El camino de la fe: devoción en la Basílica de Guadalupe

El camino de la fe: devoción en la Basílica de Guadalupe

FOTO: FERNANDA MONROY

Las suelas gastadas de los zapatos dejan un susurro lento y pesado sobre las aceras y el asfalto de las calles, agotados tras cientos de kilómetros recorridos hacia la Basílica Santa María de Guadalupe. Con la mirada en el horizonte, los peregrinos llegan a la meta y, en sus rostros, líneas de sudor remarcan el esfuerzo de la fe y la devoción.

FOTO: FERNANDA MONROY

Es 11 de diciembre, y centenas cruzan el umbral del recinto, y son recibidos con un estruendo ceremonial que hace vibrar el aire. El ritmo profundo de las tamboras y el aliento de las tubas levantan el ánimo, mientras el cascabeleo de las coyoleras de los danzantes teje una celebración incesante. Esta bienvenida sonora es sólo el inicio de su vigilia.

En ese último tramo de cemento, el cansancio se transforma en devoción pura. Agotados, los peregrinos continúan su camino hacia el centro de la capilla: se persignan, agradecen y escuchan misa. Algunos, en el más profundo acto de gratitud, recorren esos metros finales de rodillas, con las imágenes de la morenita a cuestas, sostenidos por manos firmes y voces de ánimo de quienes caminan a su lado.

El atrio se convierte en la geografía del descanso. Quienes habían llegado con horas de antelación se extendían sobre cobijas, bancos plegables o sobre suelo que aún conservaba el calor del mediodía. Tomaban un respiro que sabía a victoria, e intercambiaban sonrisas que delataban su felicidad de ver a su comunidad reunida.

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Eran generaciones completas las que hacían guardia: desde bebés en brazos, hasta los niños que corrían inquietos o disfrutaban de una nieve para el calor. Jóvenes cargaban con orgullo las figuras de la Virgen, y las personas de la tercera edad se tendían a recuperar fuerzas antes de la madrugada.

El paisaje se pintaba con coloridas casas de campañas que se levantaban como pequeñas villas y formaban un mosaico de nailon y tela donde familias enteras aguardaban el 12 de diciembre.

El descanso en el atrio era intermitente, interrumpido por la energía incesante del ritual. La plancha se convertía en un escenario vibrante, donde diversas comunidades danzaban en honor a la Virgen.

Unos saltaban al ritmo frenético del huapango, guiados por los sones que los músicos más viejos de la comunidad ejecutaban con facilidad. Sus sombreros llenos de listones volaban en el aire mientras que sus paliacates pintaban el cielo. Agarrados de la mano, se cruzaban unos con otros, un espectáculo que tejía con cada paso una trenza humana en movimiento.

A poca distancia, otros grupos irrumpían en la danza con un aire distinto: máscaras de chivos giraban sobre sus propios pies, siguiendo el compás del grave sonido de la tuba. Sus desplazamientos formaban ruedas pequeñas y líneas que se mezclaban, mientras los hilos que colgaban de sus vestimentas y antifaces danzaban a la par de ellos.

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Miembros de comunidades indígenas también celebraban en el umbral, ataviados con vestimentas tradicionales. Sus largas faldas negras rozaban el tobillo en cada salto, y las blusas blancas bordadas brillaban bajo el sol de la tarde. Sus sombreros se esforzaban por no salir despedidos de sus cabezas con el ímpetu de su gratitud.

A los costados del atrio, como testigos silenciosos y coloridos, las imágenes de la Virgen iban adornadas con pompones tricolor (verde, blanco y rojo), engalanadas con marcos de flores brillantes y guirnaldas de luces, esperando el momento de ser bendecidas.

La devoción era amplia, desde las primeras veces hasta la costumbre de casi toda una vida. Rosa Isela Martínez, una joven de 18 años, viajó ocho horas desde Puebla para presentarse por primera vez ante la Virgen de Guadalupe. Compartía el asfalto con el señor Leonardo Sánchez y su yerno Miguel Ángel Arias, trabajadores de campo que, con doce años de peregrinaje a cuestas, tardaron esta vez trece horas en llegar. Para ellos, la preparación era simple: “No hay mayor preparación que ir con fe y convicción de que llegaremos”.

El señor José Hernández, en cambio, era un experto, acudiendo desde Tlaxcala desde hacía 39 años. En esta ocasión le tomó sólo tres horas llegar, pero su constancia reflejaba su compromiso inquebrantable.

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La motivación de todos era una fuerza inquebrantable: la fe y la gratitud. El señor José Hernández, veterano de casi cuatro décadas de peregrinaje, resumió la devoción colectiva con una frase: “vengo a darle gracias a quien nos da vida”.

Para otros el motivo era más intimó. La joven Rosa Isela Martínez, en su primera visita, tenía los ojos llenos de esperanza. Su agradecimiento: la salud recuperada de su hijo, una bendición que esperaba ahora sellar inculcándole su devoción.

De igual forma, el señor José Ignacio Oropeza, poblano de 59 años, ofrecía sus ocho asistencias a cambio de lo más básico y preciado: rogaba por la salud y que jamás le faltará la comida en la mesa de su familia.

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Los trayectos de cada peregrino, reflejaban esta mezcla de determinación. Su recorrido no era uniforme: algunos lo hicieron caminando paso a paso, otros cubrieron tramos en las camionetas de su comunidad, y otros, incluso llegaron con la respiración entrecortada de quienes lo hicieron corriendo.

Luis Enrique Cervantes, de Tlaxcala, detalló que su comunidad había salido en camionetas esa mañana, pero su regreso sería corriendo en relevos, un esfuerzo de fe. “El cansancio no lo sentimos por la fe que tenemos”, aseguró acompañado de su esposa y su hija de tres años en brazos. “La Virgen nos lo da todo; siempre venimos a agradecer por el trabajo, la salud y el simple hecho de estar vivos y de que nuestra familia esté contenta. Es más que una bendición”.

En la plancha, la actividad giraba en torno al cuidado. Familias enteras se sentaron sobre sus cobijas para compartir tortillas y guisados, recuperando la energía perdida, mientras el murmullo de las risas y las historias de la jornada se mezclaba con los rezos silenciosos.

La tarde del 11 de diciembre comenzaba a terminar para darle paso a la vigilia. En medio de una marea de fe, los peregrinos terminaban de acomodarse. Solo quedaba una cosa por hacer: esperar la medianoche, cuando el júbilo, contenido por horas, estallaría finalmente en las Mañanitas de la Virgen de Guadalupe.

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