Ciudad de Guatemala, Guatemala. “Europa es un jardín florido”, dijo recientemente un alto funcionario de ese continente. Mientras que el resto del mundo, según su parecer, es “la jungla”. Visión sesgada –en absoluto bochornosa, por cierto– consistente con lo que pudo decir un ministro de Estado en algún país de esa región un siglo atrás: “Las razas superiores tienen el derecho porque también tienen un deber: el de civilizar a las razas inferiores”. Visión que hoy buena parte de lo que llamamos Norte –Europa Occidental y América del Norte– tiene del Sur global.
Esa concepción –llamada eurocéntrica– se impuso en estos últimos dos o tres siglos en virtud de los modos de producción vigentes: el capitalismo y el desarrollo científico-técnico, los cuales posibilitaron su expansión por el orbe. Como discurso hegemónico, esa cosmovisión –piel blanca y portadora de una tecnología novedosa en relación al resto de la Tierra– siempre se ha impuesto sangrientamente –no lo olvides–. Ésto creó muchas veces el espejismo de hacer pensar a los dominados que sí, en efecto, los dominadores eran “superiores”.
Así se desarrolló una cultura de sumisión, donde los pueblos conquistados –a veces en una relación muy compleja y problemática– terminaron glorificando a sus conquistadores. Ha pasado y sigue pasando en Latinoamérica:
En cualquier punto de ese continente, no es infrecuente ver a algún ciudadano de aspecto aindiado o afrodescendiente –hay nativos de los pueblos originarios y personas de pieles oscuras, descendientes de los esclavos africanos traídos siglos atrás– con el pelo teñido de amarillo.
En esta sufrida región, a muchos se le podría ocurrir usar música llamada “clásica” –música académica europea de los siglos XVII, XVIII o XIX– y no cumbia o ranchera para ambientar un programa cultural.
Si se trata de organizar una cena de lujo, muy probablemente algún latinoamericano pensaría en ofrecer langosta u otro plato con un complicado nombre en francés. Quizá lasaña… Sin embargo, seguro no consideraría servir arepa, humita ni indio viejo.
Para ir “bien” vestido, el varón debe usar saco y corbata. Entretanto, la mujer lleva tacones altos con joyas. Sería de “mal gusto” presentarse en güipil o con chaqueta de colores típicos como la usada por el expresidente de Bolivia.
Los palacios gubernamentales –aún rodeados de palmeras y bajo abrasadores soles tropicales– deben tener muchas columnas griegas con amplias escalinatas de mármol, iguales a las de los “hombres blancos” del Norte –el símbolo de la UNESCO, organización mundial de la ciencia y la cultura, es un Partenón griego–.
La juventud “in” canta en inglés ¡¿Cómo habría de tararear una canción en guaraní o en mapuche?! Y en diciembre ¡Por supuesto! Los malls –también se puede decir shopping centers, siempre en inglés– se llenan de pinos plásticos y nieve artificial con un viejo barbudo, vestido con trajes de piel.
Si pensamos en pirámides fabulosas, pensamos en las de Egipto. Olvidamos que en Mesoamérica hay otras tan fantásticas como aquellas. Dato marginal: la civilización maya llegó al concepto de número cero hace más de mil años. Mientras que, entre los siglos XV y XVIII, se cazaban brujas en Europa.
¿Por qué lo latinoamericano no es “civilizado”? ¿Maldición de la Malinche?
Pero, ¿quién dice que no somos “civilizados”? ¿Cuál es el ícono representativo de nuestros países? Hombres borrachos y mujeriegos, flojos en general para el trabajo. Mujeres provocativas con sensuales caderas y pechos semidesnudos. Sucias, desorganizadas y caóticas ciudades, atestadas de vendedores ambulantes y niños de la calle. Uniformados impunes, los cuales ejercen un poder dictatorial. Un agro semifeudal con campesinos famélicos, quienes usan bueyes y machetes para sus faenas diarias.
En general, no se relaciona a Latinoamérica con ciencia, tecnología, arte ni filosofía. Sin embargo, sí se la asocia a atraso, a primitivismo, a sociedades, detenidas en los siglos de la colonia española profundamente católicas y llenas de prejuicios. Ahora bien: ¿De dónde sale esta cosmovisión? ¿Somos así o esa es la lectura que produce el discurso imperial sobre nosotros que nos condena a ser “indios”, “negros” y atrasados proveedores de materias primas baratas?
La dominación se asegura militar y culturalmente. E incluso a largo plazo, esta última termina siendo tan o más efectiva que las armas. Desde que hay sociedades de clases, siempre existe una cultura dominante que se impone, marcando el ritmo a los dominados.
El conquistado se resiste, aunque también se pliega al conquistador, seguramente como mecanismo de sobrevivencia. La dinámica de la relación amo-esclavo es marcada por esta compleja dialéctica: el esclavo, por lo común, termina pensando con la cabeza del amo. De ahí que la maldición de la Malinche pueda establecerse y ser efectiva ¿Por qué, si no, un indígena latinoamericano querría pintarse el pelo del color de quien lo conquistó?
Una supuesta cultura “superior” a otra no es más que patraña ¿Son “mejores” los que tienen el “buen” gusto de comer pasta con vino tinto en vez de anticucho? ¿Son “mejores” los que usan ropa con apagados colores pastel y no esos “primitivos” tonos vivaces de las guayaberas tropicales? Si alguien creyera que sí, es el primitivo.
No obstante, lo curioso es que el mundo está basado en esa idea. Sin saberlo, sintiéndose “superiores” algunos e “inferiores” otros, continúa repitiéndose la estructura ¿Nos irá mejor en la vida si nos teñimos el cabello de rubio y copiamos las modas de los anglosajones dominantes?
Producto de más de cinco siglos de imposición cultural, estamos adormecidos en Latinoamérica. En muy buena medida, seguimos creyendo –como la Malinche– que lo que viene de afuera es “mejor”. El “made in…” es ya una garantía de calidad.
¿Hasta cuándo vamos a seguir con ese complejo de inferioridad? ¿Acaso si no somos rubios no podemos hacer nada “importante”? ¿Estamos condenados a proveer al norte –a precio de remate– sólo productos primarios y jugadores de fútbol? Las cosas están empezando a cambiar. La dominación llamada “occidental” está comenzando a caer. Si hay algo primitivo, bárbaro y salvaje entre los seres humanos, es justamente creerse superior a otro.
Marcelo Colussi/Prensa Latina*
*Politólogo, catedrático universitario e investigador social argentino, residente en Guatemala
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