Fue en la década de 1990. Tal vez antes. No me quito de encima el mirar profundo de aquellos ojos de mujeres de belleza resuelta que contrastaba con sus prendas que lucían y daban la apariencia conservadora. Pero la belleza ahí estaba, vibrante; dejándose ver por lo que no puede ocultarse ni reprimirse en sus ojos marchitos y, a la vez, prometedores y vacilantes.
Como niño regañado, deambulaba por las orillas de la cancha o casas en las noches que había baile. Veía pasar las fiestas: 15 años, bodas o lo que fuese; sin razonar caminaba. No era el único en esas veladas en triste situación. Éramos un grupúsculo de amigos que veíamos todo desde fuera, como en el cine, simples expectantes. Había que aprender, porque hasta las rencillas entre familias y comunidades se heredan.
La otra cara de la moneda estaba gestándose, otra forma de vida. Los hombres vestían camisa de seda, pantalón wrangler, sombrero Larry Mahan, botas y cinturón piteado, quien no la hacía estaba fuera del deseo de las mejores damas. El destino me hacían franquear la realidad en huaraches porque no tenía botas, pero para qué las quería si ni siquiera me podía acercar, no tenía la edad para codearme con ellos y mucho menos el valor para disputarles la mirada amorosa de una mujer.
Creía en esas canciones: El corrido del centenario, Los tres animales, Clave privada, El águila blanca, los corridos más sonados de esos años, amén de los locales como El Huirocoba, Balbinita, Apodaca, entre otros. Deseaba beber cerveza de manera incansable como ellos. Pero no había posibilidad, todo era como imaginación. Volvía a casa envuelto en el pensamiento y el sueño espeso de la noche, todo quedaba quieto sin sobresalto; como si todo hubiese sido un rato de arrebato, pues no había lugar, la autoridad moral estaba presente en la casa y en la escuela.
Los corridos locales alegraban, ambientaban, pero los recientes hablaban de otras cosas que gustaban e inquietaban, tal vez porque se rebasaba la escena local, había mas exceso, poder, mujeres y políticos que se agachaban ante el nuevo poder de la gente común que a lo mejor ahí estaban en la fiesta, como cualquiera.
Ahí empezaban los nuevos años del narcotráfico en Choix, Sinaloa. Estaban disputando la primera batalla en la música y forma de vestir. Ahí estaban los primeros pininos. Muchos llamaban “achalinado” a la persona que usaba en las fiestas esa vestimenta, que además no cualquiera podía hacerse de esas prendas, pues la situación económica de las familias no alcanzaba para ese estilo de vestir. El narco modelaba. El estilo de vestir predilecto era Chalino Sánchez, cantautor de gran estima en Sinaloa. Cantaba corridos. Revivían tragedias familiares y de narcotraficantes, donde lo que se jugaba era más que la vida. No había lugar, en esos años, donde se estuviera pisteando (tomando cerveza) sin sus corridos. Casi todos lo adoraban. Así murió como vivió Chalino. En esas serranías de Choix también lo supieron venerar, muy a su manera, sin renunciar a la ola que se avecinaba. Todos pensaban que aprendían a vivir a través de su música. En realidad sólo se resignaban a morir.
La mayoría sabía en esos años quiénes sembraban mariguana y/o amapola. Eran contados. Guarumeros o gomeros les llamaban. Guarumo, por el color verde humarasco de la planta. La connotación del término era de desprecio. Si para sembrar eran pocos, para el consumo menos. Estaban aislados socialmente y el aislamiento era una manera de protección.
Tiempo después de llegada la música que preparó y sembró el estilo de la cultura narca, la gente acepta la práctica; todo se convirtió en algo normal. El muro cayó, la barrera quedó sin pilares fuertes que la sostuvieran. Nadie dijo nada. Ahora lo lamentable era que se mataran o drogaran, pero no que sembraran o se dedicaran a ese negocio.
