Vani S Kulkarni*/Raghav Gaiha**/IPS
Filadelfia/Boston, Estados Unidos. Los 17 Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) y sus 169 metas se aprobaron en la mayor cumbre de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) en presencia de presidentes, primeros ministros y el papa Francisco, entre otras luminarias, en Nueva York.
El fin es que los ODS abarquen la paz mundial, el ambiente, la igualdad de género, la erradicación de la pobreza y el hambre y mucho, mucho, más.
La adopción de los Objetivos de Desarrollo Sostenible generó diversas reacciones, desde un total rechazo, pasando por una aceptación a regañadientes, hasta una euforia total.
La gran parte del escepticismo tiene que ver con que son objetivos ambiciosos con relación a la muy variable y, en muchos casos, limitada capacidad de los países en desarrollo para alcanzarlos.
Un análisis publicado por The Economist el 19 de septiembre los ridiculiza diciendo que son difusos, “sobredimensionados” e “inmanejables”, aunque reconoce un cambio en la forma de pensar el desarrollo.
El aporte profundo y duradero de los Objetivos de Desarrollo de Milenio es que mejoraron la consciencia sobre las múltiples privaciones que afligían a una vasta mayoría de personas en los países en desarrollo y sobre los desafíos de las políticas que enfrentaban a gobiernos, organismos multilaterales y donantes.
Los ODS no sólo ampliaron su perspectiva, sino que la enriquecieron concentrándose en la sostenibilidad.
Como subrayó Amartya Sen, en el marco de la atención universal de la salud, no es tanto una cuestión de falta de asequibilidad, sino de no reconocer la capacidad de los países pobres (como Ruanda) y de Estados (como Kerala en India) para movilizar y utilizar los recursos de forma efectiva.
A medida que disminuyó la pobreza, también se achicó la brecha entre la pobreza rural y la urbana. Pero todavía tres de cada cuatro personas pobres viven en áreas rurales; es claro que la pobreza global sigue siendo un problema rural.
La insistencia de estudios recientes en que la urbanización es la principal estrategia para un desarrollo sostenible desestima la capacidad de la agricultura y de la economía rural no agrícola para impulsar el crecimiento y la reducción de la desigualdad y la pobreza, pues una vasta mayoría de los campesinos todavía dependen de ellas para sobrevivir.
Hubo cambios estructurales tanto en la agricultura como en la economía rural no agrícola. Algunos de los elementos que cambiaron en la primera son la comercialización, el surgimiento de cadenas de valor en los alimentos asociado a los cambios demográficos, a la urbanización y al creciente flujo y expansión de las exportaciones agrícolas.
Hay quienes cuestionan la importancia de la agricultura de pequeña escala como forma de erradicar la pobreza. En especial, critican el argumento del Informe sobre el desarrollo mundial de 2008 sobre que incentivar el crecimiento agrícola es “vital para estimular el crecimiento de otros sectores de la economía”, y que los pequeños agricultores son el eje de esa estrategia.
La omnipresencia de los pequeños agricultores en la cadena de alto valor de los alimentos en diferentes regiones, en especial en materia de verduras, frutas, lácteos y carne, es muy superior a la que se suele esperar.
Pero también hay barreras: la falta de acceso a la tecnología, a los mercados de crédito, a las economías de escala en el mercadeo y a formas de cumplir con los estrictos estándares de calidad de los alimentos. La agricultura por contrato es una opción.
Las asociaciones de productores también contribuyen a superar algunas de esas limitaciones. En ese sentido es central inculcar capacidades empresariales en los pequeños agricultores, en especial entre hombres y mujeres jóvenes, asegurándose de que la tierra, el trabajo, el crédito y la producción funcionen de forma más eficiente.
Numerosos estudios han destacado en los últimos tiempos cómo la productividad laboral en la agricultura obstaculiza el desarrollo de la agricultura sostenible, pero rara vez reconocen que ésas son manifestaciones de la “inversión insuficiente” y de imperfecciones del mercado (como el predominio de prestamistas locales que cobran tasas de interés exorbitantes a los pequeños agricultores).
