Recorrer el país me permitió escuchar una experiencia común en cientos de voces. En cada comunidad aparecieron relatos que describían esfuerzos cotidianos por construir vidas más dignas. Estas historias evidenciaron carencias persistentes y cargas que pesan desde hace generaciones. También dejaron relucir cómo las luchas avanzan a pesar de obstáculos sociales, económicos y jurídicos. Las personas que sostienen estos esfuerzos realizan un trabajo silencioso del que depende buena parte del bienestar colectivo, pues sus luchas sentaron las bases para muchos de los derechos de los que hoy gozamos.
Estas realidades, sin embargo, suelen quedar fuera de la mirada pública. Las luchas que nacen desde abajo y representan a grupos con poder limitado suelen desarrollarse en espacios que permanecen invisibles. De ahí la importancia de los esfuerzos antes mencionados, tal como el que realiza el autor David Cilia para visibilizar los abusos sufridos por parte del poder. A través de sus relatos sobre la Guerra Sucia, Cilia critica y denuncia el actuar de las instituciones y autoridades que coadyuvaron al Estado en uno de sus periodos más opacos y sanguinarios. Labores como la suya son fundamentales, ya que la falta de reconocimiento implica una carga adicional para quienes ya enfrentan desigualdades profundas. Consecuentemente, la ausencia de escucha incrementa la distancia entre instituciones y ciudadanía.
A partir de ese vacío de escucha surgen las verdades oficiales: narrativas que se presentan como descripciones completas de la realidad, pero que con frecuencia no reflejan lo que viven las personas en su día a día. Así, se transmite la idea de que las grandes luchas ya fueron atendidas o de que no hay motivos para seguir acompañando a campesinos, colectivos feministas, comunidades indígenas, trabajadoras del hogar, juventudes organizadas y a quienes impulsan transformaciones desde sus territorios. El resultado es la percepción de que las causas sociales perdieron vigencia, incluso cuando la experiencia cotidiana de millones de personas demuestra lo contrario.
Esta clara tensión entre realidades y verdades oficiales revela la importancia de mantener viva la memoria histórica para explicar el origen de las desigualdades actuales. Cada reclamo tiene un trasfondo que surge de procesos de organización, resistencia y defensa de la dignidad. Recordar estos procesos ofrece un mapa para entender el presente y muestra que cada derecho conquistado se logró mediante esfuerzos colectivos que avanzaron desde abajo y enfrentaron resistencias estructurales. La memoria histórica también traza un camino hacia la responsabilidad de las instituciones, quienes debieran actuar con diligencia para garantizar los derechos humanos de todas las personas. No obstante, cuando las versiones oficiales se alejan de las verdades comunitarias, el terreno se convierte en uno fértil para la indiferencia. En cambio, un compromiso real con la integridad pública permite corregir daños acumulados y fortalecer la confianza hacia las instituciones.
La posibilidad de un país más justo surge cuando realidades, verdades oficiales y memoria histórica convergen en un mismo propósito. Reconocer las vivencias y las perspectivas de quienes han sostenido estas batallas reivindica sus esfuerzos y evita que las desigualdades del pasado se naturalicen. A la vez, la visbilización nos permite seguir exigiendo exigir transformaciones que atiendan causas profundas y orienten la acción institucional hacia causas compartidas.
Ana María Ibarra Olguín*
*Magistrada de circuito. Licenciada, maestra y doctora en derecho.









