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Las mujeres de Joaquín Loera el Chapo

Las mujeres de Joaquín Loera el Chapo

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No es de ahora que se corran rumores de las conquistas de Joaquín el Chapo Guzmán ni tampoco es raro escuchar que cada una de sus conquistas se haga llamar “la Preferida”, y que ¡hasta lo presuma!

Carmen Aída Guerra Miguel

La más reciente de esas conquistas, y que dio rienda suelta a una serie de rumores y declaraciones hasta de la alta jerarquía eclesiástica, es la de la reina de la Canela y la Guayaba, fiesta de gran tradición en el estado de Durango, bella joven con quien se dice contrajo nupcias en uno de los poblados mineros de la sierra duranguense, bordeado de bosques y con un solo camino de acceso.

Es la narración que más penetra, la que va de boca en boca. Dicen las malas lenguas, que el Chapo mandó preparar un marco majestuoso con flores exóticas, despliegue de viandas, música e invitados (billetes como arroz); que vistió a su elegida con sedas y encajes, tules y azahares, y que él mismo lució un tuxedo de Armany.

Nadie mencionó, empero, si la boda fue solamente civil o si también fue por la iglesia. Pero sí, que el Chapo llegó a bordo de un helicóptero, mismo que lo esperó hasta que finalizó la fiesta. Entre tanto, un enjambre de “cuidadores” mantenía sitiado el lugar donde Heraclio Bernal lideró la banda de salteadores que le arrebató al asesinarlo su amigo del alma Ignacio Parra.

Días, pero muchos días después pasó a ser noticia de primera plana, cuando incluso, sin lugar a dudas, de ser cierto lo anterior, ya había concluido la luna de miel. Empezaron las declaraciones aparecidas en varios artículos de la prensa nacional, para ubicar su guarida en un lugar equis de la sierra de Durango, en donde, se supone, conoció a su más reciente “compañera o “pareja”, como suelen llamar ahora a quienes se olvidan de las formas morales que rigen en nuestra sociedad.

El relato no fue del agrado de la joven esposa de este personaje, a quien le fue asegurada su residencia en una intersección de la colonia Las Quintas, en forma por demás espectacular, mientras ella permanecía en su interior sin darse por vencida y seguramente sosteniendo esta situación con el respaldo del Chapo o de quienes la protegían.

Fue en hora de clases cuando sus hijos se encontraban en las aulas del Instituto Senda. Esto ocurrió en la década de 1990, cuando la Procuraduría General de la República (PGR) aseguró varias residencias, y también cuando se dio a la fuga el comandante de la Policía Judicial Eduardo Larrazolo Rubio, hospedado en el hotel Tres Ríos, de quien nunca más nos proporcionaron informes a los reporteros de la fuente.

Fue también, en esa década, cuando el Obispo de Sinaloa (después la diócesis se dividió y fue Obispo de Culiacán) ofició la misa de la boda de un hijo de Baltasar Díaz con una hija de Miguel Félix Gallardo. Una boda, como dicen las cronistas de sociales, “de antología” en el histórico Santuario del Sagrado Corazón de Jesús, desde cuyas instalaciones se libró la última batalla en Sinaloa de las huestes del General Iturbe y del General Banderas en la etapa revolucionaria.

La novia llegó envuelta en tules y encajes europeos a bordo de un carruaje antiguo halado por caballos percherones revestidos con motas doradas y lienzos de seda; el templo se caía de flores importadas (orquídeas japonesas), los invi tados aderezados con alhajas de colección.

Los reporteros gráficos de la prensa recibieron pago por adelantado para que se fueran sin tomar una sola fotografía con la consabida “recomendación” de que no era noticia para publicarse. La fiesta de la boda duró dos semanas y a ella asistieron, según el decir, invitados no sólo de Sinaloa, sino funcionarios públicos, empresarios, en una finca ubicada por la carretera a Culiacancito, en donde desfilaron artistas de la talla de Yuri, Alberto Cortez, bandas, orquestas, tríos, conjuntos famosos, de Monterrey, Guadalajara y del estado.

Las viandas llegaron a bordo de camiones refrigerados al igual que cientos de cervezas importadas.

La verdad es que la reseña completa tiene que ver también con las carpas, la iluminación, la vajilla, las mesas, sillas y flores, todo como un cuento de Las mil y una noches. Muy similar a la que se dice fue vista y oída en la sierra de Durango.

Cuando se le reclamó al Obispo el participar en el casorio, su respuesta fue dentro de esta lógica: “Si el diablo me hubiera pedido que lo case, lo caso, yo no soy juez”. Y luego desvió la conversación hacia los caballos percherones.

A los quince 15 días un jet con capacidad para 40 pasajeros salía de un hangar particular, contiguo al de la entonces Secretaría de Agricultura y Ganadería.

Ahí, recargado en un muro, el reportero gráfico Víctor Fernando Valenzuela, quien prestó sus servicios para el periódico El Debate, y ya trabajaba para ellos (asesinado posteriormente en la ciudad de México, junto con un hijo de Balta Díaz), se aprestaba a volar rumbo a Tijuana.

