Desaparición forzada, práctica vigente en América Latina

Desaparición forzada, práctica vigente en América Latina

La desaparición forzada de personas no es exclusiva de las dictaduras. Hoy día, en sociedades “democráticas” esta práctica sobrevive, se perfecciona y, en algunos casos, se extiende a la población que no realiza actividades políticas. Aunque no hay cifras definitivas, las desapariciones se cuentan por miles en América Latina. México, Colombia, Guatemala y Chile, entre los países que registran casos actuales de desaparición forzada, denuncian integrantes de la organización HIJOS

La “técnica” de la desaparición forzada de personas, estrenada en diciembre de 1941 por la Alemania nazi, es una práctica vigente en países “democráticos”, como Colombia, México, Guatemala y Chile, aseguran integrantes de Hijos por la Identidad y la Justicia contra el Olvido y el Silencio (HIJOS), reunidos en la ciudad de México en octubre pasado durante su primer encuentro internacional.

A decir de Carlos Fazio, la desaparición forzada representa, en cualquiera de los casos, no una “falla del sistema”, sino un “método contrarrevolucionario” aplicado por agentes del Estado. Su objetivo es frenar la acción colectiva de los grupos que adversan a los gobiernos, vía la instalación del miedo y del terror, explica el especialista en temas de seguridad y política internacional.

La experiencia colombiana es ejemplar, pues, si bien no hay estadísticas que reflejen el número de desapariciones forzadas recientes, el Instituto Nacional de Medicina Legal y Ciencias Forenses de Colombia –organismo gubernamental– reporta 38 mil 255 casos de desaparición tan sólo de 2007 a 2009. La cifra rebasa el número de desaparecidos a lo largo de la dictadura del general Rafael Videla, en Argentina (1976-1981).

En México, la Federación Latinoamericana de Asociaciones de Familiares de Detenidos Desaparecidos calcula que, durante los cuatro años transcurridos del gobierno de Felipe de Jesús Calderón Hinojosa, han desaparecido, al menos, 3 mil personas por razones políticas, trata de personas y “guerra” contra el narcotráfico. Esta cifra coincide con el número de desaparecidos durante la batalla de Argel, “el experimento de la guerra sucia”, apunta Carlos Fazio.

A pesar de los acuerdos de paz en Guatemala (firmados en diciembre de 1996), las desapariciones forzadas en ese país no cesan. Desde entonces, han desaparecido, al menos, 10 dirigentes políticos, denuncia Wendy Méndez, integrante de HIJOS Guatemala.

Yuri Gahona, de HIJOS Chile, refiere que, durante el gobierno de la exmandataria Michelle Bachelet Jeria, un niño mapuche, que entonces tenía 16 años, fue desaparecido. El hecho ha sido calificado por algunos diarios chilenos como “un caso de desaparición forzada en democracia”.

Colombia, la desaparición que termina en muerte

La desaparición forzada de personas en Colombia es una práctica que se perfecciona y que amplía su blanco. Además de los disidentes al sistema, son desaparecidos integrantes de la población civil, principalmente hombres jóvenes que habitan en barrios populares.

Días después de la desaparición, el cuerpo inerte de la víctima, vestido con los trapos que caracterizan a un guerrillero, será presentado como “muerto en combate” y exhibido como “trofeo de guerra”. Se trata, explica Julián Beltrán Acero –integrante de HIJOS Colombia, capítulo México–, de crímenes más “pluriofensivos” que antaño, conocidos eufemísticamente como falsos positivos: una mezcla entre desaparición forzada y ejecución extrajudicial.

Presentar al luchador social como un guerrillero representa, en estos casos, una doble ganancia para el Estado: eliminar al activista y estigmatizar al movimiento y a la causa de los que era parte.

“No es que el Estado esté devolviendo los cuerpos”, aclara el joven integrante de HIJOS, “los exhibe para después ocultarlos”. En la mayoría de los casos, los ejecutados ni siquiera son presentados con su verdadera identidad, sino como “NN (del latín nomen nescio, que significa desconozco su nombre), muertos en combate”, por lo que, para sus familiares, seguirán desaparecidos.

