En la medida en que defensores y defensoras de derechos humanos logran documentar casos graves de violaciones a estos derechos, empiezan a enfrentar diversidad de ataques que atentan contra su integridad física y hasta la misma vida por parte de agentes del Estado acostumbrados a vivir en la impunidad
En el estado de Guerrero, la Organización del Pueblo Indígena Me’phaa (OPIM), que trabaja en el municipio de Ayutla, documentó dos violaciones sexuales perpetradas por soldados del Ejército Mexicano contra Valentina Rosendo Cantú e Inés Fernández Ortega. Estos casos fueron presentados ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) en junio de 2004, luego de la negativa de las autoridades civiles de investigar estos delitos consumados en los meses de febrero y marzo de 2002.
Como siempre sucede en nuestro país, cuando existen casos de militares que violentan los derechos humanos, el Ministerio Público del fuero común remitió en automático el caso a la justicia militar para que las víctimas se enfrenten a un poder impune, que las obliga a desistirse y a claudicar en su lucha.
El valor y la dignidad de Inés y Valentina lograron romper el cerco de la impunidad militar al emitir la CIDH un informe de admisibilidad de estos casos, en octubre de 2006. Esta conquista internacional se transformó en una pesadilla para las mismas víctimas y los representantes de la OPIM, quienes empezaron a sufrir amenazas telefónicas, hostigamientos realizados por informantes del Ejército y una vigilancia permanente en sus domicilios y oficina. La única explicación de este acoso fue la denuncia de los abusos del Ejército que hizo la organización.
Inés Fernández y su esposo, a pesar de vivir en una comunidad lejana en la Costa-Montaña de Guerrero, empezaron también a recibir amenazas de manera continua por parte de informantes del Ejército. En este ambiente turbio, donde la presencia del Ejército es permanente y su acoso a las comunidades forma parte de la cotidianidad, los defensores y las defensoras indígenas tienen que sortear su vida para no sufrir alguna agresión física.
La misma militarización, con sus operativos, lejos de ser una garantía de seguridad y protección para la población pobre, viene a traducirse en acciones de fuerza y de terror: los militares llegan imponiendo su ley, restringiendo garantías y sometiendo a la población.
Entran a los domicilios sin ninguna orden de cateo, encañonan a las personas que se encuentran dentro de sus viviendas, las interrogan con amenazas y de manera abusiva revisan sus pertenencias. Preguntan por las personas que han denunciado los abusos del Ejército, por los que siembran droga y los que andan encapuchados. Son las mujeres y los niños los que más sufren esta embestida militar.
Lo peor de todo es que no hay ninguna autoridad que exija respeto a las leyes y a la vida de la población más indefensa.
En este contexto, los defensores y defensoras se encuentran inermes, a pesar de las quejas que interponen ante los organismos públicos de derechos humanos, que no se atreven a poner en evidencia las actuaciones anticonstitucionales de los agresores.
Esta lucha por la legalidad y la justicia a la que le han apostado los defensores de derechos humanos se ha revertido en su contra porque no hay signos claros de las autoridades de contener y revertir esta espiral de violencia y de impunidad, que protege más bien a los agresores y vulnera el trabajo y la vida de los defensores.
Un caso grave sucedió el 9 de febrero de 2008 cuando ejecutaron a Lorenzo Fernández Ortega, hermano de Inés, quien apareció muerto con visibles huellas de tortura en el río que cruza la población de Ayutla. Lorenzo fue miembro de la OPIM y fue pieza clave en las denuncias de Inés Fernández y de los 14 indígenas de la comunidad El Camalote, municipio de Ayutla, que fueron esterilizados de manera forzada.
Hasta la fecha, no hay avances sustantivos sobre los responsables de este crimen.
Una de las activistas más comprometidas con la defensa de los derechos humanos ha sido Obtilia Eugenio Manuel, quien desde 2005 ha sufrido amenazas a su vida y a su integridad personal. Regularmente, en su teléfono recibe mensajes de que la van a matar y en otras ocasiones escucha voces que le recuerdan que están contados sus días. Este ambiente de inseguridad se ha tornado en una carga muy pesada para Obtilia y sus hijos, al grado que ha salido del estado para ponerse a salvo.
El último evento sucedió el 20 de marzo de este año cuando, antes de salir de Ayutla, recibió el mensaje: “Sabemo( s) cuál es tu camino hija de tu madre. Ya sabemo( s) que ahora saldrá(s) de tu casa, que tiene( s) miedo. Vas (a) conocer tu madre, hasta prontito”. Minutos después, cuando se desplazaba en compañía de ocho integrantes del Centro de Derechos Humanos de la Montaña Tlachinollan, fueron seguidos por una camioneta en la que iban tres personas con apariencia militar, que durante dos horas permanecieron atrás de su vehículo con el fin de amedrentarlos y demostrar su poder impune.
Lo más grave es que al cruzar el poblado de Tecoanapa escucharon varios disparos que fueron parte de la amenaza y el hostigamiento planeado por los agresores.
Esta situación de extrema vulnerabilidad nos obligó a cerrar temporalmente la oficina de Tlachinollan con sede en Ayutla, por tener fundados temores de que pueda perpetrarse una agresión más a los defensores, que se encuentran dentro de un contexto donde impera la delincuencia organizada y campean las actuaciones impunes de la policía y el Ejército.
Ante estos patrones de criminalización de los defensores, la CIDH ha otorgado medidas cautelares a los miembros de las organizaciones amenazadas; sin embargo, el Estado mexicano no ha cumplido con su compromiso de garantizar nuestro trabajo.
Esto queda demostrado con la desaparición forzada y la ejecución extrajudicial de Raúl Lucas Lucía y Manuel Ponce Rosas –crimen de lesa humanidad–, dos defensores que lucharon en todo momento por la desmilitarización de esta región y se opusieron a la explotación irracional de sus bosques. Para hacer más efectiva su lucha crearon la Organización para el Futuro del Pueblo Mixteco.
Este panorama horadado por las balas y salpicado por la sangre de los indígenas nos demuestra el desprecio que hay por parte de las autoridades del Estado hacia el trabajo de los defensores.
Son ellos los responsables de la violencia fratricida, del caos provocado por la delincuencia organizada y de los ataques que sufren los defensores de derechos humanos de Guerrero._ *Director del Centro de Derechos Humanos de la Montaña Tlachinollan