Metlatónoc: miseria y explotación

Metlatónoc: miseria y explotación

En las comunidades de la Montaña de Guerrero, los abuelos no tienen acceso a servicios médicos; tampoco a vivienda digna ni alimentación sana. Trabajan más de 12 horas al día y consiguen menos de 7 pesos por jornada. Programas para Vivir Mejor prefirieron remozar fachadas y construir curatos antes que establecer el primer hospital para los na’saavi, me’phaa y nahuas de la región. Con esta entrega, Contralínea concluye la serie de crónicas desde las zonas más pobres de México

 
Zósimo Camacho/Luis Suaste*, fotos/enviados
 
 
San Pablo Atzompa, Metlatónoc, Guerrero. Las manos, gruesas y abundantes en callos, deslizan con destreza las hebras de tule. Las palabras en na’saavi fluyen tan rápido como los dedos entreveran los tallos. El matrimonio formado por Daniel Pantaleón Luna y Guadalupe Avilés Cano teje sombreros. Los abuelos, cuyas edades rondan los 60 años, se apresuran a completar una docena, la única manera de obtener algunos pesos.
 
A pesar de que desde el alba y hasta que la luz del sol se va sólo se dedican a confeccionar los rústicos tocados, tienen dificultades para finalizar los seis al día que les corresponden a cada uno. En cuanto completen tres docenas bajarán caminando –un trayecto de 5 horas– hasta la ciudad de Tlapa de Comonfort para venderlos.
 
Por los 36 sombreros les pagan 120 pesos. Ellos debieron desembolsar antes 80 pesos en la compra de un tercio de palma o tule con que los elaboran. Así, su “ganancia” se reduce a 40 pesos… O 20 pesos para cada uno por tres jornadas completas. Es decir, cada abuelo gana 6.66 pesos al día, en jornadas de más de 12 horas de trabajo.
 
No cuentan con ningún tipo de seguridad social ni saben de ningún Artículo 123 que “garantice” sus derechos; tampoco de la responsabilidad que el Estado y los empleadores tienen para con los trabajadores, según lo establece la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos. No hay representantes gubernamentales en varios kilómetros a la redonda. Tal vez sea mejor así: formalmente serían para el Estado mexicano “personas físicas con actividad empresarial” y seguramente estarán “evadiendo” impuestos…
 
—Ésta es mi casa…, tiene pobre; tiene tabla; no tiene piso firme –había dicho Daniel Pantaleón a los reporteros, en entrecortado español, a manera de bienvenida.
 
En silencio, él y Guadalupe Avilés recorren con la mirada su hogar: dentro de la choza de tablas y lámina galvanizada, el espacio para el fogón, un comal, dos pequeñas sillas y una tina con maíz nixtamalizado. En la otra esquina, leña y un bote de plástico con envases vacíos de refresco. Del techo cuelga un garrafón desocupado. Nada más.
 
Invitan a su “otra casa” (en realidad la otra habitación), donde también el piso de tierra se hace lodo en las partes más húmedas. Es el “dormitorio”. Al fondo, cuatro huacales sostienen cinco tablas. Sobre de éstas, un petate. Es la cama. El panorama se completa con ropa amontonada en cajas de cartón, un foco y, sobre una mesa de madera desvencijada, un aparato estereofónico.
 
Mediante la traducción de Eulogia Flores –na’saavi del Centro de Derechos Humanos de la Montaña Tlachinollan–, Daniel y Guadalupe platican sobre su vida en una comunidad de la Montaña de Guerrero, considerada la región más pobre del país. “Somos campesinos –explica Daniel–; sembramos la milpa, pero el maíz no nos alcanza para todo el año”. Guadalupe completa: “Entonces hacemos sombreros de palma y los vendemos en la ciudad de Tlapa para comprar maíz”.
 
 
Sin interrumpir el tejido, los na’saavi comentan que “todos en Atzompa hacen sombreros: los que no, es porque… porque… se van a otro lugar a trabajar”.
 
—¿Les gusta su trabajo?
 
—Pues aunque no nos gustara –responde Daniel–. No conocemos otra cosa. No sabemos hacer otras labores en las que se gane más. Nada más sabemos el campo y los sombreros.
 
—¿Han salido a trabajar fuera de la comunidad?
 
—Sí, fuimos a Sinaloa –explica Guadalupe–, pero sentimos que allá [de jornaleros] estamos igual o peor que aquí. Por eso ya no volvimos a salir.
 
Quienes sí decidieron trabajar fuera de la Montaña fueron sus hijos: “Decían que con lo de los sombreros no alcanzaba para mantenerse y ya no quisieron aprender de su papá –señala Guadalupe–; y mejor se fueron hasta Nueva York para ganar más”.
 
Pero la tragedia no abandonó a la familia: “Ya tenían año y medio que estaban trabajando allá. Se compraron un carrito y tuvieron un accidente con un tráiler”.
 
Murieron los tres hijos del matrimonio y una nuera.
 
—¿Recibieron indemnización?
 
—Al contrario, hicimos mucho gasto cuando ellos fallecieron. Por el traslado de los cuerpos gastamos mucho. Y eso que el síndico de Metlatónoc nos ayudó para traerlos a enterrar aquí. Y ya no pudimos traer a los nietos. De eso hace 5 años y los niños ya crecieron allá.
 