Esto es posible bajo la actual política de seguridad democrática en Colombia. Una guerra de tipo contrainsurgente, orquestada desde Estados Unidos, que se “profundizó” durante el gobierno de Álvaro Uribe Vélez y que hoy, con Juan Manuel Santos, el actual presidente colombiano, “sigue la misma ruta”, asegura Carlos Fazio.

Esta nueva modalidad de desaparición se alimenta de directivas emitidas desde el Ministerio de Defensa Nacional colombiano (como la resolución 029) que premian con ascensos, beneficios económicos y/o con momentos de descanso a los soldados que, “en combate”, exterminan a guerrilleros o a paramilitares.

Ésta sería una de las principales razones por las cuales se extienden las desapariciones, incluso, a la población civil, apunta Beltrán Acero. En un país que está en guerra, como Colombia, los “éxitos militares” no solamente se miden en términos de control de territorio, sino en función de los “muertos en combate”.

La propia idea de que la desaparición forzada ocurre dentro de un combate es falsa, asegura Luisa Díaz Mansilla, de HIJOS Colombia, capítulo México. Las desapariciones en Colombia “se dan cuando sales de tu casa o de la oficina, cuando vas al parque a trotar, cuando sales el domingo por el desayuno; es decir, en vías públicas que nada tienen que ver con un escenario de confrontación armada”.

A decir de la joven, el objetivo de esta estrategia, además de mostrar la “eficiencia” de la actual política de “seguridad democrática”, es invisibilizar la desaparición forzada como crimen de Estado. Al adjudicar estas muertes a enfrentamientos armados entre dos grupos en igualdad de condiciones, el Estado colombiano se deslinda de su responsabilidad, pues las “bajas en combate” no pueden considerarse violaciones a los derechos humanos.

Contribuye a tal propósito la reaparición de grupos paramilitares en Colombia, acusados, entre otras cosas, de desaparecer personas. A pesar de estar estrechamente vinculados con el Estado, son presentados como grupos que se “salen de su control”, asegura Díaz Mansilla.

La desaparición forzada como un “hecho necesario para la democracia y la paz social” forma parte del discurso que el Estado colombiano difunde a través de los medios de comunicación masiva y que, dice Beltrán Acero, atenta contra dos principios fundamentales: el derecho a la vida y a la dignidad de cualquier ser humano.

Colombia, otras modalidades de desaparición

A partir de las confesiones de paramilitares, en el contexto de la Ley de Justicia y Paz –promovida por el gobierno de Uribe Vélez para facilitar el proceso de desmovilización de paramilitares en Colombia–, se han vislumbrado otras dos modalidades de desaparición forzada que Luisa Díaz Mansilla define como “la desaparición de los desaparecidos” y “la desaparición de los hijos”.

En los confesionarios, los dirigentes de los grupos paramilitares han aceptado su participación en, al menos, 24 mil desapariciones forzadas cometidas a partir de 1977, año en el que se registrara el primer caso en ese país. A la confesión del crimen, le sigue la ubicación de las fosas comunes de los desaparecidos y, luego, la sorpresa de que sus cuerpos fueron desenterrados y cremados en hornos construidos especialmente para ello.

“¡Ay, dios mío!”, pronuncia Julián, luego de un prolongado suspiro. El Acero de su apellido materno contrasta con su desencajado rostro. El joven integrante de HIJOS se desprende de los lentes que lleva puestos y, luego de colocarlos sobre la mesa, a su lado izquierdo, acerca las palmas de sus manos a su frente. Visiblemente aturdido por lo que ocurre en su país, Julián Beltrán Acero lidia con sus emociones.

Luisa continúa su relato. Los paramilitares han confesado también la desaparición de familias enteras y su posterior ejecución, en la que los únicos sobrevivientes son los niños, que son entregados a otras familias o “apropiados” ilegalmente por los paramilitares.

