La transformación del CIDE (Centro de Investigación y Docencia Económicas) no nació en un escritorio burocrático ni en la imaginación de algún reformista aislado. Nació en Palacio Nacional, cuando el presidente Andrés Manuel López Obrador –con la claridad histórica que lo distingue– afirmó que esta institución debía dejar de ser un enclave del pensamiento neoliberal y recuperar su vocación pública. Fue el entonces presidente quien me encomendó directamente esa tarea, convencido de que el CIDE debía volver a alinearse, como en su origen, con los intereses estratégicos del Estado mexicano.
Desde antes del conflicto de 2021, el presidente había expuesto con absoluta claridad su diagnóstico: el CIDE se había desviado de su misión pública. En diversas conferencias matutinas señaló que la institución se había “derechizado”, que operaba como una “segunda versión del ITAM” y que el Estado no podía seguir financiando un centro que –en los hechos– reproducía los intereses del sector privado o formaba cuadros disciplinados a los organismos financieros internacionales. Recordó también que el CIDE nació para formar servidores públicos comprometidos con la nación, no para legitimar recetas del FMI ni para subordinar su vida académica a los criterios y jerarquías de la academia anglosajona. Ese diagnóstico presidencial, formulado de manera pública, explícita y reiterada, no fue una simple opinión: fue la identificación precisa de una desviación institucional que el Estado tenía la obligación de corregir. De ahí surgió, exactamente, el mandato que hoy orienta la transformación: recuperar al CIDE para México, para su soberanía intelectual y para un proyecto nacional de desarrollo.
Ese mandato implicaba desmontar inercias profundamente arraigadas: estructuras cerradas, élites académicas habituadas a reproducirse a sí mismas, seminarios convertidos en feudos personales y un colonialismo académico que sometió la investigación, la contratación y los incentivos a los criterios de universidades estadunidenses. Transformar ese modelo sin una sola plaza nueva, sin presupuesto extraordinario y bajo el asedio constante de grupos que nunca aceptaron que México entró en una nueva etapa no era –ni es– una tarea
administrativa: es una batalla estructural.
El presidente fue categórico: “el CIDE tiene que volver a servir a México”. No a intereses facciosos, no a la academia anglosajona, no a quienes buscaban convertir a la institución en una República independiente del Estado. La instrucción presidencial fue clara: recuperar al CIDE para la nación, restituir su vocación de centro público al servicio del desarrollo nacional y poner fin al modelo que lo había subordinado a agendas externas y circuitos académicos que nada tenían que ver con las necesidades estratégicas del país.
A partir de ese mandato inició una transformación que incomodó a quienes habían convertido al centro en patrimonio personal. Sin plazas nuevas ni estructuras paralelas, tuvimos que hacer lo que históricamente hacen los reformadores del Estado mexicano: usar con inteligencia las herramientas disponibles. Por eso recurrimos tanto a concursos como a invitaciones –ambos mecanismos plenamente legales– para incorporar perfiles capaces de impulsar la misión presidencial. Las invitaciones no fueron excepciones caprichosas; fueron instrumentos estratégicos para atraer investigadores alineados con un proyecto de país.
Quienes hoy critican ese mecanismo callan una verdad evidente: durante décadas las invitaciones sirvieron para colocar amigos, reproducir grupos internos y mantener un círculo cerrado. Nadie protestó entonces. La diferencia es que ahora las invitaciones cumplen un propósito intolerable para esas élites: romper su monopolio y abrir el CIDE a investigadores que no buscan agradar a departamentos extranjeros, sino pensar el desarrollo nacional desde una perspectiva soberana.
La transformación no ha requerido plazas nuevas; ha requerido convicción y responsabilidad con la transformación. Y esa convicción se tradujo en hechos: la creación de la División de Estudios del Desarrollo (DED) y la reorganización profunda de la División de Estudios Multidisciplinarios (DEM). En la DED se dio impulso a la articulación con sectores productivos mexicanos, al fortalecimiento de la innovación nacional, a la incorporación de líneas de investigación que durante años fueron marginadas por prejuicio ideológico y al
estudio de las experiencias económicas de Asia para identificar qué puede retomarse y adaptarse a las necesidades de México. La DED nació para estudiar el desarrollo desde México y para México; mientras que la nueva DEM dejó atrás el molde neoliberal y hoy trabaja desde la economía política, la historia económica y el análisis estructural, así como desde el pensamiento crítico latinoamericano.
Es falso que el CIDE estuviera condenado a la irrelevancia. Lo que estaba condenado era el modelo que colocaba a la institución al servicio de agendas externas. El mandato presidencial exigía corregir ese rumbo, y así se ha hecho. Cada resistencia, cada campaña mediática, cada ataque disfrazado de defensa de “la autonomía”, no expresa convicciones democráticas: expresa el temor de quienes saben que el país está cambiando y que ya no dictan la agenda.
La intervención del presidente no sólo fue legítima; fue indispensable. Las instituciones públicas pertenecen al Estado y, por ende, al pueblo. No pueden quedar capturadas por intereses particulares ni por burocracias académicas que se autodesignan guardianes del saber. Cuando el jefe del Estado identifica que una institución ha sido desviada de su misión, tiene la obligación de corregir. Eso hizo Andrés Manuel López Obrador: recuperar al CIDE como instrumento de la nación, no como un club desconectado de la realidad mexicana.
La batalla no ha terminado, pero el rumbo ya está trazado. El mandato presidencial se cumple con decisiones, no con discursos: reorganizar, abrir, invitar, construir puentes cuando se puede y resistir cuando se debe. Transformar sin plazas nuevas no fue un obstáculo: fue una prueba de carácter. Y el CIDE –pese al ruido, las presiones y las campañas– está renaciendo como institución pública en el sentido más profundo del término.
Porque lo que está en juego no es solo un centro de investigación: es el derecho de México a pensar con cabeza propia y a construir, desde su propia experiencia histórica, los marcos analíticos que orienten su desarrollo. El CIDE no puede seguir siendo un reproductor automático de paradigmas ajenos; debe convertirse en un auténtico centro de pensamiento del Estado mexicano, capaz de nutrir con rigor y visión estratégica las decisiones nacionales.
Un espacio donde el conocimiento se genere desde una perspectiva nacionalista, comprometida con el interés público, y no desde la comodidad de agendas importadas o de dependencias intelectuales que durante décadas limitaron nuestra capacidad de imaginar un futuro propio.
Necesitamos un centro que piense al país en sus términos reales: sus estructuras productivas, su potencial industrial, sus desafíos territoriales, su historia económica y sus posibilidades de inserción soberana en un mundo que se está reconfigurando. Un centro que forme y convoque a pensadoras y pensadores comprometidos con México, que entiendan que la investigación no es un ejercicio de neutralidad abstracta, sino una herramienta para fortalecer al Estado, orientar su acción y ampliar su margen de autonomía frente a presiones externas.
Eso es, precisamente, lo que inspira esta transformación: la defensa del derecho de México a producir sus propias ideas, a generar su propio conocimiento estratégico y a contar con instituciones públicas que respondan a la nación y no a intereses facciosos o a circuitos académicos externos. Ese ha sido, desde el primer día, el espíritu del mandato presidencial que guía y orienta esta tarea: devolverle al CIDE su función original como instrumento intelectual del Estado mexicano y motor de pensamiento nacional para el desarrollo.
José Romero Tellaeche*
*Director general del CIDE. Licenciado, maestro y doctor en economía.



















