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Cuando la injusticia nos alcanza

Cuando la injusticia nos alcanza

Con frecuencia escucho de los abusos que sufren los ciudadanos –de parte de las autoridades supuestamente encargadas de impartir justicia– cuando se encuentran involucrados en accidentes que incluyen policías.

Oscar Enrique Díaz Santos*

Generalmente este hecho pasa desapercibido (porque no nos importa o porque estamos tan acostumbrados a que eso ocurra que creemos que es parte de la cotidianidad). Pero eso sólo hace que se continúen cometiendo injusticias al amparo del “estado de derecho” que tanto pregonan nuestros gobernantes.

En alguna ocasión escuché de Adela Micha la frase: “hoy es viernes y hoy toca”. Esa expresión me encanta, misma que retomo y que les digo a mis alumnos cada viernes que tengo clases con ellos. Pero nunca pensé que se aplicaría a mi persona.

El pasado 5 de agosto abordé mi automóvil, salí del estacionamiento, avancé unos cuantos metros a una velocidad moderada y repentinamente se atravesó un motociclista de la policía (del carril de en medio al carril izquierdo en el que yo iba circulando). Y por la distancia tan corta, aún cuando frené, se produjo el impacto (sólo supe que el apellido del policía es González). Ahí empezó lo que para mí fue un viernes bastante fastidioso y tenso. Pero lo que parecía ser un simple accidente, no fue así.

En principio yo circulaba en mi carril y de repente vi cómo un policía hizo un corte de circulación para cruzarse en un camellón que está sobre la avenida Instituto Politécnico Nacional, antes de llegar al retorno. Alcancé a frenar, pero el impacto se produjo. Inmediatamente me bajé del automóvil y lo auxilié, el policía se levantó y caminó, le pregunté por qué había hecho una maniobra en un lugar no permitido y me respondió que tenía una emergencia. De lo que me percaté es que no tenía encendida la torreta ni una señal que me hubiera permitido tomar alguna precaución.

Unos minutos después llegó su pareja (teóricamente deberían estar juntos) y empezó a hablar por su radio. Qué sorpresa me llevé cuando vi un operativo que no se observa ni cuando hay asaltos u homicidios: por lo menos cuatro o cinco patrullas hicieron acto de presencia en el lugar. Cabe decir que no me amenazaron ni se acercaron a mí, principalmente porque algunos vecinos de la unidad donde vivo ya estaban conmigo y porque ya había llamado a mi seguro.

Después llegó la Cruz Roja, revisaron al policía y al no encontrar una lesión que ameritara un traslado al hospital, se retiraron. Media hora después llegó una ambulancia del Escuadrón de Rescate y Urgencias Médicas. Entonces, sorpresivamente, el policía empezó a quejarse lastimosamente como si estuviera a punto de morir; lo subieron a una ambulancia y se lo llevaron con las sirenas encendidas.

Los seguros no se pusieron de acuerdo y me dijeron que tenía que pasar a la Delegación Gustavo A Madero para deslindar responsabilidades, a lo cual accedí. Al llegar me presentaron ante el ministerio público, me preguntaron qué sucedió. Les expliqué detalladamente y dije que el policía se me atravesó imprudentemente. Mi sorpresa fue que en ese momento me indicaron que estaba en calidad de detenido y que estaría las 48 horas que fijaba la ley porque había un lesionado.

Me indicaron que dejara mis pertenencias y me encerraron en una celda de seguridad. En las primeras tres horas desfilaron por lo menos cinco personas a pedirme los mismos datos y la versión de los hechos, me tomaron fotografías de frente (con un número de reo), de perfil por ambos costados y las huellas digitales de los 10 dedos de las manos. Realmente me sentí todo un delincuente, cuando yo no había provocado el accidente.

Estaba encerrado en una celda de 2 por 2 metros, una cama de piedra y una tasa para hacer del baño. La abogada responsable de mi caso me conminó a recapacitar y reflexionar sobre lo sucedido, a lo que le respondí que mientras el culpable del accidente estaba en libertad, yo tenía que estar sufriendo un encierro. Ingresé a las 12:00 horas y hasta las 20:30 horas me tomaron la declaración. Según mi esposa y mi hijo, que fueron los que estuvieron al tanto, cuando llegó el policía a declarar lo recibieron como si fuera un héroe y el ministerio público le dio todas las atenciones. Aquí está la ironía de la vida, el culpable con todos los privilegios y el afectado por una imprudencia en una celda.

Otro aspecto a resaltar es que le comenté a la abogada que soy diabético. Permitieron a mi familia darme alimentos, pero no así los medicamentos que utilizo. Entonces solicité que el servicio médico me los suministrara y me dijeron que no tenían medicamentos. Por el encierro me empezó a dar un fuerte dolor de cabeza y tampoco así permitieron que tomara aspirinas.

Después de mi declaración y de que el abogado que me asignó mi aseguradora presentara la fianza que se me fijó por 26 mil pesos, me dejaron libre a las 3 de la madrugada del día 6 de agosto. Es decir, pagué por un delito que no cometí. ¿Y el policía? Supongo que satisfecho con el trato que recibió en el Ministerio Público, y quizá en espera de que lo premien con la medalla al mérito policial.

Desafortunadamente narro esto sólo porque me pasó a mí. Me ocupo de este tipo de asuntos solamente hasta fui víctima. En esta prestigiada revista he escrito varios artículos, pero nunca lo había hecho por los tratos que un ciudadano común y corriente recibe por las autoridades que en teoría deben impartir justicia.

La impresión que me deja es que un policía puede hacer lo que quiera y no será castigado; por el contrario, es protegido por las autoridades. Por ello, la figura de la policía, para nosotros los ciudadanos, inspira miedo: no seguridad. Muchas veces no acudimos a denunciar sus tropelías porque suponemos que no se nos hará caso.

Desgraciadamente así es, el responsable de los hechos queda intacto y el afectado es tratado como un delincuente.

Otro desconcierto que me deja este incidente es la movilización policiaca que provocó el accidente, cuando creo que hay otras situaciones que requieren esa vigilancia.

Finalmente, recalco que el trato del ministerio público no corresponde con el de una autoridad que imparta justicia. Claro, si es que ésta existe. Comprendo que se debe seguir un procedimiento; lo inadmisible es que se carezca de un criterio para tratar los casos de acuerdo con las situaciones que se presentan. Tratar a una persona que no tiene ningún antecedente penal como si fuera el peor delincuente no está acorde con la dignidad que se profesa en la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos.

*Doctor en economía por la Universidad Nacional Autónoma de México y especialista en presupuesto, administración y gasto público

Fuente: Revista Contralínea 246 / 14 de agosto de 2011