Una población condenada a ser carne de presidio

Una población condenada a ser carne de presidio

Los estrambóticos malabares de Felipe Calderón y su gabinete, para justificar su guerra contra el narcotráfico, no logran ocultar su contraparte: la otra cara de la desgracia por la que atraviesa México. Esa guerra, ahora mimetizada con el eufemismo de la “lucha por la seguridad pública”, ha arrojado más de 28 mil muertos, de los cuales alrededor de 3 mil son víctimas “colaterales” –cruel ironía empleada para clasificar a los inocentes–, entre ellas poco más de 900 niños, más de 59 mil detenidos y, al menos, 3.7 mil huérfanos, según la reportera Paulina Monroy de Contralínea

Una atroz carnicería. Naturalmente sin reglas del lado de los narcos; tampoco por parte de los aparatos represivos oficiales que, sin ser “verdugos”, como dijera el comandante Guillermo Moreno, con la mayor impunidad y la protección gubernamental, asesinan a sangre fría y violan las garantías constitucionales de la desamparada población civil, a la que supuestamente se protege, y la de los mismos delincuentes, cuyas infracciones son sancionadas por el Estado en el campo de batalla, donde ejerce salvajemente su monopolio de la violencia con una injusticia ilimitada, masacrando al derecho.

Un drama cuyas manifestaciones extremas son la variopinta inseguridad, la delincuencia y el crimen, desde luego distinta a la que priva y se enseñorea descaradamente dentro de los laberintos del poder y cuyos principales responsables son los neoliberales, de Miguel de la Madrid a Felipe Calderón, los empresarios y su proyecto de nación, el cual descansa en el despotismo político, la violación permanente de las leyes, la depredación de las riquezas del país y su desnacionalización. En un modelo económico que, para funcionar y satisfacer su voracidad por las ganancias y la acumulación capitalista, exige como condición la sobreexplotación de los trabajadores, la reducción sistemática del poder de compra de los salarios reales y la destrucción de sus prestaciones laborales consagradas constitucionalmente; la eliminación de los contratos; la inestabilidad en el empleo; el abandono de la seguridad en el trabajo; el recorte de los servicios médicos; en la miniaturización y el autismo estatal, generoso con los apoyos al empresariado y obscenamente mezquino al momento de invertir en el bienestar público, presuroso para desmantelar y privatizar la seguridad social, la salud, las pensiones, la educación, la vivienda. Los militares y las policías tratan de someter a los narcos con onzas de plomo; Javier Lozano, a los trabajadores, con garrotazos y pisoteando las leyes.

Ellos son los responsables de la economía del estancamiento que priva desde 1983, con uno de los peores desempeños del mundo. Los romanos llamaban a sus esclavos instrumenti vocali para justificar su sometimiento. A sus bueyes y otros animales, los denominaban instrumenti. Los neoliberales también quieren sus esclavos deshumanizados, sumisos, reducidos a simples mercancías despreciables, desechables, condenados a la eterna pobreza y miseria. Su modelo es socialmente excluyente, no genera los empleos requeridos anualmente y los que crea son en las condiciones más infames. En promedio, se requieren alrededor 1.3 millones de nuevos empleos formales cada año –el calderonato sólo ha creado 400 mil–. En tres años y medio se demandaron 4.5 millones, y el empleo asalariado subordinado y pagado apenas aumentó en 1.6 millones; 2.9 millones de personas no encontraron nada en el mercado laboral formal. De esa cantidad, 517 mil dejaron de buscar una plaza, 735 mil están subocupadas; 817 mil, desempleadas, y 728 mil se sumaron a la informalidad. El Instituto Mexicano del Seguro Social registra la incorporación de 778 mil nuevos trabajadores en ese periodo, de los cuales 304 mil, el 39 por ciento, son temporales.

A junio de 2010 se contabilizaron 44.1 millones de personas ocupadas. De ellas, 19 millones (43 por ciento del total) trabajan lo que se puede considerar como una jornada “normal”; apenas 16 millones (35 por ciento) tenían los servicios de salud; casi 10 millones (22 por ciento) no perciben ingresos o ganan hasta un salario mínimo; 29 millones (66 por ciento), incluyendo a los anteriores, obtienen hasta tres veces ese ingreso. Casi 4 millones (9 por ciento) obtienen ingresos cinco veces superiores al mínimo. Los que dejaron de buscar trabajo, pero que están disponibles, suman 5.6 millones; los desempleados, 2.5 millones; los subempleados, 3.8 millones, y los informales, 12.4 millones; en total, 30 millones. El Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (Coneval) estimó que la pobreza “patrimonial” agobiaba a 50.6 millones de mexicanos, casi la mitad de la población total. La caprichosa nomenclatura de los miembros del Coneval, empero, no logra ocultar que el empobrecimiento alcanza a poco más de 70 millones. Los 8.6 mil pesos que perciben como máximo el 91 por ciento de los ocupados, casi 41 millones, garantizan la pobreza de sus familias.

Por ello se dice que el neoliberalismo mexicano ha fracasado. ¿Acaso la esencia del capitalismo es el bienestar social? Su objeto es la acumulación basada en la explotación del trabajo asalariado. La riqueza generada por los trabajadores se distribuye entre las ganancias empresariales, los ingresos del Estado y los salarios. Tales sectores luchan por ampliar su participación en ella a costa de los otros. Hasta 1982, con los altos impuestos a las empresas y los sectores de altos ingresos y el gasto social, el gobierno atenuó las desigualdades sociales. Pero con los neoliberales, con su estrategia pro empresarial y la política fiscal regresiva, recorte a los impuestos y el gasto citados y los mayores subsidios a dichos sectores, redistribuyeron la riqueza desde los trabajadores hacia el Estado y los empresarios. La contención anual del alza de los salarios aceleró ese proceso y la contrarreforma laboral que administra el capo Lozano lo refuerza.

