Jacobo Silva Nogales: de profesión guerrillero

Publicado por
Zósimo Camacho

⇒ Parte I: Jacobo Silva Nogales: de profesión guerrillero
Parte II: Tercera pinta: instrucciones para ingresar a la guerrilla
Parte III: El amor (y la familia) en los tiempos de la clandestinidad

Quiso ser físico matemático y resultó guerrillero…, pintor y abogado autodidacta. Todo, sin haber concluido sus estudios de bachillerato. Aun en la pobreza fue un alumno de excelencia. Sólo se fue de pinta tres veces. La última le duró 15 años y le alcanzó para reactivar las columnas armadas del Partido de los Pobres, participar en la constitución del EPR y fundar el ERPI, la organización político-militar más numerosa en el estado de Guerrero. Luego de 10 años de encierro en penales de máxima seguridad fue puesto en libertad al ganar el juicio en el que fue su propio defensor. Ahora en la lucha social dice que su corazón sigue en la sierra, con “los muchachos”

Primera parte
“Ya desde que estaba en la secundaria, en tercer año, empecé a buscar la guerrilla”, dice Jacobo Silva Nogales quien, hasta el momento de su detención el 19 de octubre de 1999, era el Comandante Antonio, máximo dirigente del Ejército Revolucionario del Pueblo Insurgente (ERPI). Tenía 15 años cuando comenzó a considerar que la lucha armada era una alternativa válida para el cambio político y social.
En entrevista con Contralínea recuerda que entre 1973 y 1975 visitaba las sucursales bancarias con la esperanza de que un comando de la Liga Comunista 23 de Septiembre (“o cualquier otro, no me importaba el grupo en ese entonces”) ejecutara una expropiación (un asalto).
—Quería encontrármelos y decirles: “llévenme, yo me voy con ustedes”, y hacerme guerrillero –dice Jacobo, con una sonrisa–. Afortunadamente nunca pude lograr eso; si no, quién sabe qué hubiera pasado… Hubieran pensado que era un loco o un policía, y seguramente me habrían disparado.
Comienza a encanecer. El negro aún predomina en su cabello cortado a casquete regular, pero el blanco se distribuye en su cabeza como si hubiera sido salpicada de escarcha. Nació el 28 de noviembre de 1957 en Miahuatlán de Porfirio Díaz, Oaxaca, entonces una pequeña ciudad que no llegaba a los 10 mil habitantes y que “tenía mucha vivencia campesina”.
A sus 55 años, su mirada, inquieta por momentos, se detiene en algún detalle del techo o en un rincón de la habitación. Pero sus pensamientos están en el taller de carpintería de su padre, la sierra, la Ciudad de México o los penales en los que estuvo detenido. Recuerda con intensidad y entonces gesticula, se reincorpora del sofá, agita las manos o, en una ocasión, la voz se le quiebra y guarda silencio.
Siempre atento y afable, el balance que hace de su vida resulta provechoso. La tortura, el encierro, la persecución, la separación familiar han dejado muchas cicatrices y varias heridas que aún permanecen abiertas. Pero tiene la certeza de no haberse equivocado. Los golpes no lo doblegaron, sino que afianzaron sus convicciones. Convertirse en guerrillero fue, para él, el camino natural que debía seguir un hombre justo, amoroso y con capacidad de sacrificio.
Sin embargo, la duda a veces llega. Sobre todo cuando piensa en su familia: su hija, sus padres, sus hermanos.
—No sé si haya causado yo mucho daño, cuando menos preocupaciones, y hasta haya modificado mucho su vida.
Serio, reflexivo, comienza a hablar pausadamente. No hay gravedad en su semblante, sino humildad. Baja la mirada.
—Hay personas que son como hoyos negros. Yo soy una de esas personas. Todo lo atraen y lo modifican, lo desintegran o lo transforman en otra cosa. A quienes están cerca los hacen salir en otra dimensión, como se supone que ocurre con los hoyos negros. Así, en otra dimensión, hice salir a mi hermana Elizabeth; ella ni se la esperaba, pero salió como luchadora social. Les hice el mundo más grande a mis hermanos cuando volví a sus vidas, ya detenido, acusado de ser guerrillero. Mi hija hasta Canadá tuvo que ir, para bien o para mal; no sé. Tal vez ahorita ya hasta carrera universitaria tendría y estaría trabajando. Así arrastré a sobrinos. Llevaban ya un rumbo y con mi detención tomaron otro. Eso ha sido mi vida, desgraciadamente, meter a mucha gente en una dinámica que jamás habría sido la suya si es que no hubiera estado yo preso.
—A muchas otras personas habrá cambiado de rumbo Jacobo Silva antes de estar preso –se le inquiere.
—Cuánta gente incorporé a pelear –responde sin triunfalismo. No muestra orgullo. Parece iniciar un soliloquio:
“A cuánta gente la metí en la bronca de tener que esconderse. Me acuerdo que muchos compañeros tuvieron que huir y transformar sus vidas. Algunos dirán que para bien, pero también habrá quienes digan que fue para mal. Pero éste fue el papel que me tocó jugar y no lo eludí: lo tomé.”

