domingo, abril 27, 2025

Híperproteccionismo, epitafio de la hegemonía estadunidense

Híperproteccionismo, epitafio de la hegemonía estadunidense

La guerra comercial que ha iniciado Donald Trump es un símbolo más de la caída de la hegemonía estadunidense.
FOTO: WHITE HOUSE

La guerra comercial que ha iniciado Donald Trump es un símbolo más de la caída de la hegemonía estadunidense. Con estos hechos, la otrora economía dominante hoy se declara a sí misma incapaz de reactivar su motor industrial sin recurrir a prácticas consideradas en el pasado histórico como desleales y previas a la guerra colonial.

En un contexto contemporáneo, esta medida puede tener, por supuesto, cierto sentido cuando se trata del nacimiento de una nueva industria, situación que requiere de un periodo de incubación para poder alcanzar los niveles de competencia promedio a escala global. Este mecanismo es crucial si lo que se está madurando es una red o estructura compleja que permite la integración del mercado interno y, con ello, alcanzar otros niveles de competitividad.

Es decir, los países tienen derecho al uso de medidas arancelarias o no arancelarias siempre y cuando no sean discriminatorias ni busquen la afectación sobre alguna economía en particular, de esto se trata el principio de la nación más favorecida. Asimismo, siempre ha estado latente el riesgo de la sobreprotección, es decir, que el domo de aranceles y otras medidas de defensa se conviertan en un autosabotaje, pues no permite la creación de lo nuevo, sino antes bien convierten la protección misma en el modelo de negocios.

De esto resulta que no se trate de un “proceso de incubación”, sino un incentivo para que la industria “protegida” comience a acostumbrarse a la sobreprotección, dejando de innovar y reduciéndose a una especie de industria crónicamente ineficiente, en el sentido que no crea las condiciones para la renovación productiva, ni busca alcanzar un nivel de competitividad promedio, sino que reproduce un vicio de abuso del Estado que tarde o temprano se pagará con su propia desaparición.

Sin embargo, en un nivel máximo de tergiversación, lo que está sucediendo en la actual guerra arancelaria global es, simplemente, un caso extremo de proteccionismo que revela la pérdida de toda innovación por parte de EU. No son medidas para proteger la incubadora, sino para intentar alargar la agonía senil. Máxime, cuando este fenómeno ocurre en el contexto de la emergencia de una jovialidad productiva tecnológica que echa raíces desde el hemisferio asiático.

No obstante, poco se ha dicho cuál es exactamente la diferencia que existe entre Estados Unidos y China, para que esta última haya logrado pasar a través del neoliberalismo, liberándose del shock que nuestro vecino del norte le propinó al planeta. Si bien estas medidas pudieron vencer al bloque soviético, actualmente se puede observar la impotencia para poder dominar al bloque asiático. La clave se encuentra en la forma de organización de la propiedad. ¿Quién es el soberano en el proceso productivo?

La vía occidental se ha fincado en el reinado absoluto de la propiedad corporativa, es decir, la imagen de un señor estilo feudal que cobra renta tan solo por su papel de dueño del capital. El Estado norteamericano ha sido tan sólo una fachada que oculta el dominio directo por parte de estos señores, hoy representados por los llamados siete magníficos –en referencia a las empresas Apple, Microsoft, Amazon, Alphabet, Meta, Tesla y Nvida–. Por su parte, la vía asiática viene de un proceso distinto que le permite coordinar a la propiedad corporativa dentro de un marco más general: el de la propiedad social. Estructura representada por los múltiples mecanismos de participación popular organizada en torno a los congresos del Partido Comunista.

Es decir, Estados Unidos representa la máxima expresión de una forma mono-propiedad en la que es sólo la versión corporativa –aquella ligada a los dividendos y ganancias por especulación en bolsa– es la que domina a la propiedad social. Por el contrario, en la versión china, se tiene una estructura multi-propiedad en la que coexisten diferentes tipos, pero comandados bajo la soberanía del sector público.

Como ejemplo me gustaría recuperar lo sucedido con el empresario chino Jack Ma, fundador de Alibaba, quien después de comenzar a acumular excesivamente capital, comenzaron una serie de restricciones por parte del Estado para reequilibrar su participación en el mercado. O como sucedió con Evergrande, empresa inmobiliaria que había acumulado la mayor deuda para un promotor inmobiliario (más de 300 mil millones de dólares) y amenazaba en convertirse en una suerte de gran crisis financiera al estilo de Wall Street. En este caso la intervención no se limitó a rescatar a los accionistas ni a los acreedores externos, sino a los compradores de vivienda local para preservar la estabilidad interna.

Con este tipo de medidas los resultados han sido elocuentes: la velocidad de crecimiento del bloque asiático es tres veces más rápido que la del bloque occidental. Mientras que EU ha avanzado en la pauperización de sus obreros y se sume en una crisis de consumo de fentanilo, China logró sacar de la pobreza a 800 millones de habitantes.

Frente a estas diferencias, Estados Unidos ha elegido dinamitar la economía mundial a través del ejercicio de la amenaza y la treta bajo la imagen del perdonavidas, mismo que ha intentado, además, invertir la narrativa histórica al posicionar como el agraviado, como la víctima a mano de sus propios dominados. Desde mi punto de vista este es el punto central de la paradoja actual puesto que EU pretende ocultar que las constantes intervenciones en la región –ya fueran militares como el Plan Cóndor o encubiertas como las actividades de la CIA o la USAID– le costaron a la región años de subdesarrollo, inducido por los lineamientos que posteriormente se cristalizaron bajo el nombre de Consenso de Washington.

El imperialismo estadunidense fincó su fortaleza en la extracción permanente de riqueza de todas las demás naciones. A pesar de estas condiciones, muchos de estos países, especialmente aquellos que se congregan alrededor del bloque BRICS, se han reorganizado para reactivar sus mercados internos e impulsar coordinación horizontal entre los participantes.

Hoy, los aranceles son una especie de impuesto adicional al “delito” de los países por reactivar su derecho al desarrollo, mientras que EU se dedicaba a emborracharse de consumo superfluo, títulos de deuda y especulación financiera. Hoy se encuentra endeudado y sin una base industrial competente por lo que busca arrebatar el valor producido en el mundo para intentar reactivar un nuevo ciclo de acumulación. No obstante, esto no parece ser posible puesto que, como hemos señalado, alcanzar un nuevo nivel de organización productiva es necesario habilitar otras formas de interacción multi propiedad y de coordinación horizontal, imposibles bajo la actual idiosincrasia del trumpismo.

Antes bien, lo que hemos visto es la liberalización total de la economía a las necesidades de las ganancias corporativas, las siete magníficas han tomado directamente el control y se preparan para el sueño dorado: la desaparición de impuestos y la flexibilización absoluta de la fuerza de trabajo. Entre tanto, y como corolario cínico, Trump replica lo que vimos recientemente con Milei, el uso del liderazgo político para hacerse de ganancias en los vaivenes de las bolsas de valores.

En suma, la guerra comercial de Trump, más que una estrategia de resurgimiento parece el estertor de un modelo agotado, incapaz de reinventarse frente a la vitalidad de la vía asiática. Los aranceles, en este sentido, no solo gravan bienes, sino que cargan el peso de una historia de extracción y dominio que hoy se tambalea. Queda por verse si Estados Unidos logrará trascender su obsesión por la mono-propiedad y la especulación para abrazar una renovación productiva, o si, por el contrario, su apuesta por el híperproteccionismo lo condenará a ser un espectador en un mundo que ya no le pertenece. ¿Podrá el gigante despertar, o seguirá soñando con un pasado que no volverá?

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