En el marco de la diversificación de la economía rural, la economía rural no agrícola adquirió mayor importancia, pues comprende una diversidad de actividades, desde cerámica, pasando por comercio, hasta la elaboración con distintas rentabilidades.
La evidencia disponible indica que hay una gran “superposición” entre pequeños agricultores y quienes participan en la economía rural no agrícola utilizando datos de disposición de tiempo. También hay pruebas de que una porción significativa de quienes fueron clasificados dentro de la economía no agrícola viven en zonas rurales, pero trabajan en ciudades, lo que plantea una gran dicotomía rural-urbana.
Otros asuntos que merecen mayor atención incluyen un mercado laboral más rígido y mayores salarios, menor vulnerabilidad de la agricultura a los golpes climáticos, a la volatilidad de precios y el establecimiento de relaciones más estrechas con pequeños pueblos secundarios.
Para expandir la economía rural no agrícola es central volverla más atractiva, no sólo para quienes tienen un papel activo en la agricultura y en la economía no agrícola, sino también para quienes la abandonaron en busca de oportunidades más rentables en otro lugar.
La inculcación de capacidades gerenciales, créditos más eficientes y mercados de productos, así como mejoras en la infraestructura rural para permitir un mejor acceso a los mercados de productos puede frenar el flujo de la migración rururbana y, al mismo tiempo, el rápido crecimiento de asentamientos precarios.
Para reducir la pobreza, algunas formas de desigualdad son más importantes que otras, como la desigualdad en la distribución de bienes, en especial la tierra, el capital humano y el financiero y el acceso a bienes públicos como infraestructura rural.
En términos generales, una agenda a favor de los más desfavorecidos debe incluir medidas para moderar la actual desigualdad de ingresos, al tiempo que facilita el acceso a bienes capaz de generarlos, y otras para promover oportunidades laborales para los pobres.
La mayoría de la evidencia comparativa entre países apunta a los beneficios que tiene la profundidad financiera en vez de buscar ampliar la inclusión financiera.
El Informe global de desarrollo financiero de 2014, del Banco Mundial, defiende esa última alternativa arguyendo que cada vez se comprueba más su potencial de transformación para acelerar los beneficios del desarrollo mediante un mayor acceso a recursos para invertir en educación, capitalizar oportunidades de negocios y hacer frente a los golpes.
De hecho, la mayor diversificación de la clientela mediante la inclusión financiera probablemente permita una mayor resiliencia y una economía más estable.
A media que cada vez más países se convierten en economías de medianos ingresos y mejora la calidad institucional, el flujo de capitales privados se vuelve más importante.
Un ambiente macroeconómico estable e incentivos para las asociaciones público-privadas promoverán el crecimiento y la reducción de la pobreza; son fundamentales una mayor transparencia de los contratos y el mejor cumplimiento de las normas.
No sólo las instituciones nacionales, sino también las locales, son de gran importancia para una transformación rural sostenible y para la disminución de la pobreza.
También es necesario fortalecer la respuesta institucional a los riesgos mediante instituciones comunitarias, así como ampliar y profundizar el alcance de las instituciones financieras y ofrecer protección social a las personas más vulnerables.
Cuando están bien diseñadas y bien enfocadas, esas instituciones y programas ayudan a los hogares más pobres a consolidar su resiliencia frente a los riesgos y las severas dificultades.
Las organizaciones locales (de productores, de mujeres, etcétera) no sólo ayudan en el uso igualitario de recursos naturales escasos dentro de la comunidad, sino que facilitan el acceso al crédito y a otros mercados.
De hecho, al contrario del gran pesimismo, los ODS reflejan un renovado compromiso y optimismo con relación a la posibilidad de mejorar la “vida desagradable, corta y brutal” de los pobres, desfavorecidos y vulnerables en un futuro próximo.
*Investigadora adscrita al departamento de sociología de la Universidad de Pensilvania
Vani S Kulkarni*/Raghav Gaiha**/IPS
**Investigadora adscrita al Programa Global de Envejecimiento de la Facultad de Salud Pública de Harvard
[BLOQUE: OPINIÓN] [SECCIÓN: ARTÍCULO]
Contralínea 459 / del 19 al 25 de Octubre 2015