Juzgar con equidad es un compromiso que trasciende la aplicación fría e impersonal de la ley. Se trata de reconocer, desde el inicio del proceso judicial, que aunque todas las personas somos iguales ante el derecho, no partimos de las mismas condiciones. La equidad en la judicatura implica adoptar una postura activa para corregir los desequilibrios estructurales que históricamente han marginado a ciertos sectores, garantizando que el acceso a los derechos fundamentales sea real y efectivo.
Esta forma de juzgar no consiste en dar la razón de forma automática a los grupos vulnerables, sino en desmontar las barreras que impiden que las personas, por motivos económicos, culturales o sociales, disfruten de una defensa plena. El juez que actúa con equidad debe identificar y compensar las desigualdades preexistentes, equilibrando la balanza cuando las partes se encuentran en posiciones desiguales. Así se transforma el proceso judicial en un mecanismo de inclusión y de justicia social.
En la práctica, juzgar con equidad implica tres deberes. En primer lugar, se debe atender las vulnerabilidades de aquellos que han visto negados sus derechos durante años. Cuando se trata de niños, adolescentes, personas con discapacidad o víctimas de violencia familiar, el papel del juzgador debe ir más allá de la mera aplicación técnica del derecho. En esos casos, es necesario que se adopte una actitud proactiva, que incluya de oficio la búsqueda y valoración de pruebas que permitan suplir la falta de recursos o argumentos. Además, se tiene que incorporar una perspectiva intercultural para atender las necesidades específicas de los pueblos indígenas, garantizando el acceso a traductores e intérpretes en procesos penales y el respeto a su derecho a una defensa adecuada.
El segundo deber es la corrección de los desequilibrios económicos que afectan a quienes, por su situación, se ven relegados a defensas legales deficientes. La vulnerabilidad económica no debe justificar la vulneración de derechos. Por ejemplo, el juez debe estar alerta ante prácticas abusivas como la usura, que en muchas ocasiones se impone a deudores que se encuentran en una situación de clara desventaja. Esa misma atención especial debe extenderse a ciertos grupos igual de vulnerables, como migrantes y trabajadoras domésticas.
El tercer deber de la justicia con equidad es la erradicación de prejuicios y estigmatizaciones presentes tanto en la ley, como en la práctica social. Las sentencias deben convertirse en instrumentos que sirvan para desmontar las ideas preconcebidas y los roles tradicionales que dificultan el acceso a los derechos. Un ejemplo claro es aquella que declaró inconstitucional el privilegio del apellido paterno en el registro de los hijos, permitiendo que hoy los niños puedan llevar el apellido materno en primer lugar.
De igual forma, se han emitido decisiones que evitan la discriminación de padres con discapacidad en procesos de guarda y custodia, así como el reconocimiento del derecho a la doble jornada en casos de pensiones alimenticias y la apertura de proyectos de sentencia que avanzan en el reconocimiento del derecho al aborto. Estas resoluciones evidencian que juzgar con equidad es también derribar barreras culturales y sociales que han limitado durante demasiado tiempo la plena realización de los derechos.
En definitiva, juzgar con equidad es transformar el proceso judicial en un espacio de diálogo y reparación, en el que cada sentencia contribuya a nivelar las condiciones de partida y a construir un país donde la igualdad sea vivida en la práctica. No se trata solo de interpretar las normas, sino de convertirlas en herramientas de transformación que respondan a las exigencias de una sociedad diversa y en constante evolución.
Como magistrada, he comprobado que cuando el juzgador adopta esta visión integral –combinando la sensibilidad hacia las vulnerabilidades, la corrección de los desequilibrios económicos y la eliminación de prejuicios–, el sistema legal se fortalece y se convierte en un verdadero motor de cambio social. La justicia con equidad es el camino para que la ley deje de ser un privilegio de unos pocos y se convierta en el instrumento de inclusión y respeto a la dignidad humana que nuestra sociedad demanda.
Ana María Ibarra Olguín*
*Magistrada de Circuito; licenciada, maestra y doctora en derecho.
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