Llámese “guerra para ganarle a la delincuencia”, “guerra sin tregua contra la inseguridad”, “guerra contra los enemigos de México, [ante los cuales] no habrá tregua ni cuartel”, como denominó Felipe Calderón a su cruzada, en términos militares, en 2006, 2007 y 2008 –aunque ahora dice que no dijo lo que dijo, acaso por amnesia, por la recurrente alteración de la realidad que padece o porque entendió lo que le dijeron de que esas expresiones son desafortunadas, peligrosas por sus implicaciones, cuyo dramático valor escenográfico debería usarse limitadamente, hasta que se cumpliera el propósito que las engendró y que nunca se alcanzó: atemorizar a la población para venderles la imagen de un gobierno fuerte y decidido que le garantizaría su seguridad, a cambio de granjearse la credibilidad y la legitimidad social que no pudo obtener a través de las urnas–, o “lucha por la seguridad pública”, como la calificó después –conceptualmente, el cambio es significativo–, los resultados arrojados son igualmente desastrosos.
Por desgracia, el balance de la “guerra” o la “lucha”, o como se le pegue la gana llamarla al ocurrente Calderón, al inicio de su quinto año de gobierno, es adverso. Totalmente diferente al comprometido públicamente. Los índices reales de violencia y homicidios anuales, en sus diversas modalidades, asociados o no al narcotráfico, se elevaron abruptamente a partir de 2007, alterando su tendencia declinante observada desde 1990 por el analista Fernando Escalante, con todas las reservas del caso, debido a los defectos que manifiestan las estadísticas oficiales (“Homicidios 1990-2007”, Nexos, 1 de septiembre de 2009; www.nexos.com.mx/?P=leerarticulo&Article=776; “Homicidios 2008-2009. La muerte tiene permiso”, Nexos, 3 de enero de 2011; www.nexos.com.mx/?P=leerarticulo&Article=1943189). Entre 2007 y 2010, las muertes asociadas a las drogas, las ejecuciones entre los narcos, las “agresiones” y los “enfrentamientos” entre esos delincuentes y contra las fuerzas públicas aumentaron nada menos que 440 por ciento. Pasaron de 2 mil 826 a 15 mil 273
El año más violento fue 2010: las muertes aumentaron 58 por ciento respecto de 2009 (9 mil 614). Un “récord” macabro nada gratificante. El total acumulado asciende a 34 mil 550. Alejandro Poiré, secretario técnico del Consejo de Seguridad Nacional, publicitó con pompa y circunstancia un descenso de 10 por ciento en la tasa de homicidios presuntamente ligados con la delincuencia en el último trimestre de 2010, hecho que le permitió destacar los supuestos “logros importantes” alcanzados por “la estrategia contra la inseguridad”. Sin embargo, el tiempo considerado es estadísticamente breve como para confirmar o no una tendencia declinante. Dada la violencia con que se inició este año, no permite apreciarla y no sería extraño que al cierre del mismo se supere con creces la monstruosa “marca” de 2010.
El número de víctimas no permite observar en su magnitud el drama social relacionado con el narco. Si se considera, además, a los heridos, los afectados física o sicológicamente de por vida y los desaparecidos, cuya cifra es desconocida, los detenidos –la población penitenciaria pasó de 210 mil 140 reos a 226 mil 976 en 2006-2010; los detenidos del orden federal, de 49 mil 217 a 50 mil 467; al menos 400 de los 429 penales del país están desbordados o al máximo de su aforo; la capacidad total es del orden de 172 mil 418 espacios, por lo que existe una sobrepoblación de 54.6 mil internos, 31 por ciento más (El Universal, 10 de enero de 2011)–, los que viven de esos ilícitos o las familias involucradas y afectadas directa e indirectamente, no es exagerado señalar que la tragedia abarca a más de 1 millón de personas (el 8 por ciento de la población). Desde luego no incluyo en esa estimación gruesa a la respetable elite política-empresarial que se enriquece con el manejo del negocio del narco y otras variantes delincuenciales.