Julián Beltrán Acero dice que en el mismo nivel de la denuncia resulta importante la “gran cantidad de procesos de resistencia y dignidad” que se han gestado a la par de toda esa violencia e impunidad.

México: las nuevas víctimas de la desaparición

El 11 de noviembre de 2010, la Comisión de Mediación entre el Ejército Popular Revolucionario y el gobierno federal dio a conocer que, en su recomendación 07/2009, la Comisión Nacional de los Derechos Humanos  reconoce que los guerrilleros eperristas Edmundo Reyes Amaya y Gabriel Cruz Sánchez sí sufrieron desaparición forzada a manos de agentes de la Procuraduría General de Justicia de Oaxaca en mayo de 2007.

En México, no sólo los luchadores sociales son desaparecidos. Personas “sin ningún tipo de militancia”, migrantes indocumentados que habitan o cruzan por el país, periodistas, e incluso mujeres y niñas son las nuevas víctimas de la desaparición, señala Adela Cedillo, especialista en el tema de contrainsurgencia en América Latina.

Desaparición forzada es la definición que, indudablemente, les corresponde, asegura la historiadora. Su “común denominador” es la responsabilidad del Estado en cada uno de estos “crímenes”, considerados de “lesa humanidad” por la Organización de las Naciones Unidas (ONU).

Cedillo dice que “estamos ante una nueva modalidad de desaparición forzada, tanto por la innovación en el método como por la identidad de las víctimas”. También, ante un “incremento alarmante” de éstas, producto del “escalamiento de la represión contra los movimientos sociales”, pero, sobre todo, de la “guerra contra el narcotráfico”.

En este contexto, explica Carlos Fazio, la “estratagema” del gobierno mexicano ha sido asociar estas desapariciones y las más de 28 mil ejecuciones –ocurridas durante lo que va del mandato de Calderón Hinojosa– a “acciones de la delincuencia organizada”, con el objetivo de evadir su responsabilidad y, además, para no desarrollar investigaciones ministeriales.

Esto sucede, por ejemplo, con los llamados levantones, la desaparición de civiles a manos de comandos armados vinculados al narcotráfico, que Carlos Fazio define como una “extensión de la vieja desaparición forzada”.

La guerra que encabeza Calderón no es contra los “malos” (los narcotraficantes), alerta el analista; se trata, en realidad, de una guerra de tipo contrainsurgente que se extiende a todo el pueblo mexicano y en la que reaparecen figuras de las pasadas dictaduras del Cono Sur y Centroamérica, que han sido modernizadas en la experiencia colombiana.

Los responsables de las desapariciones en México

En el marco de la “guerra contra el narcotráfico”, igual como ocurre en la guerra de contrainsurgencia, el Estado mexicano ha fomentado la proliferación de comandos paramilitares, mafias uniformadas y de civil, escuadrones de la muerte y grupos de limpieza social vinculados con las desapariciones forzadas, pero también, con otras formas de violencia, asegura Carlos Fazio.

Es el caso de Los Zetas, organización dedicada al negocio del narcotráfico, que según Fazio es, en realidad, una “estructura del Estado mexicano ligada al Ejército”. Cómo es posible, se pregunta el periodista, que el Ejército Mexicano permita la deserción de “militares de elite” que fueron seleccionados por altos mandos y, además, entrenados en Estados Unidos por especialistas en contrainsurgencia.

Asimismo, dice Adela Cedillo, de los guerreros sucios de la década de 1970 (expertos en contrainsurgencia, entrenados para torturar, matar y desaparecer), quienes fueron “premiados” con el negocio del narcotráfico. “En cada historia de un cártel, van a encontrar a un militar o a un policía que participó en la contrainsurgencia en la década de 1970. Eso es casi una ley”, asegura la también asesora de Nacidos en la Tempestad, asociación civil conformada por hijos de desaparecidos y ejecutados durante la Guerra Sucia en México.

El financiamiento y las directivas de operación de estos “órganos de delincuencia organizada” provienen de Estados Unidos, asevera Fazio. El país que, a través de la Escuela de las Américas, exportara a América Latina la práctica de la desaparición forzada, pretende crear un clima de caos en México para poder penetrar sus organismos de seguridad.

