La imaginación al poder

La imaginación al poder

Se esperaba en primavera, pero la revolución llega por Navidad

Los “chalecos amarillos” toman los Campos Elíseos. Una dama de una edad cierta aprovecha el micrófono que le tiende un periodista y blandiendo un cartel declara: “Estoy indignada. Eso dice mi pancarta. ¡Indignada!” Es la primera vez en su vida –como muchos otros– que sale a la calle a manifestar. Los jubilados son legión entre los “chalecos amarillos” que bloquean las calles y rutas de Francia. Uno de ellos, en Marsella, opina: “Hace 40 años que nos aprietan el cinturón, que reducen las pensiones, que aumentan los impuestos, y ahora ya basta. Se terminó”.

El ministro del Interior ­–un socialista pasado a la derecha, en fin, un socialista– denuncia el extremismo de izquierda y de derecha. Otro ministro del pinche gobierno declara que los manifestantes son “hordas pardas”, evocando así el nazismo. Sin embargo, se trata de un movimiento espontáneo, de envergadura nacional, cuyos manifestantes no admiten ser asimilados a ninguna organización política. Los opinólogos, que en estos días portan pañales, estiman que ello revela la crisis de representatividad de los partidos políticos.

¿Qué reivindican los chalecos amarillos? Si el aumento del precio de los carburantes fue la chispa que encendió la pradera, las reivindicaciones, diversas y variadas, pueden resumirse en una sola: “Queremos poder vivir del salario que ganamos”.

Simple y complejo a la vez. Francia es el país de la Unión Europea cuyo Estado colecta más impuestos, tasas y cotizaciones: casi el 50 por ciento del PIB. Sin embargo, los servicios públicos desaparecen, se hacen escasos, caros y de mala calidad, allí donde fueron abundantes, gratuitos y los mejores del mundo.

¿Adónde va el dinero de nuestros impuestos?, es una pregunta frecuente en boca de los “chalecos amarillos”. Al mismo tiempo, Francia es el país que más dividendos distribuye entre los accionistas de las grandes empresas: otro récord. Los salarios de los “grandes patrones” se cuentan en millones de euros al año, sin contar las stock-options, las jubilaciones de privilegio, los millonarios seguros de desempleo, aviones privados, lujosas residencias y otros caramelos que los altos “ejecutivos” se autoasignan con la generosidad que conviene a quienes pagan con dinero ajeno.

Carlos Ghosn, presidente del grupo Renault-Nissan-Mitsubishi, personifica –muy a su pesar– el abuso.

Hasta hace un par de semanas declaraba que los obreros de Renault ganan demasiado. Él mismo percibe 18 millones de euros al año. Una miseria a sus ojos, lo que le llevó a defraudar al fisco japonés, pagarse algunas propiedades inmobiliarias en Estados Unidos con dinero de la empresa, amén de otras indelicadezas. Entre ellas el avión privado del cual le sacó la policía japonesa para meterlo en prisión, donde está ahora, acusado de una larga lista de delitos fiscales.

El servicio de impuestos nipón, algo más eficiente que su homólogo chileno, llevaba largos meses investigando a Nissan. Los ejecutivos de la empresa delataron a Ghosn para librarse, así sea parcialmente, de las duras penas de prisión que les esperan. La justicia japonesa no acostumbra, como la chilena, condenar a penas de libertad a los delincuentes de cuello y corbata. Ghosn, nombrado en su cargo con el aval del gobierno francés –accionista de Renault–, omitió declarar 40 millones de euros de ingresos. Un “olvido”, a menos que no se trate de un “error”.

De modo que la cuestión de fondo es la distribución de la riqueza creada con el esfuerzo de todos. Ningún “chaleco amarillo” quiere bonos, ni ayudas, ni subsidios. Sólo poder vivir dignamente del salario ganado honestamente. O de la pensión obtenida al cabo de más de 40 años de dura labor. Eso exige aumentar salarios y pensiones. Dotar los servicios públicos de los presupuestos que reclaman en vano desde hace décadas.

¿Y la competitividad? ¿Y el equilibrio presupuestario? ¿Y la deuda soberana?

Los “chalecos amarillos” sugieren cobrarles impuestos a quienes acumulan fortunas obscenas gracias al trabajo de millones de asalariados y que, ocultándose en los paraísos fiscales, pagan menos impuestos que la señora Juanita. Lo que cuesta caro en Francia no es el trabajo: es el capital, remunerado a tasas escandalosas. Las grandes fortunas crecieron, en el año 2017, en un 20 por ciento. ¡Un 20 por ciento!

¿Cuánto suma el fraude fiscal cada año en Francia?, 70 mil millones de euros. Jean-Claude Juncker, actual presidente de la Unión Europea, durante 30 años ministro de Finanzas y primer ministro de Luxemburgo, confesó haber organizado el fraude fiscal de cientos de multinacionales, sustrayendo de los presupuestos de los países de la Unión Europea más de 2 billones de euros… Dos millones de millones de euros…

Pierre Perret, un muy popular compositor galo, el rostro triste, decía en la televisión: “Hay que apoyarles. Ya no pueden más. Comen solo fideos cada día. No pueden salir ni a visitar a su familia”.

Cuando en 1789 las mujeres de los barrios pobres de París salieron a la calle porque ya no tenían pan con que alimentar a su prole, la reina Marie-Antoinette exclamó divertida: “¿No tienen pan? ¡Pues que coman bollos!” Algunos días más tarde esas mujeres vinieron a buscarla a Versalles. El resto es historia conocida.

En un esfuerzo gigantesco, los sans-culotte hicieron posible que la imaginación llegase al poder. Y con su sang impur regaron los surcos de Francia para liberarla de la opresión de las monarquías.

1789, 1830, 1848, 1871, 1968… Algunos esperaban mayo de 2018. Será diciembre.

Luis Casado/Prensa Latina

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