Poiré, Calderón y otros calderonistas responsables de la seguridad pública dijeron que el 70 por ciento de los asesinatos referidos se concentró en 85 de los 2 mil 456 municipios, y el 56 por ciento, en cuatro de las 32 entidades. Según Poiré, son “un fenómeno regionalizado, relativamente focalizado en zonas específicas de todo el país”. Pero Escalante devela que, contra lo esperado oficialmente, la criminalidad, la inseguridad y los homicidios, que incluyen los del narco, no sólo aumentaron sustancialmente en esos lugares a partir de 2007, también se incrementaron en todos los estados, salvo en Yucatán, hasta 2009. Escalante aventura que ello se debe a, al menos, un par de “factores”. Uno “estructural: el ritmo de crecimiento de la población, la estructura productiva, el sistema de comunicaciones, la configuración del tráfico fronterizo”, que ha determinado su tendencia en el tiempo, al que se le agregó otro “coyuntural” que los estimuló, “las muertes crecieron especialmente en los lugares en donde hubo grandes operativos militares y policiacos” y se mantiene la presencia de dichas fuerzas.
Lo anterior lleva a Escalante a emitir una odiosa “conjetura”: “Mi impresión es que en el empeño de imponer el cumplimiento de la ley, en el empeño de imponer el estado de derecho a la mala, desde el Ejecutivo federal, se han roto los acuerdos del orden local y cada quien tiene que proteger lo suyo de mala manera. (…) El viejo sistema de intermediación política del país se basaba en la negociación del incumplimiento selectivo de la ley. Así funcionaban la producción, el comercio, las relaciones laborales, el contrabando y el resto de los mercados informales e ilegales, así funcionaba el país. Y en la medida en que funcionaba bien, resultaba invisible la violencia que había detrás, pero es obvio que esa negociación de la ilegalidad llevaba implícita siempre la amenaza del uso de la fuerza”. No toda la violencia homicida, agrega, es producto del narco y la “guerra” o la “lucha” calderonista en su contra. Esa figura sirve para ocultar otros hechos delincuenciales.
Calderón y sus corifeos dicen que los homicidios son responsabilidad exclusiva de los delincuentes. Será el sereno. Lo que es claro es que la “violencia invisible” se visibilizó bestialmente a raíz de la ruptura de esos acuerdos soterrados, provocada por la “guerra-lucha” calderonista. Desde 2007, el “estilo” de los enfrentamientos entre la fuerza pública y los criminales y entre estos últimos, los atentados variopintos, las fugas de los penales de “alta seguridad”, individuales o masivas –1 mil 353 en 2000-2010, casi el 30 por ciento en Tamaulipas–, el tipo y las formas de las venganzas y los asesinatos indiscriminados –contra niños, mujeres y hombres inocentes, los funcionarios públicos, los descuartizamientos, las brutales torturas, la quema de cadáveres– y otras formas delincuenciales –las amenazas, las extorsiones, los secuestros o asesinatos en contra de las autoridades, la población, las mujeres, los extranjeros, sobre todo los indocumentados (más de 10 mil en sólo seis meses de 2010), entre los propios delincuentes–, han adquirido perfiles dantescos. Si alguien cree que no veremos actos más aterradores, está equivocado.
De paso, se desnudaron otros aspectos descarnados: el grado de corrupción que priva en los poderes locales; la canallesca despreocupación de los federales para enfrentar esos problemas de manera distinta a la criminalización; un Poder Judicial que se vende al mejor postor y que desprecia a las mayorías, revelando la ausencia del estado de derecho (los recientes feminicidios de Susana Chávez y Marisela Escobedo, madre de la adolescente Rubí Marisol Frayre, igualmente asesinada, entre otros muchos, sintetizan lo anterior; la señora Marisela dijo: “Sólo muerta dejaré de perseguir la justicia para Rubí, porque eso le prometí a ella y a Heidi, mi nietecita”; Chávez acuñó la expresión “ni una muerta más”; ambas fueron asesinadas sin lograr sus cometidos); el uso torcido de la “guerra-lucha” para perseguir a los adversarios políticos (el michoacanazo) y los activistas sociales; la impunidad con que actúan los militares y policías, que violan los derechos humanos, asesinan, torturan, secuestran, atropellan o desaparecen a delincuentes y personas inocentes (la Policía Federal acumula 3 mil 388 quejas por violar garantías en 10 años; la Marina, 198 en 2010; sus actos, desde el derecho, son equiparables a los delincuentes que persiguen, con la diferencia de que ellos son solapados y protegidos por Calderón, el Poder Judicial y los legisladores que aprobaron su salida a las calles). México reproduce “la herencia” dejada por el “delincuente Álvaro Uribe en Colombia” y señalada por Daniel Coronell, periodista de esa nación: la “vulneración del orden constitucional”, la “violación de los derechos humanos”, el “atropello sistemático a la justicia, a la oposición política y a la prensa”.
