 901 mil 477 pesos. Supera a otras depredadoras –Wal Mart de México, Telefónica Movistar y Telmex–. El desastre eléctrico recuerda al cometido por Enron, el ejemplo de la depredación capitalista, en California, a principios de esta década.
Las mayorías dejaron de ser dueños de sus empresas. Ahora son víctimas de las tarifas eléctricas, del gas, las gasolinas y otros bienes y servicios públicos, pese a que las siguen manteniendo con sus impuestos.
Los que aplauden son los empresarios beneficiados por las tarifas preferenciales. Televisa-Magacable-Telefónica se apoderaron de más de 21 mil kilómetros de fibra óptica por 20-30 años en una oscura licitación, con un precio de rapacería: 883 millones. Otros favorecidos fueron los inútiles contratistas que realizan los trabajos de LFC y los “productores independientes” (10 empresas, encabezadas por Iberdrola, con el 35 por ciento del total), corresponsables de criminales calamidades de Tabasco que, con contratos igualmente turbios, depredan al sector eléctrico con la anticonstitucional complicidad de Calderón, Elías, Kessel y los contratistas señalados. Estos últimos, que usan gas importado, ya controlan el 23 por ciento de la capacidad generadora de la industria y el 53 por ciento de la electricidad generada, que es vendida a la CFE a precios altos que la descapitalizan, es decir, se quedan con los impuestos de la población que, a cambio, recibe cada bimestre tarifas mayores. Son doblemente saqueados. Por las obras realizadas para la CFE, los proyectos de infraestructura productiva a largo plazo (Pidiregas), se les debe a los contratistas 27 mil millones de pesos. De su deuda total, 9.6 mil millones de dólares, 5.4 mil millones, el 56 por ciento, son por los Pidiregas.
Sin embargo, Pemex es la campeona en la opacidad, la podredumbre y el saqueo. No sólo ha hinchado las fortunas de sus proveedores y los distribuidores del gas, gasolinas y derivados. Según la reportera Nancy Flores, sus directivos han creado 25 empresas “privadas no paraestatales” para esconder de la inútil supervisión del Congreso el movimiento de miles de millones de dólares del dinero público (Contralínea, septiembre de 2010). Nadie los vigila, salvo ellos mismos. ¿Qué pasa con ese dinero? Es más fácil conocer los secretos de El Vaticano que el de esos siniestros personajes encabezados por Juan José Suárez Coppel. Hasta 2008, las obras en Pidiregas sumaron 178 MMDP, el 88 por ciento del total de la inversión de Pemex, por los cuales se les tiene que pagar intereses y amortizaciones. Las fracasadas obras de Chicontepec han sido un nauseabundo negocio para los empresarios y un grave quebranto para Pemex. Entre 1999 y 2008, suman casi 1 billón de pesos. A partir de ese momento, esos pasivos se consolidaron como deuda pública. El pago de impuestos e intereses y amortizaciones de los Pidiregas y otros adeudos explican que, con el panismo, la empresa arroja una pérdida neta acumulada por 387 MMDP y que sus pasivos superen a sus activos. Su deuda total es de casi 45 mil millones de dólares.
Durante el panismo, la inversión pública suma 3.9 billones. De ella, 3 billones corresponden al presupuesto, de los cuales 223 MMDP se destinaron a la amortización de los Pidiregas. Los empresarios invirtieron 1 billón, que tendrán que pagarse. Entre el rescate bancario, de las empresas carreteras y los Pidiregas reconocidos hasta 2010, suman 943 MMDP, el 21 por ciento de los pasivos públicos totales, 4.5 billones. Ese yugo y la hemorragia de recursos presupuestales se extenderá lo que resta del siglo mientras no llegue un gobierno que los desconozca o el pueblo decida tomar en sus manos su destino y arroje del poder a los depredadores y corruptos. Mientras tanto, para pagar los intereses y amortizaciones, será castigado con los recortes en el gasto público, el deterioro de los servicios sociales, el rezago en la infraestructura y las abusivas alzas en los precios de bienes y servicios estatales.
Es un negocio redondo realizado frente a las narices de la sociedad, sin que ella conozca los términos.
En un país sometido al imperio de las leyes, funcionarios como Calderón, Elías, Kessel, Suárez y otros más ya hubieran sido sometidos a juicio político, destituidos y encarcelados, junto con diversos “empresarios”. Se hubiera derrumbado el sistema.