“Los índices de impunidad absoluta que prevalecen en el delito de la desaparición forzada (incluidas las desapariciones ocurridas en México durante la Guerra Sucia), sus nuevas modalidades y la ausencia de un marco legal adecuado para erradicar los abusos que cometen las fuerzas de seguridad y los grupos paramilitares son responsabilidad directa del Estado”, concluye Cedillo.

Guatemala, desapariciones en tiempos de paz

Aún en tiempos de paz, la desaparición forzada de personas es una práctica que persiste en Guatemala, el país latinoamericano que, en tiempos de guerra civil (1960-1996), registró el mayor número de éstas: alrededor de 45 mil.

De la mano de las sentencias históricas que, en 2009, condenaron a militares y coroneles guatemaltecos por este delito, se encuentran los casos actuales de desaparición de personas vinculadas a procesos de lucha social que, según Wendy Méndez, integrante de HIJOS Guatemala, son al menos 10 “que se conocen”, pues en ese país “los niveles de impunidad son tales” que la gente prefiere no denunciar.

El de Héctor René Reyes Pérez es uno de los cinco casos recientes de desaparición forzada en Guatemala, que han sido contabilizados por la Unidad de Protección de Defensoras y Defensores de Derechos Humanos.

El líder campesino, también partícipe del Sindicato de Trabajadores Mayas sin Tierra, fue desaparecido el 5 de septiembre de 2003, presuntamente, por instrucciones de su patrón, Carlos Vidal Fernández, quien es hijo del dueño de la finca Nueva Linda, que Reyes Pérez administraba. Desde entonces, se desconoce su paradero.

Familiares de la víctima y el grupo Pro Justicia Nueva Linda responsabilizan también al sistema de justicia guatemalteco, pues, a pesar de que el hecho fue denunciado de inmediato ante la Policía Nacional Civil y ante el Ministerio Público, el crimen continúa impune.

En Guatemala, explica Wendy Méndez, el gobierno culpa de estas desapariciones y de otros crímenes en contra de campesinos, mayas, jóvenes y mujeres –los sectores más golpeados de la población guatemalteca– a la “violencia común” y, particularmente, a las maras, que la joven compara con Los Zetas mexicanos.

“No es cierto”, objeta Méndez. “En Guatemala, como en otros países de América Latina, la desaparición forzada sigue siendo una práctica sistemática de parte de las fuerzas del Estado”.

El objetivo de las autoridades guatemaltecas, al señalar como responsables de estos actos a pandillas delincuenciales, es justificar la “militarización” del país. No es casualidad que, en Guatemala, se aplaudan los “éxitos” del Plan Mérida en el combate al narcotráfico en México, señala la integrante de HIJOS Guatemala.

Es “inconcebible” la manera en que los Estados se “confabulan” para permitir crímenes como el de la desaparición forzada, expresa, indignada, la colombiana Luisa Díaz Mansilla.

Chile, la desaparición de un Mapuche

José Gerardo Huenante Huenante fue visto por última vez cuando tenía 16 años. La madrugada del 4 de septiembre de 2005, en la ciudad de Puerto Montt, al Sur de Chile, un grupo de carabineros lo detuvo y lo obligó a abordar una radiopatrulla. Desde entonces, nada se sabe del joven mapuche.

El caso es único, asegura Yuri Gahona, de HIJOS Chile, ya que desde la dictadura del militar Augusto José Ramón Pinochet Ugarte –en la que fueron desaparecidas más de 1 mil personas–, no se habían presentado otros casos de desaparición forzada.

El hecho ocurrió durante el mandato de Michelle Bachelet Jeria, entonces presidenta de la República de Chile, quien, a pesar de promover una serie de medidas encaminadas a reparar los daños que ocasionó la dictadura militar en ese país, recibió diversas recomendaciones de la ONU relacionadas con violaciones a los derechos humanos del pueblo mapuche.

Contralínea 210 / 28 de Noviembre de 2010