El clima social de inseguridad está en su peor momento. Entre enero de 2009 y diciembre de 2010, el índice de seguridad cayó 10 puntos porcentuales, según el Instituto Nacional de Estadística y Geografía. La huida oligárquica hacia Estados Unidos, sobre todo de neoleoneses, es más que una manifestación de rechazo a un gobierno que apoyaron en su turbio ascenso a la Presidencia y en su “guerra-lucha” en contra del narco. Adolfo Albo, del BBVA-Bancomer, se queja porque la violencia afecta al ramo inmobiliario en ocho estados. Vicente Yáñez, de la Asociación Nacional de Tiendas de Autoservicio y Departamentales, AC, de que la inseguridad generó pérdidas por 15 mil millones de pesos. Pero ¿quiénes son los verdaderos causantes de ella? ¿Quiénes y con la complicidad de quiénes pagan salarios miserables, eliminan prestaciones sociales, acaban con la estabilidad y la seguridad laboral o saquean a la nación y la población con altos precios e impuestos al consumo y otras estafas legalizadas o toleradas? ¿Quiénes acabaron con el presente y el futuro de las mayorías? ¡Que se jodan con la venganza de los excluidos y humillados!
Porque los puntos resumidos previamente son manifestaciones de otro hecho. Los delincuentes comunes son perseguidos rabiosamente, estigmatizados, abandonados a su suerte por el gobierno y el despótico sistema político, mientras que los mafiosos de la elite política-empresarial disfrutan opulentamente de la vida y su poder. Para aquéllos, no existen estrategias de reintegración social ni opciones diferentes de vida digna y legal. Sólo se les ofrece la capitulación incondicional sin alternativas, la inanición por hambre, la degradación humana, la cárcel, la muerte anónima. Dicho sector es víctima de las condiciones materiales socioeconómicas. Carlos Marx tenía razón. Es el residuo de los sobrexplotados y los excluidos sociales por las formas salvajes de la acumulación capitalista neoliberal mexicana y de la clerical nación de “dios, patria y hogar”. Forman parte de los más de 70 millones condenados a sobrevivir en la pobreza y la miseria.
Aquellos delincuentes se niegan a aceptar sumisamente esa muerte en vida que les ofrece el mercado legal. Optaron ontológicamente por el ilegal para existir, por ser alguien ante un capitalismo que los niega y los excluye. “No somos terrones de arcilla y lo importante no es lo que hacen de nosotros, sino lo que nosotros mismos hacemos de lo que han hecho de nosotros”, escribió Sartre en su prólogo a Los condenados de la tierra, de Frantz Fanon. En lugar de ser el ejército industrial de reserva del capitalismo (otra vez Marx), prefirieron ser el ejército y las reservas de la delincuencia que paga mejor y da otra vida, aunque sea efímera y no le importe aplastar sádicamente a otras víctimas como ellos. Aprendieron las enseñanzas de la jungla capitalista.
La delincuencia desbordó al Estado y le disputa el monopolio de violencia. El Estado es incapaz de proteger a los ciudadanos y de impartir justicia: no le interesa hacerlo; se sumó a esas causas. México es tierra de nadie, de barbarie económica y sociopolítica.
La lucha en contra de la delincuencia implica un proceso ceñido a las leyes y el respeto a los derechos humanos, entre otros aspectos. Pero la guerra tiene otra lógica; no se gana con buenos modales. En la conquista colonial de Argelia, el asesino mariscal francés Bougeaud actuó bajo el lema “combatir a la barbarie con la barbarie”. Para derrotar a los bárbaros, se volvió más bárbaro que ellos, más cruel, más inhumano. No hay opciones: o se incluye a los conquistados o se les elimina. El fin de la guerra, dice Clausewitz, es el “aniquilamiento del enemigo”; “ella encarna en las operaciones estratégicas el objetivo militar o estratégico”. Sólo el aniquilamiento del enemigo es, en la guerra moderna, el objetivo que guía a la conducción superior. “La victoria es el precio de la sangre”.
Pero la guerra de Calderón no es de conquista. Con el cambio de palabras, quiere ocultar la sangre y el aniquilamiento de los delincuentes, de los excluidos por el modelo y el sistema que gobierna. ¿Quién es más criminal?
*Economista