La creación del Grupo de Río es quizás, junto con el Derecho de Asilo y la Doctrina Estrada, el mayor aporte mexicano a Latinoamérica. Su creación fue resultado de los esfuerzos exitosos del Grupo de Contadora, creado en 1983 para frenar la guerra centroamericana desatada por las oligarquías apoyadas por Washington contra sus pueblos, en aras de la mal llamada –y hoy reflotada– “seguridad nacional”. Obviamente en este proceso una Organización de Estados Americanos (OEA) dominada por Estados Unidos no jugó ningún papel.
Héctor Lerín*
Pero con independencia del escándalo mediático que intentó el presidente Uribe al provocar a Chávez para reventar la pasada reunión del Grupo de Río en Cancún, pues conocía que él mismo se pronunciaría contra las bases militares del Pentágono en Colombia, así como del catálogo de diferencias políticas que los medios elaboraron para resaltar los conflictos existentes entre los países, una primera conclusión puede extraerse de la XXI reunión del Grupo de Río, celebrada los días 22 y 23 de febrero: se ha llegado a un momento de madurez tal, que la unión entre los países latinoamericanos y caribeños es prácticamente una necesidad, “más allá de posiciones políticas o ideológicas”, como bien lo dijo en su discurso de cierre el anfitrión Felipe Calderón.
Se trata entonces de un elemento de pragmatismo que parece que arrastrará hasta a los renuentes que se oponen a que la región resuelva ella misma sus problemas, sin el “visto bueno” de Estados Unidos, y que funcione con una sola voz en el escenario internacional. Si de paso con esta perspectiva se evidencian los numerosos problemas que un nuevo y más amplio tipo de organización requiere, ello no podría operar en contra de la necesidad de crearla, pues también prevalece la visión realista de que los problemas que enfrenta la región requieren de una respuesta conjunta.
Por lo pronto, es evidente que se ha pensado en el modelo político de la Unión Europea que, si bien opera a veces con dificultades, no ha dejado de traer beneficios a una Europa que en esta región se admira. Hasta el nombre inicialmente aceptado lo revela así: “Comunidad” de Estados Latinoamericanos y Caribeños, símil de la “Comunidad” Económica Europea y hasta de la más lejana “Comunidad de Estados Independientes”.
Obviamente, la OEA ha sido rebasada –y un poco también el Grupo de Río– por la dinámica política regional y su ausencia de soluciones ante los últimos problemas que se han presentado. Pero quien ha llevado a esta situación de bancarrota a dicha organización ha sido Estados Unidos, que la ha ignorado (la “negociación” encargada a Arias en el golpe de Estado contra Zelaya en Honduras terminó de liquidarla). De cualquier forma, como reconoció en una entrevista el subsecretario para América Latina de México, la nueva entidad de 570 millones de personas que se propone no choca con la OEA, porque su naturaleza, composición y objetivos son diferentes.
Obviamente, la mayoría de los países ha rechazado que la nueva instancia que será creada vaya “contra Washington”, pero también debe reconocerse que los líderes más radicales, como son los nucleados en la Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América (Alba), hacen de la ausencia de Estados Unidos una virtud, lo cual es entendible pues ha sido necesario pensar en una entidad sin Washington, que ha sido juez y parte en la región. En el mismo sentido, si se acepta la lógica de que Estados Unidos debe figurar en todos los organismos, entonces se le tendría que admitir en la Comisión Económica para América Latina, en la Unión de Naciones Suramericanas (Unasur), en la Alba, etcétera; para que nadie piense que se quiere realizar una política anti Washington, lo cual sería ilógico.
En el mismo sentido, el presidente Lula Da Silva ha dicho, con razón, que la región ha llegado a una mayoría de edad, quizás pensando en los 200 años de su independencia, por lo que Estados Unidos debe entender que la organización latinoamericana que se ha creado formalmente no nació para molestarlos. Asimismo, quienes llaman la atención sobre las diferencias políticas que separan a los miembros de la Alba, de la Unasur y los más conservadores del norte de la región (México y Colombia) no consideran la sorprendente unanimidad que se dio respecto de la creación de la nueva organización que espera fundarse a más tardar en dos años, quizás en Chile. De cualquier forma, fue una sorpresa que haya sido precisamente Raúl Castro quien tuviera a su cargo un importante mensaje que daba cuenta de la creación del nuevo organismo regional, así como de la reiterada solidaridad del grupo en el asunto del bloqueo a su país.
Por lo pronto, si se ha de dar la “defunción” del Grupo de Río, ésta será a través de su fusión con la recién creada Cumbre de América Latina y el Caribe, lo que significará un organismo de amplio aliento político, económico-comercial e integracionista, como es la Unión Europea, pero superior en visión y objetivos al Área Libre de Comercio de las Américas, propuesto por la Casa Blanca, que sólo aspiraba a crear una zona de libre comercio en beneficio de los capitales estadunidenses y del proyecto de dominación del Pentágono en la zona, sin considerar las abismales diferencias de pobreza y desarrollo que tienen lugar tanto entre Estados Unidos y América Latina, como dentro de la propia región.