Primera pinta: un niño descalzo

A principios de la década de 1960, el matrimonio del carpintero Florentino Silva López y el ama de casa Inés Nogales Cortés vivía en una casa de adobe y techo de teja. Entonces en Miahuatlán contaba con un terreno de 8 por 50 metros, cercado con carrizos. Vivía con sus siete hijos: Josué, Iván, Luz Estela, Elizabeth, Jacobo, Abel y Juan Rubén.
—Era una casa humilde. Tenía dos habitaciones, una recámara antigua que ya no se usaba, y en la que me daba miedo entrar, y otra muy pequeñita, donde dormía. La pobreza era muy grande y el trabajo escaseaba para un carpintero que tenía herramientas rudimentarias.
Varias de sus obras pictóricas realizadas décadas más tarde, en prisión, se refieren a los primeros años de su vida. Hermanos es el título de una pintura que concluyó el 3 de mayo de 2002. Jacobo se recrea con 9 meses de edad, al centro, sobre una silla. Sus hermanos mayores posan a su alrededor, como en un retrato familiar. Sin embargo los niños parecen estar al pendiente del bebé y atentos a protegerlo. Los colores son ocres. El infante viste ropa color beige y luce el número carcelario que le asignarían, muchos años después, en el penal de máxima seguridad de La Palma: 09-11.
“No me arrepiento ni me avergüenzo del color beige; ni me molesta vestirme de ese color; por el contrario, me encanta, me gusta y es motivo de orgullo. Elizabeth, Estela, Abel e Iván eran mis hermanos mayores, eran quienes ya estaban cuando yo tenía esa edad”, comenta acerca de la pintura.
Florentino Silva e Inés Nogales querían hacer de sus hijos profesionistas. Sobre todo Florentino, quien les tenía vetado el ingreso al taller. Quería que nada los distrajera de sus estudios.
—Recuerdo muy bien cómo trabajaba mi padre la carpintería, pero nunca permitió que nosotros le ayudáramos. Puede parecer raro, pero mi padre no quería que aprendiéramos, pues consideraba que empezaríamos a ganar un poco de dinero y ya no querríamos estudiar. Si acaso nos permitía hacer una pequeñita labor de acarrearle o pasarle algo.
“Quiero que estudien, porque en esto [la carpintería] no se gana”, les repetía don Florentino.
En efecto, la situación económica familiar empeoró e Inés Nogales tuvo que emplearse como trabajadora doméstica en la Ciudad de México. Emigró junto con sus hijos al Distrito Federal, “la única forma para sobrevivir” que el matrimonio encontró. Jacobo estaba por cumplir los 12 años de edad y acababa de concluir el quinto año de primaria.
Se instalaron en una vecindad de la colonia Moctezuma, ubicada en la calle Oriente 182.
—No me gustó en lo absoluto. No sólo me producía miedo el Distrito Federal. Yo venía del campo y la ciudad era muy grande. Vivíamos a dos cuadras del aeropuerto y el ruido era enorme; me despertaba en las noches y todo el tiempo me sentía muy incómodo. Y no podía salir ni tener amigos. Allá [en Miahuatlán] salía a jugar en la calle sin temor a que me atropellaran. En cambio, aquí en [la Ciudad de] México todo era extraño. La forma de ser de las personas también era diferente. La cultura en general era contrapuesta a la que había allá.
Concluyó el sexto año de primaria. Mantenía viva la idea de seguir estudiando. Como insistió, regresó con su padre a Miahuatlán para inscribirse en la secundaria.
Fracasó en su primer año. Fue dado de baja del plantel por faltar durante 3 meses.
—Me iba de pinta. Faltaba a las clases porque me avergonzaba acudir sin zapatos. Se me habían terminado y mi papá no podía comprarme nuevos. “Hasta la otra semana te compro”, me decía. “Mientras, anda así, con huaraches”. A la semana le preguntaba y me decía: “No se pudo, espérate unos días”. Y así se fue alargando. Pasaron los 3 meses y nunca hubo zapatos. De la escuela fueron a avisar que yo no asistía a clases y que por lo tanto había quedado fuera. Mi papá me regañó muchísimo; vio frustradas las expectativas que se había formado con respecto a nosotros.
En ese tiempo, aprovechando las salidas de su padre al Distrito Federal, Jacobo hizo uso del taller de carpintería.
—Hice algunos trabajos para los vecinos: cosas sencillas, como las máquinas que se utilizan para hacer tortillas, que son dos pedazos de madera unidos por una bisagra y un barrote que los aplasta para que salga la tortilla. También hice un banquito y una silla.
Cancelada su inscripción en la secundaria, Jacobo regresó a la Ciudad de México. Toda la familia estaba reunida de nueva cuenta. De Oriente 182 se mudaron a Norte 9, que por 7 años sería el domicilio de Jacobo hasta antes de pasar a la clandestinidad.