La fortuna acumulada por la oligarquía integrada por Slim, Bailleres, Arango, Larrea, Roberto Hernández, Harp, Gastón y Emilio Azcárraga, Salinas Pliego, Saba, Zambrano y Aramburuzabala, además de unas cuantas familias, más de 100 mil millones de dólares, descansa en la pobreza y la miseria de las mayorías. Pobreza y miseria como forma de supervivencia degradada para los que tienen y logran encontrar un empleo formal. Cada uno de ellos se ve obligado a emigrar hacia Estados Unidos –600 mil anualmente. Éstos reciben los garrotazos de los policías antiinmigrantes, aquéllos los de caldelozano–, convertirse en “informal”, ser un parásito familiar o delinquir. En esta última actividad, su ingreso depende de su “espíritu emprendedor” y su osadía, pregonados por el individualismo capitalista. Los empresarios hacen lo mismo, pero protegidos por el gobierno. Bertolt Brecht, dramaturgo y poeta alemán, se preguntaba ¿qué es robar un banco en comparación con fundarlo? El narco ofrece los empleos que ni los neoliberales ni los empresarios crean. Y paga más. No ejerce el control salarial. Es cierto que el horizonte de esa vida azarosa se reduce notablemente: la muerte violenta acecha cada segundo.

Qué es peor: ¿el efímero espejismo financiado por ese medio o la miserable realidad a la que el sistema condena a un trabajador durante su dilatada vida laboral activa y después de ella, con o sin pensión? La engañosa expectativa de una vida digna, con un ingreso y un empleo legal decoroso, fue destruida desde 1983. También su esperanza de un mejor futuro para sus hijos, el sarcásticamente llamado “bono demográfico” ?de cero a 14 años?, es decir, la próxima carne de explotación y de desecho, y sus jóvenes, 36 millones menores de 29 años, que comparten su tragedia. La danza confusa de las cifras es irrecusable. Según Paulina Monroy, “hasta 30 mil niños cooperan con los grupos criminales y están involucrados en la comisión de delitos, como el tráfico de drogas”. Al mismo tiempo, José Ángel Córdova, Alonso Lujambio y Bruno Ferrari obligarán a los infantes consumidores escolares a tragar la basura vendida por la católica familia Servitje, Coca-cola y demás empresas que se enriquecen a costa de empobrecer su salud. La educación para los pobres dejó de ser una opción para mejorar su vida. No hay empleo para ellos y los que encuentran son peores que los de sus padres. Según el Consejo Nacional de Población, el 60 por ciento de los jóvenes que cuentan con un empleo gana menos de dos salarios mínimos, y los que tienen una mayor escolaridad tienen menos posibilidades de encontrar un empleo. La mayoría de los 10.4 millones de adolescentes que trabajan no percibe un ingreso: 7.5 millones de jóvenes no estudian ni trabajan. Dice el Coneval que 14.9 millones de jóvenes son pobres; 3.3 millones, miserables. Para el Instituto Nacional de la Educación para Adultos, de los más de 30 millones de analfabetas y con rezago educativo que existen en México, alrededor de 7 millones son jóvenes, y que de los 76 millones de jóvenes, cerca de 33 millones no tienen la educación primaria ni secundaria. Si se suman a uno de los tantos grupos juveniles ?punketos, darketos, góticos, emos, skatos, rastas, hippies, cholos? son calificados como degenerados por sus formas de hablar, vestir, por sus tatuajes o sus piercings.

En Colombia, bautizaron a sus pobres y miserables como desechables, igualándolos a la basura donde a menudo viven, porque no tienen otro lugar. Los nazis clasificaron a los judíos como animales salvajes, no humanos (unmenschen) para aplicarles la solución final (end lösung). Estados Unidos cataloga a quien quiera como terrorista y lo asesina. La iglesia católica negó el alma a los nativos americanos para que los españoles pudieran convertirlos en esclavos. El capitalismo considera a los pobres y delincuentes como excedentes, desechos sociales. Muertos dejan de ser problema.

En lugar de replantear la estrategia de desarrollo para reconstruir el descompuesto tejido social, Felipe Calderón, los neoliberales, los empresarios y el sistema los abandonan a su suerte, a su presente y futuro siniestro. Sólo les ofrecen la sobreexplotación a unos cuantos. Nada a la mayoría. La igualadora miseria para todos. Convertirse en carne de presidio si se vuelven delincuentes y una tumba sin nombre si refuerzan los ejércitos del narco, a los que, según Calderón, les va ganando la guerra. Esa sinrazón que se convirtió en la razón de ser de su gobierno y de seguridad nacional, el simple trabajo sucio para Estados Unidos que, en 1986, en su “National security decision directive”, decretó al narco como su interés estratégico –coartada utilizada para intervenir en sus colonias–. Con la sangre de esos desclasados que él mismo contribuye a generar como hongos con el diluvio del despótico neoliberalismo y que después sus uniformados asesinan despiadadamente, Felipe Calderón se lava las manos y presiona a la sociedad para que lo emule.

El desprecio del presidente por la vida de sus víctimas y la solución final que les impone me recuerdan al manco carnicero franquista Millán Astray, quien el 12 de octubre de 1936, frente a don Miguel de Unamuno, gritó “¡Viva la muerte!”, a lo que éste respondió: “Acabo de oír el grito necrófilo e insensato de ¡‘Viva la muerte’! Esto me suena a ¡Muera la vida!”.

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