Los temporales malos también jugaron un papel decisivo. La mayoría de la gente dependía de la tierra para sostenerse. Las lluvias cada vez menos frecuentaban esas tierras que se notaban más allanadas y polvorientas. Las tradiciones, por mas fervorosas que se buscaban, no podían hacer más para que la gente no se fuera a las ciudades de la frontera o a Estados Unidos. Todo parecía herencia perdida. Como siempre, los más viejos, fogueados, y los niños indefensos fueron los que no corrieron, aguantaron. Arando la tierra y otros caminando detrás de una recua de vacas no perdieron el hambre.
Ante la carencia económica, la gente se resignó a que las nuevas generaciones o los que regresaban después de algunos años vividos en las ciudades, sembraran mariguana. Después de todo, eran pueblos abandonados, donde la política es beneficio de unos cuantos y la desgracia de todos.
Aquel grupo de amigos no alcanzamos el nivel de protagonismo anhelado. Cuando teníamos la edad, las circunstancias habían cambiado, ahora eran las trocas del año. Pero ni siquiera nos dimos tiempo para pensar o platicar: la máquina del tiempo caminaba más rápido y tenía mayor claridad que nosotros. Todo parecía una ficción en la eterna juventud. Cada quien se aferró a lo que pudo y como pudo. Tal vez ni elegimos. Algunos seguimos caminando por calles empolvadas, a pie o en carro, buscando la vida que nunca termina de llegar como uno espera. Unos, rumbo al norte; otros, para el sur.
La edad o la ingenuidad me protegían. Recuerdo con humor aquellas camisas de seda de hilo amarillo y brilloso con un gallo, un perico y una chiva, que no servían para un carajo a los jóvenes hijos de campesinos sino nada más para las fiestas, porque a la menor provocación se deshilachaban. Los tres animales son protagonistas de una canción que tocaban Los Tucanes de Tijuana. Las caseteras la tocaban una y otra vez.
Las grandezas de Arizona, Nevada y otras ciudades de las que hablan esas canciones se volcaban, a los años siguientes, en traiciones y muertes que nadie daba por ciertas hasta que llegaban con el ataúd del joven que nadie pensaría que volvería así cuando salió de su pueblo.
En los años del bachillerato, la mayoría de los estudiantes provenía de las rancherías. Poco nos interesaba estudiar de verdad. Nos resultaba poco práctico y un asunto sin futuro. Las trocas corrían por las calles de los alrededores del plantel. Jóvenes y no tan jóvenes circulaban, parecía una verbena, a la vez que propiciaba una forma de enamoramiento un poco extraña. Cualquiera pensaría que todo consistía en atarantarlas con tanta vuelta y el elevado sonido de las canciones del momento, pero no era la competencia por quién poseía la mejor troca sino quién podía aspirar a subir una mejor estudiante. Otra vez la misma situación, la misma imposibilidad, cuando tenía la edad estaba nuevamente fuera, no podía aspirar a conquistar a esas mujeres.
Muchos cayeron rendidos al placer inerte de la vida viciosa que por esas calles deambulaba de lunes a viernes. Tomar clases en Choix era lo que menos importaba. Me enteraba que algunos de mis amigos o conocidos habían elegido tomar la carretera a la sierra para sembrar mariguana y amapola.
Aquellos amigos de entonces ahora son jefes de plaza. La escuela fue una buena mentira y un buen deseo de sus padres. Un anhelo incumplido. Otros purgan prisión en Estados Unidos. Nadie sabe nada de su vida, parecen olvidados o envueltos en el limbo.
Luis Espinoza Sauceda*
*Licenciado en Administración de Empresas por la Universidad de Occidente, Unidad El Fuerte; escritor e investigador de la historia mexicana regional (Sinaloa); cursante del diplomado de escritura creativa en la Escuela Mexicana de Escritores
[BLOQUE: OPINIÓN][SECCIÓN: ARTÍCULO]
Contralínea 532 / del 27 de Marzo al 02 de Abril 2017