Segunda pinta: “Yo no quiero que me baleen”

Don Florentino sufrió una embolia cerebral y todos los hijos mayores de 12 años tuvieron que dejar sus estudios para emplearse como ayudantes o jornaleros de quienes quisieran contratarlos. Con casi 14 años de edad, Jacobo se convirtió en ayudante de una sencilla tienda de pastas, dulces y café: El Cafeto.
Sin embargo, no se resignó a quedarse sin estudios. Por haber excedido la edad, ya no fue aceptado en una escuela pública. Sus trabajos le dieron para pagarse 2 años en una secundaria privada modesta. El tercero lo cursó en una pública para trabajadores, la 49, ubicada en la zona pobre de las Lomas de Chapultepec.
—Estudiaba por las mañanas y trabajaba por las tardes. Salía de la casa a las nueve y media [de la mañana] y regresaba a las 10 [de la noche]. El tiempo libre de la escuela era para trabajar. Incluso los sábados y domingos trabajaba de 10 de la mañana a cinco de la tarde.
El trabajo era cuestión de supervivencia, por ello era prioridad. La segunda temporada de pintas de Jacobo, que duraría 4 meses, inició cuando vio que con su trabajo podía hacer turismo en la ciudad junto con sus amigos.
—Comencé a salir con unos amigos a Chapultepec. Yo les pagaba los juegos [mecánicos]. Después comenzamos a salir de la ciudad: fuimos a Toluca [Estado de México], Cuernavaca [Morelos], Texcoco [Estado de México] y algunos lugares de Puebla. Era una diversión sana: nuestros gustos eran conocer el lugar, comer la comida típica, realizar caminatas o visitar algún balneario barato. Me confiaba porque sentía que, con poquito esfuerzo, aprobaba los exámenes.
Al final del año tuvo que presentar exámenes extraordinarios. No obtuvo su certificado escolar sino hasta el año siguiente. Pero en esa época comenzó a adquirir “conciencia revolucionaria”.
—En la secundaria había un grupo de muchachos que hacían mucha algarabía, pero de tipo político. Y se la pasaban cantando canciones de José de Molina y de otros autores. Comencé, por ellos, a saber de [Rubén] Jaramillo, [Emiliano] Zapata, el Che [Ernesto Guevara]. Comencé a leer historia de México. No tenía un modelo de a quién seguir o un modelo de lucha en ese momento. Entonces contaba con 15 años.
Jacobo sonríe. Disfruta relatar esta etapa de su vida. Se mira pobre, pero libre y con toda la vida por delante. De pronto parece que, en efecto, se apresta a descubrir el mundo. Destaca el impacto que le produjo La noche de Tlatelolco, de Elena Poniatowska, donde a través de testimonios de los sobrevivientes se narra la matanza de estudiantes ocurrida el 2 de octubre de 1968 en la Ciudad de México. El libro lo indignó “profundamente” y lo convenció de que el sistema tenía que cambiar.
—Y claro, comencé a pensar que si lo hacía así como lo habían intentado esos muchachos, pues me iban a balear. “Yo no quiero que me baleen”, me dije. “Yo soy quien debe llevar estos hilos para que no suceda como en el 68” [sic]. Así se me presentó la lucha armada como una alternativa. Y desde entonces comencé a buscar la guerrilla. Quería encontrarla. Tenía 15 o 16 años, pero ya me sentía grande. Y sabía que todo se consigue luchando.
Así inició su deambular por las sucursales bancarias con la esperanza de presenciar una expropiación de la Liga Comunista 23 de Septiembre o de cualquier otro de los grupos armados activos durante la primera mitad de la década de 1970.
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Fuente: Contralínea 330 / abril 2013

 

 

 

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