Interrumpen sus labores. Guardan silencio. Cabellos desordenados, rostros enjutos, arrugan el entrecejo. El viento frío campea en la casa: se cuela sin problema alguno por las paredes de tablones. Afuera, arrecia la lluvia. Pesadas nubes grisáceas han chocado con la montaña y se deshacen en millones de gotas.
 
Daniel y Guadalupe son parte de los casi 1 mil 400 habitantes de esta comunidad, una de las más populosas de las 40 que pertenecen a Metlatónoc, un municipio ciento por ciento indígena. En toda la demarcación habitan 18 mil 976 personas, de acuerdo con la más reciente Encuesta de población y vivienda realizada por el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (2005). La mayoría de los habitantes es monolingüe: na’saavi, 12 mil 390, y me’phaa, 1 mil 269. Más de la mitad de los mayores de 15 años (52 por ciento) no sabe leer ni escribir. El promedio de años cursados en educación formal es de 3.2. Apenas 3 mil 769 tienen acceso a las atenciones médicas.
 
 
Desde la cabecera municipal, el secretario general del ayuntamiento, Federico Vázquez Ramírez, ofrece –sin proponérselo– un panorama de devastación.
 
“Carecemos de muchos servicios. Sí tenemos tres médicos aquí en la cabecera, en el centro de salud”. Inmediatamente aclara: “no es hospital: es centro de salud”.
 
La historia de los municipios de la Montaña guerrerense se repite: la demanda de atención médica rebasa a los doctores. “No se dan abasto”, explica Vázquez Ramírez. No cuentan con suficientes medicinas ni con equipo médico. Tampoco hay espacio para camas ni para atender a los enfermos; por eso a los que se enferman hay que trasladarlos a [la ciudad de] Tlapa o a [la de] Chilpancingo… Estamos muy mal con el servicio; pero no es culpa de los médicos; ellos hacen lo que pueden”.
 
—¿Con cuántos médicos cuentan?
 
—Con tres; pero aunque estén, aquí no se puede atender algo serio, pues no hay equipo para sacar radiografías ni para hacer estudios. Solamente se puede hacer lo más sencillo, como curaciones. Ahorita tenemos la suerte de que dos estudiantes de enfermería de la UNAM [Universidad Nacional Autónoma de México] vinieron a hacer su servicio social. Estamos muy contentos con ellos, pues también se atienden los partos. Y lo hacen sin ningún sueldo.
 
—¿Y cuántos médicos se encuentran en las comunidades dependientes de esta cabecera?
 
—No hay. Estos mismos tres son los que se dan su vuelta por las comunidades. Tienen su itinerario, su programa de visitas… –Repara en que se trata de 40 comunidades y cerca de 18 mil habitantes–. Como decía, estamos muy mal.
 
Federico Vázquez Ramírez –quien como secretario general del ayuntamiento es integrante del equipo del presidente municipal Roberto Guevara Maldonado, que asumió el cargo en octubre de 2012– también reconoce que hay comunidades sin maestros ni escuelas.
 
“Hay comunidades que no reciben educación, pues no hay maestros. En la cabecera sí tenemos desde preescolar hasta secundaria; además, un Colegio de Bachilleres por Cooperación [en el que los pobladores prestan casas para las clases y les dan alimento a los maestros]”. Adicionalmente, ha comenzado a operar, en un par de salones, la Universidad de los Pueblos del Sur (Unisur).
 
Luego de 10 años de haber sido declarado el municipio más pobre de México, las “acciones” de los sucesivos gobiernos federales, estatales y municipales, que involucran a los partidos Acción Nacional, Revolucionario Institucional y de la Revolución Democrática han dejado en el primer cuadro de la cabecera una calle con cemento, un palacio municipal remozado y dos pequeñas construcciones nuevas: una con un auditorio y tres salones (dos de éstos prestados a la Unisur); la otra, una pequeña cabina para la radio comunitaria Tachi Ñuu Itia Tanu y la sede del Centro Comunitario de Aprendizaje, dependiente de la federal Secretaría de Desarrollo Social.
 
Metlatónoc ahora es el séptimo municipio más pobre en el nivel nacional; el primero lo ostenta su vecino Cochoapa El Grande. Lo cierto es que no se perciben diferencias ni entre las cabeceras ni entre las comunidades de ambos lugares.
 
No hay un sólo hospital o clínica en la cabecera; menos aún en las comunidades de la Montaña profunda pertenecientes a este municipio. Más de 84 kilómetros separan al centro de Metlatónoc con los hospitales más cercanos, ubicados en la ciudad de Tlapa. En efecto, en este tiempo se ha construido una carretera, la cual “siempre está en pésimas condiciones; desde que se inauguró ha tenido derrumbes y luego, luego, se llenó de baches; nunca la hemos podido disfrutar”, señala el secretario general de Gobierno del ayuntamiento, Federico Vázquez.
 
—¿Y los caminos hacia las comunidades?
 
—Están mucho peor. En tiempos de lluvias entramos a las comunidades empujando el carro; pero a veces ni se puede. Y aunque rastreemos, con la siguiente lluvia el camino se vuelve a deshacer.
 
*Integrante de Regeneración Radio
 
 
Infografía:
 
 
 
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 Fuente: Contralínea 322 / febrero de 2013