Las protestas que estallaron en más de 80 ciudades de Estados Unidos –por la convocatoria del Movimiento 50-50-1– han abierto un nuevo panorama de resistencia social ante las políticas de Donald Trump y sus ataques contra libertades básicas, que anteriormente se consideraban incuestionables. Desde el primer sábado de abril, las manifestaciones se propagaron con consignas como “Manos fuera”, que aludían a evitar los recortes a programas sociales y a niveles institucionales. Apenas unos días después, el 19 de abril, las protestas se repitieron en Washington, Nueva York, San Francisco y varias de las ciudades más grandes, con la intención de abarcar 50 protestas en 50 ciudades y levantar 1 movimiento (50-50-1).
Entre las demandas estás las de frenar la criminalización contra migrantes, las deportaciones masivas y la expulsión de estudiantes con visa que protestaban contra el genocidio en Palestina. Uno de los casos que más repudio generó fue la deportación de Mahmoud Khalil, estudiante de la Universidad de Columbia, expulsado por haber participado en protestas contra la masacre en Gaza.
Otro de los casos que ha provocado preocupación es el de Kilmer Ábrego, un refugiado salvadoreño que tiempo atrás recibió el estatus de asilado por la violencia en su país, pero el gobierno de Donald Trump lo expulsó y encarceló en El Salvador, junto con cientos de venezolanos y salvadoreños. A pesar de que la Corte Suprema estadunidense ha ordenado que sea admitido de vuelta, el gobierno se ha negado a acatar la resolución y sostiene que Ábrego ya no será recibido.
Aunado a lo anterior, Trump también ha comenzado una nueva andanada contra varias universidades prestigiosas, apostando por recortes y buscando obligarlas a modificar sus planes de estudio para que se adapten a la nueva ideología imperante y sus directrices. Bajo la acusación de que Harvard permite que se propague el antisemitismo en sus aulas, el presidente ha declarado que le quitará 2 mil 200 millones de dólares de subvenciones federales plurianuales, ante lo cual Harvard anunció una demanda contra el gobierno. Con el mismo argumento, Trump amagó un retiro de 400 millones de dólares en contratos federales a la Universidad de Columbia que, a diferencia de Harvard, terminó aceptando revisar sus programas de estudio y sus procedimientos disciplinarios impuestos, subordinándose a Trump. Frente a este panorama se han aglutinado 200 rectores de universidades estadunidenses para pronunciarse contra las presiones ejercidas.
Desde otro ángulo, también el periodismo ha experimentado una embestida. Bill Owens, productor del programa “60 minutos” de la agencia CBS de Paramount Global, hizo pública su renuncia luego de que Trump presentara una demanda legal contra CBS por “comportamiento ilegal”. Ante el ahorcamiento político y legal, Owens optó por hacerse a un lado, con el fin de evitar las presiones gubernamentales.
En Nueva York, Kathy Valyi, una de las asistentes a las protestas 50-50-1 declaró a la agencia AFP que “la democracia corre un gran peligro”, pues al ser hija de personas que vivieron el Holocausto considera que se está repitiendo lo mismo que sucedió en Alemania. Por su parte, Benjamin Douglas, asistente a la marcha en Washington, dijo que “el gobierno está llevando a cabo un ataque directo contra la idea del estado de derecho”. Esas declaraciones no son casuales, pues en un país donde no es común observar protestas masivas de manera cotidiana, la nueva irrupción refleja la emergencia de un malestar colectivo contra las acciones trumpistas que tienen un carácter profundamente autoritario, supremacista y excluyente.
Lo enumerado hasta aquí muestra que, aunque paradójicamente, Estados Unidos siempre se disfrazó a sí mismo como el guardián de la democracia y las libertades, ahora aquel país está siendo devorado por su propia creación: un rico empresario blanco supremacista, que dice estar a favor de la grandeza de su país. Ese personaje se está llevando entre las patas todo el resabio de democracia que tanto se presumía, ya que los embates contra las universidades, contra las comunidades migrantes y contra el periodismo opositor muestran que eso que tanto criticaban en los países subdesarrollados realmente se está dando al interior de EU y lo está ejecutando un miembro de sus propias élites.
La democracia neoliberal que supuestamente defendía las libertades de mercado, de expresión y de movilidad está resultando un estorbo para la restauración del poder estadunidense, pues, en el fondo lo que les interesa a las clases dominantes no son las libertades en abstracto, sino la libertad del gran capital y del imperialismo para ejercer su dominio y su papel de hegemón mundial, todo lo que esté por fuera de esa esfera es atacado y disciplinado.
En la crisis se puede ver mejor, porque se caen las máscaras y las cosas, y los sujetos se muestran como realmente son, no tienen que aparentar nada, pues lo importante es sobrevivir, y, en este caso, que el imperialismo estadunidense prevalezca y evite su total declive frente a las otras potencias emergentes.
Hay que apreciar en esta crisis que ese monstruo que ahora devora las entrañas de la democracia neoliberal es la misma creación de los ideales supremacistas de Estados Unidos. Desde la propaganda yanki siempre se celebró que los grandes magnates tuvieran el control de las vidas de las personas, siempre se les colocó como los más inteligentes y hábiles, se volvieron el modelo al cual debíamos aspirar a parecernos. El contenido supremacista inunda las películas de Hollywood con su idea de superioridad que siempre salva al planeta de catástrofes naturales, extraterrestres, seres supranaturales y del terrorismo con sus héroes encarnados por los grandes empresarios o los patriotas vestidos de la bandera de EU (Iron Man, Batman, Capitán América, Superman y Spiderman).
Trump no ha hecho más que recoger todos los valores cultivados por la cultura y la propaganda estadunidense para montarse en ellos, mostrándose como su representante fiel… porque en el fondo lo es. Lo que presenciamos no es una excepcionalidad antidemocrática, sino un producto del sistema que ha educado durante generaciones a miles de personas para que vivan anhelando convertirse en ricos, blancos y dueños del planeta. Las reglas de la democracia neoliberal fueron hechas para que los grandes corporativos dirigieran la política e impusieran sus intereses como el eje rector de la vida pública del mundo. Así son los magnates gobernando: les interesa muy poco conciliar e incorporar los intereses populares, subalternos y sus libertades. A final de cuentas, hay libertades que valen más que otras y su valor depende del mercado, de la competencia descarnada y del poderío económico. Así pusieron las reglas desde hace décadas y así funciona cuando los grandes corporativos gobiernan.
El lado optimista de esto es que, ante la exclusión, el autoritarismo y la crisis de la democracia neoliberal, sectores sociales se hacen presentes con sus protestas para señalar que Trump, el producto de este sistema, está mal. Ahora comienza una rebelión que ya no se cree el relato trumpista y exige que esta situación se detenga. Habrá que ver si los nuevos movimientos y resistencias logran generar un contrapeso efectivo y una alternativa desde abajo.
Pablo Carlos Rojas Gómez*
*Doctor en ciencias políticas y sociales y en estudios latinoamericanos. Investigador del Programa Universitario de Estudios sobre Democracia, Justicia y Sociedad (PUEDJS-UNAM) y profesor de la UNAM y la UNRC.
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