En este tenor, el Grupo de Río tiene, de momento, la oportunidad de paliar la grave crisis de Haití, si ha de reafirmarse la utilidad de dicho mecanismo. Y también se habrán de ponderar los términos a cumplir por el cuestionado nuevo “presidente” hondureño, Porfirio Lobo, para integrarse al seno de los organismos internacionales o seguir corriendo con su imagen general de haber surgido de un proceso electoral tan cuestionable. Desde luego, hay otra cantidad de temas que ocupan propiamente al Grupo de Río y que tendrán que irse resolviendo en el camino (la arquitectura financiera que se propone, los asuntos de la integración, quizás una nueva moneda común, la jurisprudencia en torno al nuevo organismo, la disputa por las Malvinas, etcétera).
Sin embargo, al margen de estos temas, todo indica que políticamente esta reunión alcanzó una notoriedad como hace tiempo no se veía en América Latina, sobresaliendo sin duda las figuras de los presidentes Lula Da Silva, Calderón, Bachelett y Chávez, a quienes debe reconocerse que, en diferentes momentos, mostraron liderazgo, visión de Estado, voluntad política y, con su optimismo, aseguraron los resultados históricos de la reunión de Cancún.
Desde luego, quien pareció haber obtenido buenos dividendos políticos y satisfacción por esta reunión fue la diplomacia mexicana, no obstante las dudas que la política latinoamericana de Calderón venían generando, en especial en el plano interno, circunstancia que merece un primer intento de explicación: en principio, la política exterior de Calderón medio resarció la crítica general a la administración Fox-panista por sus errores garrafales con Latinoamérica, a los que contribuyó, con sus veleidades y vedetismo, el ahora políticamente empleado del Departamento de Estado, Jorge Castañeda.
Sin embargo, el necesario acercamiento político del gobierno de Calderón a la región, que supera al elemental que se da entre las embajadas, hasta hace poco apenas si funcionaba y estuvo a punto de irse a pique con países de peso político como Venezuela y Cuba, sin descartar las fuertes críticas internas por la casi nula “diversificación” mexicana hacia América Latina. Pero en el ínterin, la crisis financiera en Estados Unidos dañó a México más que a cualquier otro país. En 2009 fue el clímax de esa caída, con el agravante de que la lucha contra el narcotráfico no levanta gas, y el propio Plan Mérida sólo parece beneficiar el proyecto intervencionista de Washington, al ridículo costo de 1 mil 400 millones de dólares, que ni siquiera acaba de desembolsar.
En consecuencia, nadie podría legítimamente reprochar a México que se acercara y tratara de fomentar unas relaciones económicas y comerciales deterioradas con Latinoamérica. Se calcula, a grandes rasgos, que los intercambios económicos con Suramérica apenas rebasaron, en 2009, 18 mil millones de dólares; y con toda la región quizás apenas lleguen a los 25 mil millones de dólares. Así que había que detener una caída libre del intercambio comercial, por lo que era necesario el acercamiento con la región, pero sin que esto evite que la misma, como conjunto, busque también su integración y consolide su democracia.
Se dio así el terreno favorable para que, en esta Cumbre del Grupo de Río, Calderón se acercara a los remisos Castro, Chávez y Evo Morales, así como a los países caribeños vía Comunidad del Caribe (muy cercanos a Cuba y Venezuela). Y también a Brasil, con el que se dialoga para fomentar las inversiones y el comercio y, por esta vía, obtener un mejor entendimiento en los organismos regionales, empezando por el propio Grupo de Río, donde la figura de los respectivos mandatarios pareció inevitablemente sobresaliente.
Debe reconocerse también que se cree que este nuevo impulso latinoamericanista de Calderón “es un mero voluntarismo político”, como escribió recientemente en la revista Proceso Olga Pellicer, académica del Instituto Tecnológico Autónomo de México, porque esta ruta podría “molestar” a Estados Unidos tanto como contribuir a finiquitar a un organismo como el Grupo de Río, que ha cosechado razonables éxitos. Asimismo, la construcción de la nueva comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños reta a Calderón a participar en un nuevo, aunque incierto organismo, dijo Olga Pellicer. Sin embargo, debe reconocerse que crear la mencionada Comunidad debe ser producto de la voluntad política de todos los presidentes y de sus pueblos, porque la necesidad ya existe.
Calderón cosecha así algunos lauros y hasta su acercamiento personal con Lula le beneficia políticamente, en momentos en que su Presidencia se encuentra cuestionada de diversas maneras. De cualquier forma, para los intereses de México, independientemente de los personales de Calderón, la Cumbre del Grupo de Río pareció dejarle buenos dividendos políticos internos y externos, y, con ello, México vuelve sus pasos hacia el sur, donde hasta hace algunos años tuvo un digno, pero luego relativamente abandonado lugar.
De cualquier forma, puede afirmarse que el acercamiento general de México con América Latina, y en particular con Brasil, será positivo por donde quiera que se le observe en el complicado balance regional, con tal de que los teóricos tecnócratas que mal manejan la política exterior desde los Pinos (“Más México en el mundo y más mundo en México” es eslogan para una agencia de viajes) entiendan que nuestro país posee una vocación internacional de múltiples aristas, y no sólo estadunidense.
*Exdiplomático; catedrático de América Latina Hoy en la Universidad Nacional Autónoma de México