Abajo, descendieron de dos carros negros unas doñas con batas de seda y pantuflas despidiendo a los viajeros. En los alrededores, cascos y uniformes verde olivo camuflados daban cuenta de un operativo perfectamente diseñado al estilo militar, para cuidar el despegue. Nadie se asomó por esos lares, nadie los detuvo.

Fue el día en el que el ingeniero Gilberto Contreras Nateras, delegado de la Sagar, voló para localizar el vaso de la presa Luis Donaldo Colosio, acompañado por el fotógrafo Octavio Márquez de El Sol de Sinaloa. ¡Qué contradicción! La búsqueda del nido para agua del Río Fuerte rescatada para la vida desde un jet conducido por el Capitán Enrique Osuna, gente de bien, y a esa misma hora otro jet en el que muchos, o quizá todos los que viajaban a la frontera, dejaron atrás una estela de muerte. No más agua para cultivos entreverados con legumbres o maíces.

Esa negra etapa en la que se enviaban en jaulas pericos vendidos a altos precios en la frontera. Pero lo más raro fue que mientras más pericos muertos, mayor alegría de los destinatarios. Hasta que se descubrió de qué iban rellenos, igual que los rellenos de los tubos para abultar los peinados de las damas.

En dónde y cuándo comenzó a dejarse atrás la capacidad de asombro ante los valores trastocados que hemos ido viviendo con los cárteles que van y vienen, los que organizan bautizos, bodas, piñatas, inscriben a sus hijos en colegios en los que se supone se investiga la moralidad de las familias. Incluso aquellos mojigatos que se negaban a aceptar hijos de divorciados y que inscriben, sin ningún recato, a descendientes de quienes, como decía el célebre Maquío Clouthier, “todo mundo sabe quienes son” y que tanto daño hacen a las presentes y futuras generaciones.

Éste es el mayor crimen con el que convivimos, por la visión distorsionada en la que importa el tener y no el ser.

Un presente y un futuro que cifra el valor en el dinero “tanto tienes, tanto vales”, no importa que provenga del desfiladero al que nos dirigimos; no importa que seamos testigos de la vida breve y a salto de mata en la que viven los secuestradores, los homicidas, los asaltantes, los zares del narcotráfico y sus cortesanos.

En el comercio escuchamos expresiones tan fuera de toda lógica como la que los que compran “andan juidos”. La economía ya no depende del trabajo fecundo y creador, sino de los delincuentes, incluyendo los de cuello blanco que tienen “capacidad” para comprar de contado, y de una sola vez, varias unidades en las agencias de automóviles, clientes asiduos de las joyerías, de los restaurantes de lujo, y hasta de las centrales de abastos y de otros servicios, donde se lamentan de que se persiga a los narcos “porque son en buena medida los que sostienen la economía del país”.

Por ello a nadie extraña que por fin se haya animado a hablar el arzobispo de Durango Héctor González Martínez, para repetir lo que ellos escuchan y que sus feligreses callan.

Si lo que se pide son denuncias anónimas, por qué transcurridos días y tal vez meses, hasta estas fechas es mencionada la guarida de uno de los más ricos del mundo según la revista Forbes. Y precisamente en el triángulo Chihuahua, Sonora y Sinaloa (o cuadrángulo si se incluye a Sonora). En ese triángulo dorado que fue entregado en sexenios como premio a delegados de la PGR, a procuradores y a comandantes de la Tercera Región (ejemplo el general Rebollo). En ese triángulo en el que en la década de 1940 se sembró la sierra con avituallamiento en dólares, para que tierras tan nobles se convirtieran en la más terrible pesadilla de familias que tuvieron que huir en estampida.

“Primero nos proporcionaron todos los medios para la producción de amapola y marihuana y ahora nuestros hijos están muertos o en la cárcel”, se lamentó don Gregorio en un poblado donde abundan las casas grandes con altas bardas en el municipio de Badiraguato, más arriba de La Noria, la tierra de Fonseca y Caro Quintero.

Y ahora, hasta es tema para ganar premios con relatos que resultan éxitos de librería.

La mamá del joven veinteañero sacrificado en el estacionamiento de la tienda City Club, a la que le fue asegurada la residencia de Las Quintas, sostiene que la única mujer a la que el Chapo quiere es a ella. Es el padre de sus hijos a quienes adora. Y pide que es fácil constatarlo, porque va a establecer contacto con él y oigamos que confirma su dicho.

Insisto, visión distorsionada de su esquema de valores. Para ella no importa si el prójimo afectado, junto con su familia, se convierte en una piltrafa humana; ella es la mujer del Chapo Guzmán, a la que él quiere.

Es su comodidad, el ser mujer de un hombre tan buscado, tan temido, tan rico, y tan desquiciado, que junto con sus antivalores se envuelve en el espectro de muerte que no deja lugar a dudas.

Lo más lamentable es que no dejemos de hablar de este personaje y de otros que han hecho su fortuna dejando sin voluntad a quienes caen en el abismo sin límites de las drogas, abatidos por el hilo que separa a la vida de la muerte.

 

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